Alejandro Zambra: “La lucha contra la dictadura del tiempo cronológico es la única causa que nos representa a todos”
La paternidad tardía, la lectura y los juegos con el lenguaje desde la infancia, la búsqueda creativa y el rol clave del editor en su carrera, temas de conversación con el escritor chileno, que publicó este año “Literatura infantil” y “Un cuento de Navidad”
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Son las seis de la tarde en México (las nueve de la noche en la Argentina) y el escritor chileno Alejandro Zambra aparece en la pantalla, a través del Zoom, despeinado y con cara de cansado. Está en la oficina de su casa, en la ciudad capital, donde vive hace seis años junto a su pareja y su hijo. A ellos (Jazmina y Silvestre) les dedicó su libro Literatura infantil (Anagrama), una serie de relatos atravesados por la experiencia de la paternidad.
Hace un mes llegó al país su título más reciente, Un cuento de Navidad, publicado por el sello mexicano Gris Tormenta, en su original colección Editor. En ambos, el autor de Poeta chileno y Formas de volver a casa muestra a los lectores algo de su particular proceso creativo de escritura: las dudas, los abandonos y los rescates de las historias, sus ideas sobre la literatura y la relación entrañable con un personaje fundamental en su carrera, el editor chileno Andrés Braithwaite, quien le dio la primera oportunidad de hacer reseñas literarias en el diario Las últimas noticias, de Chile, antes de convertirse en escritor profesional.
-Los dos libros se conectan no solo por el peso de la figura paternal (padre en un caso, maestro en el otro) sino también por la decisión de dejar al descubierto la trastienda de la escritura. ¿Fue una búsqueda intencional?
-Es cierto que ambos libros están vinculados por la figura paterna: el editor de Un cuento de Navidad es un maestro, ocupa el lugar de la autoridad. Pero también se vinculan por una construcción del tiempo, el tiempo de la amistad, del amor, de la crianza, de la literatura. Creo que la lucha contra la dictadura del tiempo cronológico es la única causa que nos representa a todos. La búsqueda de una cotidianidad más plena.
-¿Querías mostrar la “cocina”?
-No lo había visto así, pero esa descripción me refleja porque escribir es una labor doméstica. Cuando los escritores salimos al público le hacemos un favor flaco a la literatura porque aparecemos con el libro terminado. Luego viene el trabajo de promoción y difusión que son cuestiones finalmente muy ajenas al proceso literario. La verdad es que la escritura es un devenir cotidiano de ensayo y error. Me gusta enfatizar que escribir es escribir mal; para escribir bien hay que ensayar. Me interesa cuando logras salir del territorio seguro de la literatura. Hay algo que solo sucede en el texto y como sabes que alguna vez sucedió, piensas que puede volver a suceder. Entonces lo que necesitamos es tiempo para concretarlo.
-Solés nombrar a Roberto Bolaño como influencia. ¿Qué marcas dejaron los escritores que admirás en tu camino?
-Creo que la mayoría de la gente de mi edad (soy del ‘75) e, incluso, más joven que yo, nos acercamos a la literatura desde el fanatismo, no desde la tradición. El acercamiento no fue vertical porque, en general, no había muchos libros alrededor. De pronto, algo sucedió con un libro o con un poema y fue como cuando te enamoraste de una banda rara que nadie más conocía. Y luego empezaste a buscar gente que también conociera a esa banda y te empezaste a juntar con ellos, aunque vivieran lejos. Entonces, se genera una comunidad muy chiquita, pero que rompe los compartimentos, que rompe la estrechez de la vida. Y pasan los años y eso sigue ahí y por eso son comunidades fuertes. Aunque puede volverse muy peleadora y autorreferente, hay algo interesante en esa pequeña comunidad y es la posibilidad de expandirla. La literatura crece para adentro y para afuera al mismo tiempo.
-En tu caso, ¿ese fanatismo tuvo que ver con otros escritores o con la escritura en sí misma?
-Yo creo que con la escritura en sí misma. Me interesan mucho los textos que tienen la posibilidad de salir de la literatura y volver a ella. A propósito de eso, por ejemplo: un día le pregunté a un profesor amigo cómo estás y él me respondió: “Hoy me gusta la vida mucho menos”, ese verso maravilloso de César Vallejo, de Poemas Humanos. Ese tipo de hallazgos me volvían loco; por ahí pasaba mi fanatismo.
