Alta Fidelidad. Niebla y nieve: los misterios de Rosario y las firmas apócrifas de Kacero
A la santidad del jugador de juegos de azar se llama un libro corto (pero no se necesita escribir tanto cuando se escribe así) de Héctor Libertella editado en 2011 al que ahora acudo como posible oráculo porque de lo azaroso de la vida y el arte cuando uno sale disparado como una bola de flipper o pinball se trata todo esto. Y entonces estoy leyendo de nuevo que “algún día los chicos jugarán a la literatura con los ecos del hombre”. Por ahora se trata de entender como una mezcla de coincidencias y equívocos hizo posible que el miércoles 6 de julio me encontrase llorando en la soledad de galpón adaptado de la galería Ruth Benzacar (hay quienes todavía pasamos por el clausurado local de Florida y sentimos el impulso de bajar) en el límite de Villa Crespo y Chacarita, última conquista de la patria gentrificada. Todo había empezado en un café en la estación de Belgrano R donde la ensayista Graciela Speranza recordó que Fabio Kacero, uno de sus artistas favoritos, había dicho algo así como que “el mal arte contemporáneo estaba al borde del chiste”. En una mañana de niebla británica y agenda libre dejé que una inercia gozosa me subiera a un tren imaginando el paisaje del Delta bajo aquel (no) sol tremendo. Pero elegí mal las fichas y fui devuelto a la estación Dorrego del subte B y ahí recordé palabras de Speranza y la cercanía de Ruth Benzacar donde Fabio Kacero exhibe hasta el 27 de agosto “El campeón de los fantasmas”, una de las muestras más imprevisibles de 2022. No disruptiva, no inquietante, no perturbadora. Imprevisible.
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Podríamos pensar que esta serie monótona e interminable de cuadritos blancos es una forma muy curiosa del autorretrato. Algo así habían hecho Elmgreen & Dragset (un dúo danés-noruego, muy Jorge Luis Borgen) cuando presentaron su autorretrato exhibiendo placas de mármol italiano con los nombres de sus obras favoritas de todos los tiempos. Kacero, como Greco, firma artistas. Y más: convierte la firma de los artistas (vivos, muertos, contemporáneos, clásicos) en forma y la reproduce con exactitud de calígrafo pirata. Una Salada de la firma de artista que además rubrica con la propia. La firma en el vacío blanco como la síntesis del carácter y fantasma del artista ya fuera Molina Campos, Benito Laren, Osamu Tezuka, Yoko Ono o Raúl Soldi entre los 182 nombres de hombres y mujeres que forman lo que George Dickie había llamado “El círculo del arte”. Como suelo pasar de largo los textos para zambullirme en las obras (del mismo modo que suelo huir de las visitas guiadas) no reparé en la lista de nombres. Busqué a Berni pero no lo encontré y, sin buscarla, sobre la pared que da hacia el portón de entrada apareció la firma de Rosario Bléfari cuyos mensajes de Whatsapp todavía están alojados en mi teléfono. Porque en la réplica digital del mundo nadie se muere del todo. Ahí vagan en el cyberlimbo perfiles de Facebook, cuentas de Twitter o Instagram. Lo inesperado me abrazó con la misma materialidad gaseosa de la niebla del día y me quedé absortó leyendo su nombre y volviendo a escuchar su voz (cantando o hablando) en el hi fi que toca a máximo volumen en el silencio mental. Y la lloré, claro, todavía tan pronto.
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Pero lo dicho. Había llegado a la muestra de Kacero sin plan (o por un plan que me excedía); sin saber que la firma de Rosario Bléfari formaba parte de su repertorio de falsificador-autor y, mucho menos, sin tener idea de que ese día de niebla en el que, si los dados hubieran coincidido, hubiera estado en el Tigre mirando la superposición de la niebla y el río se cumplían dos años de su muerte en La Pampa. Eso lo supe después, cuando subí las fotos a IG y las reacciones me hicieron caer en la santidad del jugador de los juegos de azar.
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La noche de ese miércoles 6 de julio me quedé entredrormido leyendo la Antología del Sueño Argentino (Mansalva, 2021) un libro de relatos escrito por Fabio Kacero donde la imprevisibilidad manda tanto como en la muestra. Los personajes quizás sean los santos jugadores de juegos de azar de Libertella, formas indeterminadas arrojadas al disparate onírico. En la página 22 leo: “(…) Luego, dejándome llevar por la emoción de los gratos recuerdos, recito los versos de un poema escrito por un poeta oriundo de esa ciudad que dicen: A mí se me hace cuento que empezó Bariloche/la juzgo tan eterna como el día y la noche”. No pasan dos segundos hasta que recuerdo que la cantante de Suárez, la escritora, la artista, la firma hecha obra de Kacero, pasó su infancia en la meca del turismo estudiantil. Y reescribo a ese imaginario poeta de pueblo, en el aire: “A mí se me hace cuento que empezó Rosario/la juzgo tan eterna como el día y la noche”.
No hay rima, pero firma.
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