Alta fidelidad. Los árboles mueren de pie y van al cielo del arte
“Grabar tu nombre cientos de veces no va a traerte de vuelta conmigo. Oh no, debería ir y dejarlo dicho en los árboles. Ir y dejarlo dicho en los árboles”. En 2001 se lo veía y escuchaba a Jarvis Cocker, en el video de la canción “The Trees”, cantar sobre la costumbre de grabar en el tronco de los árboles viejos los nombres de las personas amadas o isotipos del amor romántico como el corazón atravesado por la flecha de Cupido. En aquella canción del último álbum de Pulp, el cantante, mashup entre Michael Caine y Bryan Ferry, daba una curiosa explicación de la función que los árboles tienen para nosotros. “Los árboles/esos inservibles árboles/producen el aire que estás respirando/Los árboles, esos inservibles árboles/nunca dijeron que me dejarías”. Cocker rescata en esos versos, que en el video son cantados en un bosque que al final se enrojece y sirve de escenario a una pareja de danza contemporánea, un ritual profundo del arte popular. ¿Quién habrá sido el primero o la primera en vaciar la corteza de un árbol viejo para dejar un mensaje amoroso? ¿Y que decían los árboles antes de que el amor romántico se impusiera como preludio erótico? Pero Cocker iba más allá, ¿no?, le reclamaba a esos mismos árboles que no le hubieran dado aviso del amor perdido.
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La galería Nora Fisch siguiendo el zeitgeist de la cultura audiovisual ha montado una muestra en episodios, como una serie. Se trata de la amorosa colección de Alfredo Londaibere, pintor, gestor, curador, que se fue muy pronto en 2017. El rostro tan 80′s de Londaibere captado por el preciso Alberto Goldenstein se multiplica en las obras de otros artistas que coleccionaba (la mayoría compradas) y que habían convertido su casa en un petit museo de arte argentino en su transición de los 80 a los 90. Como desde la invención de la cámara el ojo ya ha incorporado todos sus procedimientos nada puede mirarse sin atenerse a los principios que Roland Barthes estableció para la fotografía. En la foto mental que tomo apenas ingreso a la sala de la galería en Villa Crespo hay punctum en una obra pequeña del artista acaso menos conocido, actor secundario de este primer episodio. En una esquina de la sala, como abandonada, hay una obra de Agustín Inchausti de 1994, sin título, acrílico sobre acrílico en caja de acrílico. Es la pintura de un árbol reseco que lleva grabado un corazón con palabras tan previsibles como fundamentales: “Te quiero”. ¿Hay palabras más importantes que escribir en o con un árbol? La reiteración del acrílico en el material, el soporte y la protección establecen una tensión entre arte y naturaleza y la convierten en una pieza del arte rupestre posindustrial. En Fisch cuentan que Inchausti fue una suerte de estrella fugaz (las que conceden deseos así como los árboles pasan mensajes) de los 90 y que Londaibere tenía especial predilección por sus obras. Esta, por caso, colgaba en la entrada de su recámara. Pero no hay mucho más. Inchausti salió de la escena y dejó obras como esta que se resignifican en la memoria de un estribillo de Pulp (¿pulpa no es lo que se extrae de los árboles?) o frente a la poda compulsiva de árboles que en una megalópolis como esta “producen el aire que respiramos” como cantaba Cocker. Y no es solo un problema ambiental. Con esos árboles que caen, en Paseo Colón, por ejemplo, podrían perderse mensajes como el que rescató Inchausti en esta obra sencilla, humilde, eterna como una Sequoia.
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En la tapa del álbum Aullido (2021), las canas de Florencia Ruiz se dejan ver como una enredadera nevada. Es sábado y en un club de Boedo, la trovadora que es más celebrada en Japón que en Buenos Aires canta ante una audiencia hipnotizada por sus arpegios brujos. “En los balcones de Dios hay un árbol que no/entraría en vos”. ¿Será el de Inchausti, apostado en un rincón de una galería bajo un cofre de acrílico?
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