Alta Fidelidad. Enero: la incesante fundación de Buenos Aires
De una frase de Juan José Saer a una pizarra de un bar porteño a la que se le cayeron algunas letras, de una foto en un posteo a una pintura que dialoga con la imagen, sin saberlo: todo eso (y varias cosas más) suceden este verano en la ciudad de la furia
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¿Qué le habrá hecho escribir a Juan José Saer que febrero era el mes irreal? En Nadie Nunca Nada se ocupa en detallar que “(…) Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un grumo, en la siesta (…)” y lo repite varias veces más en ese estilo que es como el sigiloso movimiento del Tai chi chuan traduciendo la monumentalidad del tedio. Saer, desde Rennes, Francia, escribió siempre sobre una zona mental donde las ciudades de Santa Fe y Rosario escapan de la ciénaga del vértigo horizontal de la pampa gringa. Pero en Buenos Aires, la irrealidad parece sentirse un poco más a gusto en enero cuando las formas que se han evaporado vuelven de manera imprevista, sin que se las busque casi.
Sentado en una sandwichería que es lo que es (o lo que eran, así como había también whiskerías) no puedo evitar que vengan hacia mí las letras blancas de las palabras incompletas de esas pizarras (¿tienen otro nombre?) que reemplazaban a la carta o menú. Alargada, la cartelera ofrece opciones como en un crucigrama incompleto: “Milane a”, “Por on Heinik”. Las letras caídas de las pizarras de los bares al paso del centro porteño nunca volverán y para 2024 ya es milagroso contemplarlas aún ausentes, irreales…
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Posteo en Instagram la foto de la pizarra de un bar céntrico que es solo una barra con asientos individuales. Es un diseño que no atrae turistas, no le alcanza para ser notable, pero es intrínseco a nuestra cultura visual. El artista Martín Di Girolamo, cuya Monique hiperrealista recibía a los habitués de Filo en Retiro, observa en los comentarios que la foto sacada desde la barra que es en sí todo el bar se parece a las pinturas de una pintora que desconocía: Elena Blasco. Tampoco Elena Blasco hubiera sospechado que una fotografía tomada por el celular de un desconocido podría parecerse a sus pinturas. Pero así andan las imágenes, disueltas en la irrealidad de enero.
En su cuenta de Instagram, Elena Blasco expone la que sería su primera pintura de 2024. Es un óleo en el que el vidrio de un horno microondas refleja el interior de una casa, quizás el mismo lugar en el que está pintando y que podemos atisbar en el posteo que muestra el bastidor, dos sillas, los restos de una pintura, toda esa materia que queda por fuera.
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De esos restos, otra pintora, Silvia Gurfein hace pinturas. No meta pintura (pintura sobre la historia de la pintura) sino obras abstractas con pequeños restos de material. Es el revés de Blasco, todo lo que queda afuera es escena. No tenemos idea a que imagen contribuyeron estas formaciones minúsculas. Sus obras se pueden ver en la galería Pasaje 17 con el nombre Historia de la pintura imposible en un acto que vuelve a tocar la puerta de lo irreal. El espacio vidriado sin gente deja ver parte de la exposición pero todo parece suspendido, flotante. Hay que tocar un timbre y la puerta se abre. Nadie recibe. En el texto de sala escrito por Jimena Ferreiro se lee que “Gurfein siempre supo que lo visible aloja múltiples temporalidades, y que la historia de la pintura es parte de la cultura visual en su conjunto”.
El conjunto aquí entonces, enero en Buenos Aires, un mes tan irreal como el febrero de Saer. Una pizarra de bar a la que se le cayeron letras en la batalla estética contra la gentrificación; su foto en un posteo que se espeja en una pintura nueva, todavía haciéndose, también posteada dejando ver restos de la materia con la que otra artista inventó una forma. Concentrada, en un grumo, en la (casi) siesta.
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