Allí donde nada pueda dañarte
Uno sabe que ha vivido un poco y que ha madurado bastante el día que advierte, sin que se lo digan, que cada persona en este mundo libra una batalla interna, silenciosa y, la mayor parte de las veces, atroz. Ni la escala de esa lucha ni su ferocidad están sujetas a debate; en el cuarto oscuro y cerrado de nuestras desgracias nadie tiene licencia para opinar. En mi experiencia, sin embargo, toda cruz es despiadada, y hasta las almas aparentemente más felices, allí donde el telón cae, se enfrentan con su pesadilla privada.
No importa qué. Puede ser desde una crisis conyugal hasta una condición crónica e invisible, pero incapacitante; desde una tragedia reciente hasta la inquebrantable soledad del que se siente solo aunque no lo esté. Quien de verdad ha sufrido no juzga. Sabe que no elegimos nuestras sombras, y que un dolor insignificante repetido a diario, durante años, durante décadas, es tan demoledor como uno de esos puñetazos brutales que la vida te puede proporcionar cualquier día de estos, sin avisar y sin prepararte.
Dirán (me lo dicen a menudo) que veo siempre el vaso medio lleno. Pero sí, incluso sufrir deja un rédito. Nos vuelve más empáticos y comprensivos, porque solo somos capaces de entender aquello que hemos experimentado en carne propia.
Lo que no significa que uno tenga que estar flagelándose ni buscándose problemas. Significa que es poco probable que nuestra consciencia progrese sin padecimiento o sin turbulencia. Crecer duele, todos sabemos eso, de una forma u otra.
Significa asimismo que nunca podremos ver al otro en su verdadera dimensión, si seguimos creyendo que lo que percibimos es todo lo que hay. Debemos siempre suponer que esa persona carga su cruz, oculta y sellada por la timidez, la aprensión o el decoro, y actuar con la cortesía y la delicadeza que corresponden. Quién sabe si no estamos tratando con rudeza a alguien que, sin exhibirlo, llora mientras sonríe.
El que de verdad ha vivido no juzga el dolor ajeno. Ni ofrece sermones. Acompaña en silencio o nos da un abrazo, que es lo más cerca que dos personas pueden estar, y eso es lo que necesita el que sufre, no sentirse aislado.
De casi todos los libros sabios se desprende el mismo consejo, luminoso y brevísimo: en esta vida, la posesión más valiosa es la paz interior. Suena demasiado abstracto o frágil. Suena a algo que se va a evaporar tan pronto llegue el resumen de la tarjeta de crédito.
Pero no. La paz interior es un tópos, un lugar. Un lugar dentro de nosotros, al que podemos acceder solo si cerramos los ojos y lo convocamos. Descubrimos ese lugar a veces gracias a la fe, a veces por una súbita iluminación, muchas veces debido a un aluvión de puñetazos. Allí, por motivos misteriosos –pero que cada uno podría, haciendo un poco de arqueología en su propio pasado, desovillar– nos sentimos por fin a salvo de todo. Porque tenemos la consciencia tranquila, porque lo dimos todo y un poco más, porque fuimos íntegros.
Puede ser muchas cosas, ese lugar de paz. Una actitud, un escudo, una forma de rezar, una redención, una certeza; aunque más no sea, necesitamos esa certeza en este océano de inquietudes.
Buscamos constantemente muchas cosas. Le pedimos a la suerte amor, dinero y salud. Y está bien. Intentamos encontrarle el sentido a la existencia. O nos rendimos ante la evidencia de que el único sentido es buscarle el sentido. Pero de todos los deseos que podemos formular, uno solo es el que nos proporcionará la fortaleza y la paciencia para enfrentar los contratiempos y para justipreciar la dicha. Se llama paz interior y no proviene ni del amor ni del dinero ni de la salud. Pero no hay buena salud, amor bastante ni dinero suficiente, si en tu interior, a solas con vos, no podés cerrar los ojos y buscar ese refugio del alma. O es que el alma es en realidad el refugio, no lo sé.