Alfredo Hlito, los cien años de un artista con mitología propia
El Museo Nacional de Bellas Artes exhibe más de un centenar de piezas creadas por el pintor argentino en la segunda mitad de la década de 1960
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La universalidad, requisito necesario de toda poesía, sólo es posible en los tiempos modernos para quien pueda crearse una mitología a partir de su propia limitación. Esta constatación del filósofo F. W. J. Schelling -casi una exigencia- parte de una presunción que nace de Homero y se confirma en Dante Alighieri y su Commedia; es decir, es una justificación filosófica de la literatura (elevada a condición de todo arte) para justificar la filosofía, cuyas ideas son el correlato de los mitos. Cuesta acomodar este mundo arquetípico de la mitología (ya sea el de Homero o el de Dante) a la pintura; no es cosa de que la pintura represente mitos sino de que ella misma lo sea, y lo es, realmente. Hay una mitología del color (Tiepolo, Yves Klein), una mitología geométrica (Durero, Kandisky) y podrían enumerarse más.
Hacia la segunda mitad de la década del sesenta, Alfredo Hlito creó una mitología, cuya invención mayor fue lo que él llamó “efigie”. Organizada para conmemorar el centenario del artista, la muestra del Museo Nacional de Bellas Artes Alfredo Hlito: una terca permanencia, con curaduría de María José Herrera, se concentra ahora obsesivamente en esos años de efigies. La efigie -por lo menos en su origen latino- es retrato y es sombra, identidad y borramiento de la identidad, del mismo modo que los dioses griegos de la mitología no sienten tal o cual pasión, son tal o cual pasión, y al serlas, pierden espesor pasional porque ya no sienten nada. Hlito lo sabía y lo dejó por escrito en una anotación del 29 de noviembre de 1990: “Es necesario darse mitos, aunque sean voluntarios”.
¿Pero qué son y de dónde vienen las efigies? ¿Puede venir de alguna parte el mito, o es más bien el mito el punto por el que se llega a otra parte? Podría responderse, para hacerle justicia al artista, que el mito (la efigie y sus multiplicaciones) viene de un lugar que no es todavía el mito. Volvamos a los sesenta; más precisamente al último tercio de la década, cuando Hlito vivía en México. Lejano ya el programa invencionista al que había adherido, el artista empezó a hacer esas efigies de carácter intensamente figurativo. En algún momento, decía, surgió la idea de reunir varias de esas efigies en una composición.
Contó Hlito en un texto recopilado póstumamente en el libro Dejen en paz a la Gioconda (texto que es el borrador de “El iconostasis”, artículo publicado en la revista Correo de Arte en mayo de 1978 y recogido después en Alfredo Hlito: Escritos sobre arte): “Debo enteramente al azar haber pasado de la etapa al proyecto. Hojeando un antiguo número de la revista Sur volví a dar con un artículo sobre pintura rusa de los siglos XIV y XV que muchas veces había pasado por alto y que esta vez me decidí a leer. Trataba sobre íconos… pero también se hacía mención de algo llamado iconostasis y esto sí me llamó la atención. El iconostasis es una especie de biombo o retablo de grandes dimensiones, totalmente cubierto o formado de íconos. No es una simple agregación, está visiblemente organizado en función de una imagen central de mayor tamaño e importancia simbólica”. Así, con ese principio y esa jerarquía, nació su serie de Iconostasis de finales de la década de 1970 y de principios de la de 1980.
Ese “antiguo número” de la revista Sur es el 138, de abril de 1946, y la autora del artículo se llamaba Vera Macarov. Ya en el principio, Macarov propone que los íconos “no son cuadros religiosos que ilustran o narran acontecimientos de las Escrituras, sino más bien una traducción plástica de dogmas inmutables”. El caso más extraordinario, por supuesto, es el de Andrei Rublev. Su pintura de la Santísima Trinidad tiene por “tema” la visión de Abraham, a quien se le aparecieron tres ángeles bajo el aspecto de viajeros. Pero todo es aquí simbólico: las tres figuras con el mismo rostro. Más todavía, Rublev acierta con un símbolo de un arte en que no existen individuos definidos y todos son en realidad repeticiones de modelos. Escribe Macarov: “Es poco decir que sea idealista; es trascendente. No hay en ella naturaleza material: ni día, ni noche, ni espacio, en el sentido humano, ni tiempo”. La frase parece escrita para las efigies de Hlito.
La narración era más propia del arte antiguo y, posteriormente, del Renacimiento. Pero aquí no hay anécdota alguna, aun cuando podamos identificar bien claramente cuál es el episodio representado. Fue ésa la fundación del mito según Hlito; el mito del que el artista hizo una manifestación epifánica sin anécdota, porque las efigies son el correlato de una certeza del artista, la de que la pintura tiene como requisito que su tema sea la pintura misma. La muestra del Bellas Artes incluye también varios trabajos de la serie Simulacros, apenas anteriores en su origen a las efigies. Esta inclusión es reveladora en la medida en que, en la poética de Hlito, el simulacro es una variedad primigenia de la efigie. En cierto modo, las efigies de Hlito podrían estar en algún lugar intermedio entre las estatuillas cicládicas y los iconos bizantinos, si no fuera porque los resumen.
Una vez constituido su personaje sin persona -la efigie- Hlito desplegó un arte combinatoria. En ocasiones podía tratarse de la repetición (como en el biombo colmado de iconos), salvo que, en lugar de repeticiones, lo que hay es “variación en la uniformidad, pero sin discrepancias”. Hlito luchó siempre para que las efigies no se le estancaran. Los frisos son el caso más evidente de uniformidad sin discrepancias, como Friso II (1985) y Friso III (1986). Un poco posteriores, las Efigies con zócalo preparan la introducción de la anécdota, aunque se trata más bien de acontecimientos bíblicos. Efigie yacente, Ocaso (1990) es una alusión a Cristo muerto, del mismo modo que en Ciudad lejana (1992) se oyen (como si el eco pudiera ser visto) los versículos hacia el final del Apocalipsis (21,2): “Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo…”, y esa ciudad parece en la representación de Hlito hecha también de efigies acopladas. No hay nada narrado porque no hay nada dicho en imágenes; son traducciones visuales que no admiten volver a la palabra. No admiten volver pero la necesitan: Hlito sabía que no hay obra de arte sin palabras que la precedan o que la sigan.
Para agendar
Alfredo Hlito: una terca permanencia: Museo Nacional de Bellas Artes (Av. del Libertador 1473). De martes a domingos, hasta el 15 de octubre.