Alejo Carpentier, entre la historia y el mito
Se han cumplido cien años del nacimiento del gran escritor cubano cuya obra, marcada por el estilo neobarroco de una prosa lujosa y musical, sentó las bases de lo que sería el boom de la literatura latinoamericana. Su adhesión a Fidel Castro, del que fue funcionario, no alteró su estética, en la que prevalecen los valores literarios sobre la ideología
El prestigio literario que ostenta Alejo Carpentier pareciera alejarlo de las simpatías -o antipatías- que se crean alrededor de los escritores de fuerte compromiso ideológico. Pocos supieron como él deslumbrar por el peso de una narrativa cuyos signos son la presencia latinoamericana y, casi en estrecha relación, el cultivo de una estética barroca. Lo primero elude la paradoja de un autor que, en cierto modo, estuvo más cerca de lo europeo que de lo americano: vivió en París por más de 40 años. Lo segundo, la estética neobarroca, es aquello que lo torna inconfundible a la hora de exponer sus méritos. Fue Carpentier -aunque también hay que citar por cierto a Miguel Angel Asturias- quien sentó las bases sobre las cuales habría de erigirse luego el fenómeno del boom de los años 60. Es mucho lo que heredaron de él García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa y el propio Juan Rulfo.
Alejo Carpentier, que había nacido en La Habana el 26 de diciembre de 1904, conoció la cárcel a temprana edad por su oposición a la dictadura de Gerardo Machado. Fueron siete meses, cuando aún no tenía 20 años, que le hicieron pensar en el exilio como en algo inevitable. Su destino no podía ser otro que Francia, el país natal de su padre. Allí llegó gracias a la ayuda del poeta Robert Desnos y, al poco tiempo, estuvo en contacto con los surrealistas, sobre todo con André Breton y Jacques Prévert. Pero, sin duda, su mirada literaria estaba en otro lado: entre idas y venidas de París a La Habana fue encontrando el tono de sus textos, un tono unido a la experiencia del lenguaje y a la nostalgia por la cultura latinoamericana.
De lo telúrico a lo universal
En el prólogo a El reino de este mundo (1949), una de sus obras más significativas, inspirada en un viaje que había hecho a Haití en 1943, aparece el sustento de su teoría sobre lo real maravilloso, teoría que, no obstante la innovación, bucea en la realidad con áspera dureza. Parte del éxito de El reino de este mundo se debe a que su contenido resulta de la simbiosis entre la verdad histórica y la ilusión de olvidar los hechos para dar figura humana a los mitos. En medio de las tradiciones haitianas, tienen lugar varios episodios insólitos que, a la vez, sirven para comprender mejor la realidad americana. En efecto, lo real maravilloso no surge de la distorsión, sino que, en el decir del propio Carpentier, "se encuentra a cada paso en las vidas de los hombres que inscribieron fechas en la historia del continente".
A partir de El reino de este mundo, la mirada literaria de Carpentier ya era más que una concepción estética. Había en él un modo de escribir capaz de incorporar, además de tradiciones culturales, una inventiva certera para poner un punto de inflexión a la historia novelada y crear un espacio de narración viva. Su variada formación y sus múltiples intereses (la arquitectura, la música, la historia, el periodismo, las letras) le permitieron crear un mundo literario signado por la inquietud de quien ansía conocer.
En su tercera novela, Los pasos perdidos (1955), las nacientes del río Orinoco llenan el paisaje alrededor del cual se mueve el protagonista, un musicólogo que viaja a Venezuela a pedido de una universidad americana. Se le ha encargado la tarea de hallar, en la reconstrucción de otras identidades, algunos instrumentos musicales de valor genuino. La novela está escrita en primera persona, en forma de diario de viaje y el nombre del protagonista no se menciona. La intensidad se centra en el desarrollo de un viaje cargado de símbolos, alegórico, cuya perfección reside en la regresión del viajero a sus orígenes.
Si bien Carpentier muestra en sus obras la voluntad de prestar atención a lo americano, lo cierto es que su literatura expresa un característico rasgo cosmopolita: la necesidad de descubrir en los seres humanos destinos comunes. Incluso en Visión de América, donde se revela su orgullo de ser latinoamericano, existe una singular manera de ir de lo telúrico a lo universal. Cuando sale de su trinchera política, logra que sus ensayos se lean con el interés que merece todo análisis sobre la condición humana y afirma sus dotes de prodigioso ensayista, al margen de los vaivenes políticos, que en verdad no faltaron.
La modernidad cuestionada
Octavio Paz, refiriéndose a Borges, dijo que sus cuentos debían leerse como ensayos y sus ensayos como cuentos. Carpentier, por su parte, fusiona ambos géneros desde el ejercicio intelectual combativo, con predominio de la tensión narrativa y de la cotidianidad. La desolación del hombre es para el autor cubano un modo de exclusión social que, además, tiene raíces en la angustia de no comprender lo que verdaderamente pasa en el mundo. Sus historias exhiben la lucha entre una modernidad que avanza y una realidad que, en muchos sentidos, se vuelve primitiva.
