Esta entrevista se publicó originalmente en LA NACION el 4 de diciembre de 2006.
Alicia Alonso avanza con los pies en primera posición y los brazos extendidos como alas que descansan en las manos de sus colaboradores. El paso es casi perfecto ("casi", solo porque ella descartará más tarde la mera posibilidad de la perfección). Vista de atrás, con su pelo negro recogido y esa mantilla extremadamente blanca, la prima ballerina assoluta ingresa a un salón de telones purpúreos y espejos fraccionados, y se sienta con el elegante cruce de piernas de una reverencia. La luz del sol entra por la ventana y ella parece buscar el calor de ese haz definido con la punta de la nariz y la mirada sostenida, a pesar de todo.
A los 85 años, la directora del Ballet Nacional de Cuba –cuerpo de baile que fundó en 1948 y consagró con los años en escenarios de todo el mundo– habla con los recursos de la poesía, recuerda escenas preciosas de su vida, repasa otras más dolorosas y garantiza el sentido de sus palabras con la expresividad de su rostro, con los gestos de sus manos. Quizá por ese imperioso deseo de ser comprendida es que antes de despedirse querrá su turno para preguntar: "¿Me has creído todo lo que te dije? Entonces me dejas feliz".
¿Retirarme de la vida? ¿Por qué? Si es lo que más sé, lo que mejor puedo dar, ¿qué más maravilloso que eso? Ser útil: ese es el alimento de la vida.
Pasó demasiado tiempo desde la última vez que esta figura del ballet anduvo por aquí. Aunque en 1998 la compañía de la isla bailó en el centro porteño, su alma mater habría cumplido 20 años de distancia con "esta ciudad maravillosa", según dice, de no ser por las presentaciones de la gira que comenzó hace un mes, con el impulso del Festival Internacional de Ballet de La Habana y que ahora la devuelve a la Argentina. "Es muy grande mi relación con Buenos Aires, porque en un tiempo el Ballet Nacional de Cuba (BNC) no pudo producir suficientes bailarines y entonces tuvimos mucha ayuda de argentinos. Además, he estado bailando, montando y trabajando con el Ballet del Teatro Colón, así que hay compañeros de hace muchos años aquí y un público muy lindo que siempre recordaré –hace una pausa y enfatiza– siempre".
Dignidad e inspiración
Luego de dos funciones en el Teatro El Círculo, de Rosario, ahora subirá al escenario del Coliseo un singular Don Quijote en versión completa y según coreografía de Alonso, Marta García y María Elena Llorente, sobre la original de Marius Petipa. "Creo que decimos un episodio de la vida del Quijote con mucha claridad, que todo el mundo lo puede entender y que lo bailamos con mucha fuerza, dándole un aire un poco más español que acentúa su personalidad fabulosa. Y luego están esos otros personajes muy graciosos, con sentido del humor grande", dice con entusiasmo este paradigma de la cultura hispanoamericana, que se apasionó con la tarea de revisitar los grandes títulos: Don Quijote, El lago de los cisnes, Giselle, La bella durmiente, Coppelia, El cascanueces. "Cuando se tiene la responsabilidad de una gran compañía, la base primordial son los clásicos. Si uno vence las grandes obras, está preparado para hacer cualquier estilo, y así está el BNC: bien preparado".
La responsabilidad es un atributo sobre el que Alonso vuelve en varias oportunidades. Cuando dice que su máxima aspiración es que su ballet sea "cada vez más digno de que le digan que es uno de los más importantes del mundo". Cuando piensa en el significado –por sobre la literalidad– del término "primera bailarina absoluta" y encuentra mucho más que un récord de tiempo con las zapatillas puestas (se mantuvo en escena hasta cumplir los 75). "Es un peso grande, un deber, enseñar todo lo que sé –resignifica aquella categoría–. Es poder compartir lo que tengo adentro, mis conocimientos. Tengo que dejarlos: es mi herencia al mundo del ballet".
No obstante, son incontables los reconocimientos que la protagonista de uno de los capítulos más voluminosos de la historia del baile recibió en los 75 años con la danza que celebra el mes próximo. Doctorados honoris causa aquí y allá; homenajes de la Unesco; órdenes oficiales en Europa y diferentes países de América Latina, incluida la española de Isabel la Católica y la José Martí, la máxima condecoración de su país.
