Amable erudición y riqueza verbal

Rodolfo Modern encarna -con notable precisión, raras veces equiparada por los poetas de su generación- el intelectualismo lírico, la noción de que al cantar, quien lo hace asume la simultánea obligación de aventurarse en nuevas formas de comprensión e interpretación y de instar, a quienes se acercan al ámbito en que su voz se escucha, a que lo hagan igualmente.

Esa concepción de la poesía naturalmente tiene imposiciones y una de ellas es la de volver inexcusable la concentración de sentido, el ahondamiento en conceptos que luego estructuran una catedral hermosa y gris. Pero el romanticismo esencial del autor, su raíz germánica, rilkeana y septentrional, lo hace sensible al contento de quienes lo aman y busca halagarlos mediante el uso de bellas imágenes.

Pero, en suma, las imágenes son palabras, y si éstas ostentan símbolos y emblemas no es que denoten un barroquismo inexistente, sino el deseo de aclimatar la reflexión, función primaria de este poeta e inevitable horizonte de su erudición amable y augural. Sustantiva o adjetiva, la riqueza verbal es en él una constante muy definida y tenazmente encaminada al enriquecimiento ideológico.

Reunidas, esas imágenes exhiben elegancia y nitidez, aluden a religiosidad esperanzada, a voluntad de participar en tradiciones altas y también a la creencia en que la pasión no es enemiga del orden. En su larga y ejemplar trayectoria, Modern fue siempre así; la docena de poemarios en los que espigó hace unos años para armar su recordada Antología Poética son unánimes al respecto.

Una sosegada certidumbre sabe que el tenue equilibrio de la música y la áspera ciencia son la misma cosa: "Al cabo, las moscas vencen/ y la constancia de la estatua/ se disgrega". Pero no hay desesperación, pues "lo que no posees es lo que posees" y, asimismo, porque la reconciliación está ahí no más, a la vista: "Hay días en que los dioses/ sonríen satisfechos".

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