Alice Munro: el egoísmo de una rebelde puritana
Cuando aún no había ganado el Premio Nobel y pocos lectores la conocían en la Argentina, adncultura entrevistó a la escritora canadiense en su casa en Ontario. Ya había anunciado que dejaría la escritura, pero reincidió. La historia de su vida, y su preferencia por el cuento como género literario
Este pequeño pueblo perdido en el campo del oeste de Ontario ("el más lindo de Canadá", según dijo la reina de Inglaterra en su última visita) tiene dos celebridades. Una vaca de dos cabezas, que murió, fue embalsamada en el museo rural y se convirtió en una especie de atractivo turístico del que los pobladores se sienten tan orgullosos que, apenas se encuentran con un forastero, le preguntan si ya vieron esa curiosidad biológica. La otra celebridad es la escritora Alice Munro, "nuestro Chejov" para los habitantes del frío país del Norte, que también preguntan a los visitantes, como en el caso de la vaca, si ya la vieron. A pesar de su fama de ser la más esquiva de las escritoras esquivas (alguien que no sólo rehúye todo contacto periodístico y –ni qué hablar– toda actividad de promoción de su obra, sino que también llega a disculparse ante cuanto festival literario quiera honrarla con tal de no aparecer en público), cuando uno la visita en sus tierras resulta ser una señora de lo más sociable. "¡Alice, querida!", la saluda la conductora del coche que viene a buscar a esta redactora para llevarla al aeropuerto, mientras se suma a la mesa de la autora para intercambiar con ella historias de perros y cultivos. "¡Alice, querida!", la saludan los dueños del único restaurant del pueblo, quienes le han reservado su mesa con un gran libro de su autoría para que todos sepan que Munro está por llegar. Y si bien nadie soñaría con ocupar ese rincón privilegiado, varios comensales se acercan a preguntar por la familia y charlar un rato con "Alice, querida".
Sin embargo, y a pesar de que la disfruta, Alice Munro no tiene demasiado tiempo para la vida comunal: después de sacudir el ambiente literario y a sus cientos de seguidores de todo el mundo con el anuncio de que La vista desde Castle Rock sería su último libro, se arrepintió y ha vuelto a escribir. "Juro que lo intenté", suspira mientras pide media ración de wok vegetal. "¿Has notado el sobrepeso de la mayor parte de la gente por aquí? Es un problema y no lo entiendo, porque es gente de campo muy trabajadora, nada sedentaria", dice con coquetería, consciente de su figura perfecta. Antonio Muñoz Molina la definió como una mujer que, cerca de los 80 años, no es que haya sido una belleza sino que es una belleza, y es difícil no darle la razón. "Cuando dije lo de abandonar todo –insiste Munro, vestida con sedas orientales estampadas y aros colgantes a tono, todo muy distinto de los pantalones y remeras del resto de las mujeres del lugar– sinceramente lo creía. El trabajo me estaba resultando demasiado duro y pensé que había llegado la hora de llevar la vida de una señora normal. ¡Y lo hice! Por unos seis meses. Salí a almorzar con amigas, me dediqué a la jardinería, a la caridad… fue horrible. Después me di cuenta de que ya no sirvo para una vida normal: he escrito tantos años que no sé hacer nada más."
Munro, nacida en un pueblo cercano en 1931, en una familia de granjeros, estrictos presbiterianos que inmigraron de Escocia, escribe desde su adolescencia, y pasados los 20 años, estaba casada con su primer marido, con dos bebés, un tercero en camino y una carrera literaria avanzada. "Los bebés dormían la siesta, quisieran o no, y entonces yo me ponía a escribir. No estaba pensando en ellos. Estaba pensando en mí. Quizá habrían sido más felices si yo les hubiese dedicado más tiempo a ellos y menos a mi literatura, no lo sé. Pero para mí no era una opción, sentía que tenía que luchar por ese espacio propio donde no era ni mujer ni madre. Hoy, como si los bebés estuvieran durmiendo la siesta, todavía me escapo al mismo sillón donde desarrollo mi vida espiritual. Pero ya no soy joven. Un tema duro que debemos afrontar los artistas y escritores cuando llegamos a una edad avanzada es ver que nuestros poderes intelectuales o creativos se debilitan. ¿Qué hace uno entonces si no escribe? Yo no pude encontrar la respuesta", subraya.
Desde entonces su producción ha sido notable y es candidata al Nobel. Munro, que vive en Clinton, pueblo aledaño al de Goderich, con su segundo marido, el geólogo Gerald Fremlin (de su primer marido, James, tomó el apellido pero se divorció en 1972), tiene en su haber una docena de libros de cuentos cortos, entre los que se destacan Amistad de juventud, El amor de una mujer generosa, El progreso del amor, Secretos a voces, Escapada, Las lunas de Júpiter, La vista desde Castle Rock y Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, y un ciclo de cuentos encadenados, Lives of Girls and Women, que algunos consideran una novela. Además es autora de cuentos que salen en The New Yorker, The Paris Review y el Atlantic Monthly.