-¿Seguís escribiendo por las mismas razones que cuando empezaste ahora que ya sos un “profesional”?
-Sí. No quiero decir que he escrito toda la vida porque sería una frase muy grandilocuente, pero en rigor sí. Tuve la suerte que, para mí, la escritura fuera un hábito y un juego desde un momento muy temprano, antes incluso de ser un lector formal. Tuve esa suerte porque mi abuelita materna me inculcó la escritura como un juego y como hábito: nos decía “escriban”, nos regalaba cuadernos y, como ella era tan divertida, le hacíamos caso. Y, sin embargo, eso no tenía que ver formalmente con la literatura, con leer libros, sino con una cierta alegría del lenguaje, que yo valoraba mucho. Me gustaban también todas las instancias en las que el lenguaje funcionaba de otra manera: me gustaba la música, los relatos radiales de fútbol, las historias de terror, los recuerdos que contaba mi abuela acerca de su infancia. Luego cuando me encontré ya con la literatura formal en los libros de texto me fascinaban las pequeñas antologías. La experiencia también tenía algo de colectivo porque eran los libros que habían subrayado los niños del año anterior. Me interesa ese momento porque creo que es clave en la educación, cuando la noción de aprendizaje no está tan instalada.
-¿Entonces fuiste primero escritor y luego lector?
-Es que llegué a pensar en estas cosas porque en alguna entrevista me preguntaron cuáles fueron tus primeras lecturas cuáles fue el primer libro que deslumbró que son preguntas bonitas, pero en realidad me parece más interesante ir hacia atrás porque si la respondes desde dentro de la literatura, claro, una respuesta casi canónica o referencial. Pero es interesante lo que pasa ahí, porque de pronto uno se vuelve sensible al poderío de la literatura.
-¿Qué aprendiste en ese juego con las palabras que entablaste con tu hijo desde que nació?
-Lo hago desde que mi hijo era muy pequeño y es muy divertido. Yo creo que lo es para cualquiera que haya acompañado ese proceso que va desde el balbuceo a la frase, que luego va al relato y luego, al ver que el humor en el lenguaje se usa con ironía. El proceso en el que los niños aprenden a hablar deja muchas huellas en quienes acompañan. Es un proceso de ida y vuelta, no solo del niño, sino del que establece ese juego porque no podemos recordar cuándo aprendimos hablar (eso es parte de las muchas cosas que no recordamos de los primeros años de vida). Es muy gradual, pero en retrospectiva todo parece muy rápido. Un día, un niño que sabía apenas diez palabras, de pronto era capaz de decir cincuenta. Con errores, claro, que más que nada demuestran que el lenguaje está construido a partir de errores. O sea que capta todo lo metafórico, el lenguaje como ritual. Me acuerdo siempre el momento en que mi hijo, que tenía como un año, agarró de pronto un mechón de su mamá y dijo “selva”. Es deslumbrante.
-En Literatura infantil decís que hay pocos libros sobre la experiencia de la paternidad. ¿Cambiaron los temas sobre los que te interesa escribir desde que fuiste padre?
-Creo que los hombres de mi edad y que fuimos padres tardíos, padres añosos, nos dimos una vuelta muy larga y tuvimos mucho tiempo para pensar en la paternidad biológica. La verdad es que yo vengo pensado en el tema desde antes de ser padre, primero en el rol del padrastro desde mi segunda novela, La vida privada de los árboles. Es un territorio que hace tiempo vislumbraba y, en ese sentido, la paternidad me ha resultado muy nutritiva, vertiginosa y aleccionadora. Ya no sé si han cambiado mis intereses, quizá más la forma de leer. Me interesa mucho compartir la literatura con mi hijo, que ahora tiene cinco años. Le he hablado, por ejemplo, de Borges: le dije que es un señor que cuando cerraba los libros, siendo niño, pensaba que las palabras se desordenaban. Es una imagen infantil de Borges y a él le gusta.
-También planteas un diálogo con tu padre y una reflexión sobre tu lugar como hijo. ¿Buscabas decir cosas pendientes?