–Entre tantas distinciones que atesoró en su carrera, ¿cuál es la que más satisfacción le causa?
–La del público. Es inolvidable ese aplauso, ese recibimiento, esas frases que le dicen a uno por dónde pasa ese reconocimiento del trabajo. Ese es el premio más grande.
Nació en La Habana el 21 de diciembre de 1920 como Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo. A los 11 años debutó en el escenario del Teatro Auditorium de La Habana y a los doce vistió el traje azul de La bella durmiente, que todavía hoy puede ver si se concentra. Luego, y ya instalada en los Estados Unidos, adoptaría el apellido de su marido, el bailarín y profesor Fernando Alonso, con quien, a los 18, tuvo a su hija Laura.
–¿Cómo recuerda su primera vez sobre las puntas?
–¡Ay, qué alegría! [Suspira y cruza las manos de un apretón.] Salía corriendo por el medio del escenario, gritando: "¡Mira, mamá! ¡Estoy parada en puntas!". Es más: costó trabajo poder bajarme, porque una vez que me puse mi primer par de zapatillas me acostaba a dormir con ellas, y cuando mi padre venía a darme el beso de la noche, lo oía renegar: "¿Es que esta niña nunca se va a sacar esos zapatos?".
Ese viaje en el tiempo que Alicia, la maravillosa, hace con fluidez la lleva a repartir anécdotas sobre ese militar que desconocía que su hija empezaba a hacerse grande en Nueva York, y la traslada, también, hasta el escenario de una "tragedia" que hoy recuerda como aprendizaje: su primera caída. "Era muy jovencita y estaba bailando el Claro de luna, de Beethoven. Yo era un rayito que se había escapado y bajaba corriendo por una escalinata, pero las muchachas que hacían de nubes se habían puesto talco para verse más blancas y, al sentarse en el piso, dejaron las manchas que me llevaron a caer de pancita. Me levanté, fui al centro y nunca me salieron mejores esas vueltas –se ríe Alonso, con muchas ganas–. Fue mi debut en la caída y me demostró que no eran solamente de belleza, sino momentos fuertes, los que vendrían. No lo voy a olvidar nunca; aprendí a reaccionar rápido a cualquier cosa".
Del resto, de la magnífica carrera de bailarina y coreógrafa que vino después, la historia es sabida. Tanto como que Giselle no solo le dio la fama sino la posibilidad de aunar dos pasiones: romanticismo y dramatismo; que una pérdida de la visión progresiva –cirugías mediante– la dejó casi ciega; que su Ballet Nacional de Cuba proporcionaría al mundo algo parecido a ese "arco iris de vida que es la cultura y ayuda a ver el futuro".
–Y su última noche como bailarina, ¿la tiene en mente?
–Dejé de bailar porque entendí que ya no podía hacerlo con el dominio de mi cuerpo al que estaba acostumbrada y que, por lo tanto, no era justo castigar al público. Pero no fue porque no veía: el escenario lo sabía de memoria. Nadie podrá entender lo que sentía bailando sin ver, porque fue muy duro, mucho trabajo, medir pasos, gestos, durante horas. Mis compañeros eran maravillosos, sabían que en tal lugar yo iba a terminar y yo sabía que ellos iban a estar ahí. El baile del final se lo debo a ellos.
–¿Piensa en algún momento dejar la danza?
–¿Retirarme de la vida? ¿Por qué? Si es lo que más sé, lo que mejor puedo dar, ¿qué más maravilloso que eso? Ser útil: ese es el alimento de la vida.
–Este mes cumple 86 años. ¿Le gusta festejar?
–Los cumpleaños, sí, pero la edad, no. ¿Sabe por qué? Porque si yo le digo que tengo 100 años, ¿usted me cree?
–No.
–Gracias. Así llegaré por lo menos a los 200.
¿Por qué la elegimos?
Histórica figura de la danza mundial, la cubana, que falleció en octubre a los 98 años, volvía a la Argentina con su emblemática compañía tras dos décadas de ausencia. Con la solemnidad de una deidad, recibió a la nacion en un salón con aire de templo y revisó su vida desde joven, cuando empezó la ceguera con la que convivió medio siglo en el escenario.