Su próximo libro, adelanta, se llamará Demasiada felicidad. "Tengo casi todos los cuentos listos, espero que los lectores no los encuentren demasiado lúgubres. Yo no los pensé de esa manera y he escrito algunas historias en que los personajes tienen romances inesperados, ¿a quién no le gusta un final feliz? Pero, por lo que yo sé de la vida, ésta siempre es dura".
El título del libro es el de uno de los cuentos que incluyó, una narración de la vida de Sonia Kovalevski, célebre matemática y novelista rusa del siglo XIX. "Estaba buscando en la enciclopedia otra cosa –confiesa– y encontré la historia de esta mujer, que me fascinó. Murió apenas pasados los 40 años, después de una vida trágica y dura porque, si bien todos la festejaban por ser tan brillante y tan linda, no la dejaban enseñar en casi ningún lugar de Europa por ser mujer. Murió por una causa tonta, algo como una neumonía que se pescó volviendo de una fiesta, pero había logrado comprometerse con el hombre tras el cual había estado durante mucho tiempo. Sabía que él la iba a hacer sufrir pero también, que le iba a permitir seguir siendo matemática y que respetaría su actividad. Por eso sus últimas palabras fueron ‘Demasiada felicidad’. Empecé a escribir sobre ella y no pude parar, el cuento es de casi setenta páginas. Pero, bueno, el cuento largo es el formato que me resulta más natural".
–¿Es muy distinta la escritura de cuentos de la de novelas?
–No tengo idea. Adoraría escribir ahora una novela, pero el cuento resulta la forma en la que me siento cómoda. Yo siempre pensé que iba a ser novelista. Me decía que cuando mis chicos fuesen grandes y yo tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. El cuento estaba determinado por el largo de las siestas de mis hijos… Pero después resultó que ésa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa. Igual, las novelas que más me gustan son las cortas. Mi marido está releyendo el Ulises, libro grueso si los hay, y todas las noches, cuando me lee un poquito, pienso: "Qué audaz soy, cómo tengo el coraje de llamarme escritora cuando alguien escribió esa maravilla". Pero supongo que hay que seguir adelante con lo único que uno sabe hacer, ¿no?
–Lo primero que llama la atención al leerla es la complejidad d e los temas que despliega detrás de una prosa aparentemente simple, ¿es eso a propósito?
–Una idea sólo me interesa si tiene alguna complejidad moral, si tiene varias aristas. No es que me guste crear personajes que estén reflexionando sobre problemas morales, pero sí marcar cómo de las decisiones que uno toma, uno se puede arrepentir tiempo después. Al mismo tiempo pienso que hay momentos en la vida en los que hay que ser egoísta a un grado tal que, luego, de mayor, uno pueda condenarlo. De eso se trata ser humano…
–¿Y hasta qué punto son autobiográfi cas estas historias complejas que escribe?
-La vista desde Castle Rock es autobiográfica. Me parecía que volver a mis orígenes para la que creía que sería mi obra final era cerrar el círculo y me gustaba la idea de aprovechar el hecho de que mucha gente había escrito en mi familia. Hubo una revolución en el protestantismo en Escocia, que puso énfasis en la lectura individual de la Biblia. Por eso, a pesar de ser campesinos, mis antepasados tenían cierta cultura literaria, iban anotando lo que veían y llevaban diarios de viaje. Jamás hicieron ficción. Escribir sobre lo que uno pensaba hubiese sido visto como una forma de vanidad.
–¿Y usted lleva algún tipo de diario?
–Jamás. No tengo energía literaria que me sobre. Siempre me sorprendió que Virginia Woolf tuviese tiempo para llevar un diario además de escribir novelas y ensayos. No puedo entender cómo se las arreglaba. Claro que las mujeres inglesas de esa generación tenían servicio doméstico, algo que en Canadá nunca existió, la gente trabajaba todo el día –hombres y mujeres– en pequeños campos que no eran muy generosos. Mi gente es muy diferente de los norteamericanos porque no eran ambiciosos, eso estaba muy mal visto. Había una fuerte ética del trabajo pero no para hacer dinero, que era considerado vulgar, sino como parte de un puritanismo. Era una cuestión de honor vivir en una casa vieja, pero nunca tener que pedirle nada a nadie. En mi familia no eran fundamentalistas religiosos, pero cualquier cosa que llamase la atención hacia uno mismo era considerado un pecado terrible.
–Usted es extraordinariamente linda y seguro que llamaba la atención de joven. ¿Eso también era condenado?
–Ya no soy linda, estoy llena de arrugas, debería tomar medidas al respecto pero leí que se acaba de descubrir algo terrible sobre el botox y puedo ver a mis ancestros presbiterianos diciéndome que si uno es vanidoso y trata de llamar la atención, cosas muy malas le van a pasar… De chica yo no entraba en los cánones de belleza de la época. Era a fines de la década del 40 y la moda era ser una cosita adorable, frívola y divertida, y yo era demasiado seria. No me sentía superior por saberme más inteligente que las otras chicas. Sufría por no ser popular y, en casa, se burlaban de mí por no tener novio. Pero no me desesperaba porque sabía que iba a salir de allí y que me vida iba a ser distinta.
