Alta Fidelidad: en busca del casete perdido
La película “Mixtape La Pampa”, de Andrés Di Tella, aborda la historia migrante del director con la de su objetivo: el fantasma de William Henry Hudson, gaucho inglés y naturalista argentino
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Antes Ryüsuke Hamaguchi con Drive my car (2021), después el regreso de Win Wenders con Perfect Days (2022) y ahora, también, acá, Andrés Di Tella con la que el jueves fue presentada como su mejor película en una sala Lugones elevada como nunca a la categoría de templo por el clima de época. En Mixtape La Pampa, el nombre arriesga una pista, los casetes vuelven a ser protagonistas o, al menos, el soporte que atraviesa a los protagonistas. Ya fuera que los usen para repasar un guion de Chejov traducido al japonés; escuchar rumbo al trabajo canciones de rock clásico de los ‘60 y principios de los ‘70 o, en este caso, entreverar la historia migrante del director con la de su objetivo: el fantasma de William Henry Hudson, gaucho inglés y naturalista argentino.
Di Tella hace un camino inverso al de Hudson cuando aterriza adolescente en una Buenos Aires que le es extraña. Viene de Londres, el centro mismo de la cultura pop, pero es iniciado acá con las canciones que su amigo Javier le graba en un casette (BASF o TDK) como claves para entender Buenos Aires. ¿Pero qué claves eran esas? ¿Las de los herméticos Color Humano pidiendo una chica eléctrica; las de Spinetta viendo monos, nidos, platos de café; las de Pappo desconfiando de la vida; las de Moris y la historia del viejito con voz de mujer? Estas canciones grabadas en un casete eran más bien una forma de desentenderse de Buenos Aires. Aunque hoy nos suenen a tangos subrayaban la extrañeza de estar y no estar. Tal como le pasó a Hudson a fines del siglo XIX y al joven Di Tella hacia 1973 cuando sus padres regresaron de Inglaterra.
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Las razones por las que el cine de autor coincide en afirmar el paso y el peso de los casetes por la cultura popular de la posguerra en este tiempo de no-cosas me resultan insondables. Pero en las tres hay un señalamiento de ese objeto que cumplía la función de viralizar la música de aquellos que podían acceder a los discos de vinilo (o los traían de “afuera”) o de captar lo que solo sonaba en la radio. Y no era solamente lo que hizo Javier para Andrés, pasar de la bandeja giradiscos a una cinta lo que hoy se hace en una playlist de Spotify o You Tube. Sino todo el trabajo que iba desde la contemplación de los vúmetros en la oscuridad al esmerado arte decorativo puesto en el lomo y las tapas de los casetes virgen. Así les decían.
Devotos del rock progresivo, entonces, dedicaban horas a vestir a sus íconos con fibras de colores. La imaginería neoclásica, atravesada por la lisergia y la ciencia ficción, convertía a los jóvenes audiófilos en artesanos de una escuela perdida: las carpetas con fotos encintadas como momias, los cuadernos atiborrados de nombres escritos en liquid paper, las fabulosas reglas T del Industrial alzadas como espadas láser con los nombres y logos de los grupos en tinta Rötring. Todo un lenguaje estético cuyo punto de partida estaba en vestir a esos (casetes) vírgenes que solo traían una lámina en blanco con renglones. Y no es una ocurrencia del fin del mundo, no. De eso también se trata el libro Mix Tape: the art of Casette Culture (2005) escrito por Thurston Moore, el guitarrista de Sonic Youth.
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La primera vez que escuché música en Spotify fue en el taller de Guillermo Kuitca en Belgrano. Ya se había pasado al lado digital de la vida (al menos en la música) y Hendrix sonaba espléndido desde su computadora Apple. La plataforma sueca no había desembarcado aún en Buenos Aires y todavía, 2006, las entrevistas se grababan en casetes, mini casetes más bien.
Pero con Kuitca hablamos también del mismo tiempo en el que Di Tella buscaba entender la idiosincrasia argentina a partir del mix tape de su amigo Javier. Y el más conceptual de los pintores argentinos, el que había entrado en la escena global a principios de los ‘90, se reconocía un artesano fracasado en aquella legión de audiófilos. Reconocía que nunca había podido dibujar el logotipo del grupo Yes (obra de Roger Dean) con la destreza de sus compañeros del colegio secundario. Su voz, con esta historia, también se fue en mi limbo de casetes perdidos.
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