Amores difíciles en los tiempos de la Colonia
La escritura hipnótica de Río de las congojas invita a viajar a una época desmesurada, plena de conflictos y mixturas culturales
Garay preparó otra salida al sur, buscando ese puerto donde hubo una ciudad quemada, para volver a levantarla. Sacó hombres de Santa Fe y se fue un día por el río tragahombres, más negro que nunca, río de las congojas, enemigo del amor.
Con su protector ausente, la mujer quedó sola y llena de enemigos. Los más encarnizados eran "Cara de Perro" y el cura. Fue así que se quedó sin huerto, sin pan, sin lumbre, padeciendo, además, la mayor dureza: la falta de plática elegante. ¿Para quién iba a vestirse ahora por las tardes? ¿Para quién iba a cantar? Confinada en su casa no podía lucir esos vestidos que se hacía traer desde Lima. Nadie que la visitara. Nadie que la requiriera, puesto que fue señalada como la imagen de la perdición. Seguramente maldeciría la hora y el día en que decidió venir a hundirse en estas soledades. Enemiga de las esposas españolas y hasta de mí, que podría ser su amiga, si no la tuviera por rival, era una sombra llorosa que desde mi casa veía moverse, suspirando, en el jardín. ¿Sabía ella, cuando Garay la trajo de Lima, que le sobrevendrían estas angustias? ¿Y aun así quiso venir? [...]
Con Garay ausente los mestizos ven la oportunidad de llevar a cabo la conspiración. [...]
Al día siguiente todo era sacudimiento y luto. Cundió el pánico. Arévalo vendió a sus amigos: hizo matar al Lázaro y a los otros jefes de la conspiración. A la tarde los siete fueron descuartizados en la plaza. Repicaron las campanas de las cuatro iglesias. Algunos mestizos huyeron por el camino a Córdoba; otros cruzaron a la isla y los que no tuvieron tiempo de ocultarse recurrieron a nosotras que vivíamos apartadas.
El que se ocultó en mi casa era un muchacho callado que la noche anterior había reído y cantado como nadie. [...]. Cuando vinieron a buscarlo salí a la puerta y dije: "Aquí no entráis, que es casa de putas".
—En putas nos cagamos y maldita sea la madre que te parió —contestaron. Eran muchos. Comprendí que no debía jugarme disparando sobre alguno de ellos. Después me juzgarían. Todo se fue en discusiones hasta que dijeron:
—Primero llevarse a los puercos mestizos; después volver por ellas
Así como llegaron, los gallegos comenzaron a apedrear y a destrozar las cercas yéndoseles la boca en insultos y amenazas
[...] Hacia la tarde vinieron más de cuarenta, entre hombres y algunas mujeres, y querían tirar abajo la puerta de aquella mujer. Así como llegaron, los gallegos comenzaron a apedrear y a destrozar las cercas yéndoseles la boca en insultos y amenazas. Ella se tapió en el sótano. Venida la noche, condolido el Blas, fue despacito y sin ser visto, entró en la casa de ella y vestida de hombre la corrió hasta la mía. Otra complicación para mí, según supe más tarde. [...]
En un principio no maliciaron que podría estar escondida en mi casa: todos conocían nuestra rivalidad. Gritan y amenazan. Sobresalen los gritos de las mujeres a quienes solo se les entienden palabras como: fango, podrido, pecado y especialmente una que resalta entre las otras: ¡limpieza! [...] Mientras estaba ocurriendo esto, adentro ella que me pide ropa de mujer; dice que no tolera verse vestida así, de hombre rústico. Mi ropa tampoco le gusta pero se resigna a ponérsela. ¿Cómo —dice— una mujer joven y hermosa y a más..., bueno, niña, y a más "non sancta" como diría el señor cura, vistiendo ropas ordinarias? ¿Qué te dan los hombres —sigue diciendo— a cambio de aquello? Pero, ¿quién te preparó? ¿De La Asunción eres? ¿Y no has aprendido a vivir? ¡Vamos, niña, a esmerarse! ¿Dejas que te saquen lo tuyo por nada? ¿Y a quién te entregas? ¿A cualquiera?
Respondo: —No, a cualquiera no. Cuando no me place: nada. Así es. —Cuando no te place ¿qué cosa?—preguntó.
—Cuando no me place el hombre[...]
Antes del mediodía el Blas, que guardaba el ventanuco, se inquietó. "Vienen para acá", anunció.
[...]Por Dios, María –dijo el Blas– quédate acurrucada al lado de Ana.
No me gustó hacer de mujer inútil cuando yo manejaba el arcabuz mejor que muchos hombrecitos.
–Sí, ven conmigo —dijo la mujer. Mientras él tiroteaba cuidando su cabeza desde el ventanuco y afuera los gallegos desaforados parecían fieras, la mujer, aferrada a mis manos seguramente para aventar el miedo, me preguntó cuál era mi nombre. Extraño caso —me dije para mis adentros—: estamos aquí, pegadas a la pared, tomadas de la mano, cuando hasta ayer nos desconocíamos una de otra y ni siquiera sabíamos nuestros nombres. Pues bien, una vez más, como en las guazabaras que dábamos a los indios en el campamento, venía a confirmarse aquello de que el peligro une a las personas. Así que le contesté:
—María Muratore.
Había palidecido porque le corrió un frío por todo el cuerpo. Entonces va y dice:
—¡Dios mío; es mi fin!
Se puso de pie. Temblaba. Va y abre la puerta cuando ni el Blas ni yo imaginamos que haría eso. Un arcabuzazo la tumbó para atrás. Vi cómo se revolcaba de dolor. Aún en mi rincón y sin tiempo de incorporarme, vi que la golpeaban con la culata del arma. Tomé la mía y disparé. Me contestaron, pues sentí algo tibio que me chorreaba por el vientre y hasta las piernas; alcancé a oír que la mujer clamaba:
—No maten a mi hija; mátenme a mí; solamente a mí.
* Río de las congojas, Libertad Demitrópulos, Fondo de Cultura Económica