Alta Fidelidad. El peronismo, etapa superior de la ficción
"Es fake", me escribieron. Por un momento, en la velocidad vertiginosa de twitter, había creído que la imagen de Martha Argerich tocando la introducción de la marcha peronista en un escenario de Viena era, por lejos, el acontecimiento cultural del año. El posteo consignaba que a 65 años de su llegada a la ciudad imperial a través de los oficios del entonces presidente Perón, la pianista había decidido recordar la ocasión tocando el original de autor anónimo editado como "Los muchachos peronistas" (Orquesta y Coro del Teatro Colón) en 1955. Era cierto, al fin, que una Argerich de 12 años y su madre se entrevistaron con Perón a comienzos de 1954 y que la joven obtuvo luego un training trascendental de dieciocho meses con Friedrich Gulda. Pero no era real esa escena de Argerich de estampado floral volviendo para meter en un bis, en un ámbito erudito, una música de raíces plebeyas que alcanzó status de melodía de estado para, mutante, sobrevivir después en el songbook del fútbol. Fake y todo, había nacido una pequeña obra de arte digital que, a partir de una impecable edición, cruzaba el código del mashup (el montaje digital de músicas incongruentes) con el de las intervenciones del arte contemporáneo. "Los muchachos peronistas" entre Bach, Beethoven, Chopin, Liszt, Ravel, cualquiera de los clásicos que forman el repertorio de la sublime Argerich, es una idea revulsiva. Peronismo-ficción.
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Con Happyland (Sala Casacuberta, teatro San Martín), Alfredo Arias redescubre al peronismo como el espectáculo que lo había cautivado de niño y adolescente, una Argentina Sono Film diseminada en la realpolitik. Su nueva farsa, con ademanes de music hall, se centra en un personaje que nadie estamparía en una bandera: Isabelita. En la lejanía patagónica de la residencia El Messidor, donde fue recluida la primer presidente mujer del país tras el golpe del 76, Arias pergeña un encuentro surrealista y esperpéntico entre Isabel (Alejandra Radano) y Eva (Marcos Montes). La representación de Evita resulta a esta altura un género dramático en sí mismo: de la parodia corrosiva de Copi (con Arias como regisseur original) a la performance hollywoodense de Madonna. Happyland agrega una Eva drag que le sobreviene en sueños al personaje de Montes, ama de llaves de modales irascibles de El Messidor. "Callate tarada" le dice, palabras más palabras menos, Eva a Isabelita. Eva que es ahora un hombre travestido en una mujer neurótica que se sueña rubia, de rodete, con un largo vestido blanco y collar de perlas. Eso que Arias confundía de chico con una diva del cine (¿no lo era?), de la ficción.
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"Cuando yo era chico, en los primeros cincuenta, vivía en Pringles un artista pintor con ese prestigio ambiguo que se ganan en un pueblo los que practican actividades improductivas", escribe César Aira en el primer párrafo de Pinceladas musicales (Blatt&Ríos, 2019). El pintor de Pringles de Aira es el antiartista secreto del régimen. Se le desconoce obra alguna excepto el encargo de pintar los frescos de un edificio municipal conocido como "El Palacio", tarea que quedará, como suele suceder con los agonistas de Aira, en la nada. "La época justificaba las vacilaciones y dudas que postergaron el trabajo hasta diluirlo en la nada. El peronismo, entonces en el ápice de su hegemonía política y cultural (…) tenía una iconografía identificatoria difícil de soslayar", dice el autor. La llegada de la Revolución Libertadora encontrará al pintor de Pringles convertido en un anacoreta al que las explosiones de los combates aéreos aturden en medio de un bosque.
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Un bosque de la provincia de Buenos Aires con pájaros y flores, como las del vestido que usó Martha Argerich la noche que tocó la marcha peronista en un teatro de Viena, Austria.
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