Los personajes de Carpentier, señaló Fernando Alegría, "representan a un hombre que está consumido por el vacío espiritual y la espantosa presión que genera la decadencia del mundo moderno". Y eso vale tanto para los personajes sin ética como para las víctimas. En El recurso del método, se advierte la forma sutil en que Carpentier crea a un tirano cerebral, cuyo cinismo es el de alguien que extiende su acción a un sistema. Lo real maravilloso opera allí como descubrimiento y ausencia al mismo tiempo: el tirano está, sus actos son abyectos, pero nada es más cierto que el poder abstracto que envuelve la historia del continente. Sólo queda seguir buscando, luego de releer sus páginas, en un argumento que no se disuelve, el origen de signos autoritarios que aún hoy continúan latentes a través de resabios.
Este es un tema en la obra de Carpentier, quizás un hito divorciado de su personalidad pública, más cercana a las contradicciones. Sin esquivar ninguno de los problemas de su tiempo, hubo en él una adhesión directa a la aventura latinoamericana, utópica, que al cabo resultó un lugar común entre los escritores del boom. Como se recordará, la novela de dictador creó una corriente -El Señor Presidente, de Asturias; Yo, el Supremo, de Roa Bastos; El otoño del patriarca, de García Márquez- que expresó la voz de resistencia de más de una generación.
El exilio, la lealtad a las utopías y el rechazo a una modernidad de exclusión condujeron a Carpentier y a otros autores a pergeñar un universo literario, en algún punto, bastante efectista. Como lo era también el estilo neobarroco, que servía para proyectar en la escritura la exuberancia de los acontecimientos.
Imágenes míticas
No es posible analizar la obra de Carpentier sin referirse a su transfondo, tanto lingüístico como temático. A su escritura de orfebre que mide cada sustantivo, que compara cada adjetivo, se suma la pluralidad de temas: la religión, los mitos, la problemática social, la soledad, la naturaleza virgen, la rutina, los pesares de tener que sobrevivir a la pobreza.
De regreso a Cuba, en 1959, Carpentier ahondó estas inquietudes y compartió las ideas que entonces predominaban en los grupos culturales en los que había hecho, décadas atrás, amistades como las de García Lorca y Pedro Salinas. Si bien El reino de este mundo y Los pasos perdidos habían dado clara cuenta del valor de su novelística, el regreso en 1959 lo llevó a un primer plano. La historia turbulenta de su país le fue favorable: oficialista por decisión, vicepresidente del Consejo Nacional de la Cultura, sus primeras novelas ganaron espacio. Luego del éxito, en 1958, de su libro de relatos Guerra del tiempo, se publicó en 1962 El siglo de las luces.
Puede decirse que la cultura de los años 60, con el carisma de la palabra revolución, encontró a Carpentier en el lugar exacto y ubicado como uno de los intelectuales más reconocidos. Su labor, desplegada en sus libros y en los cargos oficiales, lo llevó a ser, desde 1966, diplomático en París, donde murió en 1980. El regreso, por motivos tan distintos, a Europa le permitió escribir con suficiente tranquilidad. Sumó a sus obras ya celebradas por la crítica, otras novelas de gran importancia: Concierto barroco (1974), basada en un viaje que sortea el tiempo y pone al lector en la Europa del siglo XVIII; El recurso del método (1974), incluida en la tradición del boom; La consagración de la primavera (1978), voluminosa novela que anida en la Guerra Civil española y se extiende hasta la Revolución cubana y El arpa y la sombra (1979), cuyo protagonista no es otro que Cristóbal Colón.
Vasto mapa de una narrativa inspirada en la realidad latinoamericana pero atravesada por imágenes míticas, casi todos los textos de Carpentier dejan ver cierta pasión por lo misterioso, detrás de situaciones y actos desmedidos. Este universo mítico está construido alrededor de los sueños latinoamericanos, aunque se sustenta en una elaboración rigurosa y sutil del hombre.
Basta tomar El arpa y la sombra, su última novela, y advertir cómo este libro surgió del rechazo que sintió Carpentier ante el libro de León Bloy, escritor católico que promovió la beatificación del Almirante y, sin más, su paralelo con Moisés y San Pedro. Carpentier vio en esto las huellas de un mito y empezó a trabajar la increíble aventura exterior e interior de Colón, hasta arribar a la confesión íntima del navegante en los últimos momentos de su vida. El texto, además, reúne múltiples puntos de vista, ya que en él convergen las voces de los personajes y así se crea un clima fragmentado, un ambiente de conjura. No se trata de una novela histórica sino de la historia de un hombre que deserta de ser protagonista: la proximidad de la muerte acerca a Colón a ver más de sus debilidades que de sus hazañas. La desmesura de los mitos refleja la historia de América latina, y Carpentier descubrió que, en el trazo firme y oculto del sentimiento americano, como en su idiosincrasia, había un insoslayable caudal literario.
Alejo Carpentier construyó una valiosa narrativa que, en 1977, mereció el Premio Cervantes. Rozó, al igual que Borges, el codiciado Nobel como permanente candidato. Tarde o temprano, descreyó de la literatura deudora de ideologías, acaso porque su novelística se debe a una escritura asida a la creación y a la experiencia estética.