–¿Se siente heredera de Katherine Mansfield?
–Amo a Katherine Mansfield, la leí muy joven, cuando estaba embarazada de mi primer bebé, y cada tres o cuatro años releo sus cuentos. No sé cuánto afectó mi forma de escribir porque todo lo que uno lee deleitándose lo afecta. Admiro cómo hilvana distintas historias de una manera que parece muy fácil y natural, pero que con seguridad fue difícil. Es una de mis escritoras favoritas, una inspiración.
–Usted escribe sobre mujeres fuertes, ¿siente que puede ponerse en la cabeza de los hombres también?
–No puedo ponerme en la cabeza de los hombres por una simple razón: nunca voy a poder sentir, como ellos, que lo más natural sea que todo gire alrededor de mi trabajo y mis intereses. Una mujer de mi generación no podía ni pensarlo. Recuerdo una entrevista al escritor irlandés William Trevor, a quien admiro mucho. El periodista contó cómo la mujer de Trevor entró con una bandeja con té y masitas mientras ellos hacían la nota. ¡Ese egoísmo para mí es impensable! Yo escribo en un costado de la mesa, atiendo el teléfono si suena. Supongo que para tu generación será distinto, pero para la mía esa parte de la mente del hombre, esa seguridad de que lo que hace es importante, siempre va a ser inalcanzable.
–¿Ve las series de televisión sobre mujeres actuales? ¿Qué opina?
-Mujeres desesperadas me resulta ofensiva por el grado de riqueza que exhibe. De nuevo, el presbiterianismo me lleva a condenar ese tipo de despliegues. También vi Sex and the City, hay un capítulo en el cual la protagonista de una belleza menos convencional, una abogada, ve a un hombre en la ventana del edificio de al lado y empieza a desnudarse para él, pensando que él estaba montando un show para ella también. Pero luego se lo cruza en el supermercado resulta que él es gay y que toda la escena de seducción se la estaba haciendo para el muchacho que estaba en la ventana de un piso superior. Es una historia que dice bastante sobre cómo nos enamoramos de alguien por su sonrisa y su cuerpo bonito y no sabemos leer las señales de que todo está en nuestra cabeza. Pero el resto de la serie me pareció bastante predecible, basada en esa idea de encontrar un hombre que lo sea todo, un matrimonio que lo tenga todo: intelecto, sexo, amor. Y eso es imposible. La solución es encontrar un buen balance
–¿Eso es lo que les enseñaba a sus hijas?
–Lo único que traté de inculcarles fue que no pusieran todas sus esperanzas, todos sus sueños, en un hombre, lo cual es triste e hipócrita porque yo nunca seguí esa regla.
–¿Es feliz cuando está escribiendo?
–No lo sé. ¿Una patinadora profesional es feliz cuando está patinando? Es un trabajo duro, pero es lo que sabe hacer. Sé que soy feliz cuando me viene una idea y puedo ponerme a trabajar de manera estructurada, y sé también que no soy muy buena tomando vacaciones o haciendo fiaca. Entonces, en mi tiempo libre lo que hago es manejar por el campo con mi marido, que es geólogo y geógrafo, identificando cosas del paisaje. Ésa es una ocupación concreta, muy buena para mí, y además mis libros tienen mucho sobre el campo y los paisajes, así que siento esos paseos como parte de una investigación previa a la escritura. Saber que esas excursiones después me van a servir para mi literatura hace que me relaje y las disfrute como algo que un poco cuenta como trabajo, que así está justificado. Con lo cual vuelvo a esta marca que me dejó el presbiterianismo, supongo.
–¿Qué conoce de la literatura latinoamericana o en castellano?
–Conozco y he leído bien a Borges porque todo el mundo lo ha hecho. También a Javier Marías, porque armó en una isla una orden de escritores y a mí me nombró la duquesa de Ontario, gracioso, ¿no? He mantenido correspondencia con él y me gusta su forma de escribir, fría. Conozco mucho a Alberto Manguel y he leído a Vargas Llosa, García Márquez. Pero de todos los países latinos el que más me fascina es Brasil. Amo a Elizabeth Bishop, una escritora estadounidense que vivió durante su infancia en Canadá y escribió sobre Brasil. Cuenta historias en las que a los personajes se les rompe el auto o tienen problemas matrimoniales. A mí, que Brasil me parecía el colmo de lo exótico, me encantaba pensar que podía haber allí gente corriente con vidas y problemas corrientes.
–¿Tiene algún placer secreto?
–No sé si es porque me sigo rebelando contra la educación puritana, pero amo la ropa, salir de shopping y tener un almuerzo como éste que sea una excusa para arreglarme en medio del campo. Pensá que durante treinta años cociné cada bocado que mi familia y yo nos poníamos en nuestras bocas. Cuando nadie mira, devoro Vogue, pero los precios me parecen indecentes. Antes, cuando podía, me escapaba a Toronto a ver vidrieras. ¡Qué vergüenza! No sé si Eudora Welty se la pasaría pensando en este tipo de cosas. Al menos estoy segura de que Katherine Mansfield sí lo hacía, y ya les conté que fue una gran inspiración, ¿no?