-Creo que la escritura es previa en mi caso, en general. O sea, no sé qué buscaba: si profundizar en algo que me resultaba nebuloso. Los últimos dos textos (o penúltimos, porque luego está la breve nota para Silvestre) surgieron cuando el libro ya iba a existir. De pronto, mi papá empezó a hacerse presente en la vida a mi hijo. Mi libro ya existía, pero ahí la vida se coló de pronto. Mi papá empezó a hacer videollamadas todos los domingos y mi hijo se entusiasmó con ese abuelo distante con el que juega, hasta el día de hoy, 40 o 50 minutos. Por eso digo que incluir esos textos no fue deliberado. Durante algunos años, tenemos el privilegio de ser padre e hijo simultáneamente y esa experiencia no sé cuántos años durará. Es una aventura y quizás en el libro es simplemente eso. Me resultó muy natural escribir sobre la paternidad y luego también fue muy natural salirme del territorio meramente referencial. La ficción permite respirar. Pero luego empecé a tener la sensación de que tenía recuerdos nuevos que quizás son falsos.
-En Un cuento de Navidad recordás tus inicios como crítico literario. ¿Cómo es tu mirada sobre la crítica hoy que estás del otro lado?
-Primero, creo que ha tendido a desaparecer el oficio, tal vez no tanto en Argentina y en España, pero en otros países, como Chile, hay una reformulación del oficio y ha cambiado la figura clásica del crítico. Por ejemplo, me acuerdo que cuando hacía crítica, me interesaba que hubiera una zona de arbitrariedad, o sea que se notara la idea de literatura que regía tu comentario. Y a la vez aspiraba a que la escritura fuera atractiva. Pero tampoco construiría un discurso nostálgico respecto a eso; me parece que la figura del crítico que parece tener todas las claves de aquello que lee genera desconfianza; no era una figura de la que antes se desconfiara. En lo personal, ahora, la figura del crítico evaluador me interesa cada vez menos. Yo hablo a través de los libros; jamás se me ocurriría reclamar si tuve una crítica negativa. Cuando era crítico, yo no sentía que le estuviera hablando al escritor sino a los lectores del diario y tampoco es cierto que me hablen de mí cuando reseñan un libro mío. Me interesa más todo esto en relación a la pedagogía. Creo que la literatura está completamente sobrepedagogizada, como si necesitáramos cada vez más explicaciones. Y luego, algo más grave que eso es esta confusión con el autor y la obra.
-¿Te referís a las adaptaciones políticamente correctamente, como en el caso reciente de Roald Dahl?
-Las confusiones siempre existen, pero lo grave es cuando intentan suprimirse obras o fragmentos sin discutirla. Lo grave siempre se da cuando renunciamos a conversar. Con nuestros hijos, por ejemplo, se genera un espacio de conversación que es totalmente desafiante. Sentarte con tu hijo y enfrentarlo al aprendizaje de otras épocas y explicarle cosas requiere mucho tiempo. Es muy duro, porque en realidad cuando un padre pierde la paciencia con su hijo, en realidad, pierde la paciencia con el mundo y consigo mismo. Pero si lo comparamos con la experiencia musical se ve claro: nadie te tiene que explicar la música. La literatura debiera funcionar igual.
-¿En qué trabajás ahora?
-Estoy retomando una novela que hace mucho tiempo tenía abandonada. Espero el tiempo en el que se me imponga, sin forzar nada. Este año he viajado, presenté el libro en España, estuvimos allá cinco semanas con la familia y hace poco fui a Chile. Lamentablemente, no pude ir a Argentina. Fui el año pasado, en diciembre, y viví la pasión futbolera durante el mundial.
-En Literatura infantil contás tu descubrimiento de los libros para chicos y recordás cuando una editora, en tus comienzos, te “recomendó” dedicarte a escribir relatos infantiles. ¿Ya lo hiciste?
-Me decía “tus libros son demasiado infantiles”. Ya escribí un libro para niños que no está en la Argentina, Mi opinión sobre las ardillas, que salió el año pasado. Es una historia acerca de un niño que se da cuenta que su papá les tiene pánico a las ardillas mientras caminan por el bosque de Chapultepec. Se la había contado a mi hijo, aunque en realidad más bien él la vivió porque se dio cuenta de mi miedo. “Papá, me agarras más fuerte la mano cuando aparece una ardilla”, me dijo. Yo, supuestamente, no le tengo miedo a nadie, pero odio a las ardillas. Me parecen súper invasivas, son como ratones bien peinados.
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