Alejandra Pizarnik, de Avellaneda a París y el parnaso, a 85 años de su nacimiento
Poeta de culto elevada a mito, Alejandra Pizarnik quiso hacer de su vida una obra de arte y dejó un legado que sobresale en la literatura en lengua española
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Hace 85 años, en el Hospital Fiorito de Avellaneda, nació la Rimbaud argentina. En su familia, de origen judío, Flora Alejandra Pizarnik fue -como su amiga y amada Silvina Ocampo- la hermana menor que ocupaba un segundo plano de manera autoconsciente. Lectora desde la infancia gracias a su madre (que no regateaba dinero a la hora de comprarle libros), no completó los estudios de Filosofía y Letras ni de Periodismo, aunque en los claustros encontró el apoyo del escritor y profesor Juan Jacobo Bajarlía, que la instó a escribir. Preocupada por la delgadez y la hermosura, consumía desde la juventud anfetaminas “como si fueran aspirinas”, según contó su amiga, la ensayista y poeta Ivonne Bordelois. Escribía de noche. Por un tiempo, asistió al taller de Juan Batlle Planas, que le presentó al que fue su primer editor, el español exiliado Arturo Cuadrado, y a poetas como Aldo Pellegrini y Oliverio Girondo. La suerte estaba echada: Pizarnik convertiría su vida en una obra de arte. “Entró violentamente a la vanguardia por Bajarlía”, confirma Cristina Piña, amiga y biógrafa de Pizarnik, en el documental Memoria iluminada, de Virna Molina y Ernesto Ardito, que se puede ver en YouTube a modo de homenaje.
Su “madre” literaria fue la poeta Olga Orozco. “Olga es el ser más maravilloso que conocí -escribió Pizarnik en su diario-. Quisiera quererla siempre, pero serenamente, sin obsesiones”. Dio a conocer sus primeros libros de poemas muy joven: La tierra más ajena, en 1955; La última inocencia, en 1956, y Las aventuras perdidas, en 1958. “Cuando Pizarnik empezó a escribir, en los años cincuenta, al surrealismo todos lo daban por muerto -se lee en Alejandra Pizarnik, ensayo de César Aira-. Era natural que una poeta formada como ella en el gusto surrealista instrumentalizara el procedimiento de la escuela muerta, como quien usa el reloj de un pariente difunto. En la joven Pizarnik hay un objetivo único y explícito: escribir buenos poemas, llegar a ser una buena poeta”.
“Cuando doy a conocer un libro de poesías nada me preocupa porque me alegra demasiado la perspectiva de quitarme de encima el peso de mis poemas, tan livianos cuando dejan de ser míos o inéditos y cuando algún lector privilegiado los asume y, así, me ayuda a compartir el terrible peso de la palabra solitaria, que deja de serlo gracias a esta operación maravillosa como es el encuentro entre un lector y un poema”, declaró Pizarnik en una entrevista con Alberto Lagunas.
“En 1958, en La Gaceta de Tucumán, Pizarnik publicó un relato que fue desconocido por la crítica hasta 1977, cuando Julieta Gómez Paz hizo referencia en una publicación del Consejo de Mujeres de la República Argentina -dice a LA NACION la editora y escritora Sandra Buenaventura-. Este texto, ‘El viento feroz’, aparentemente descartado por Pizarnik para su publicación, fue recuperado en 1996 por la revista Reflejos, de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Tal vez poco leído hasta hoy, es un relato pionero, fundacional, en su obra”. Para Buenaventura, que prepara un ensayo basado en su tesis sobre la poeta, allí se plasma el ser poético de Pizarnik. “La imposibilidad en todo su espectro, la destrucción de un ‘espacio de unión’, la condición de un ‘estar fuera de’ como leitmotiv de la obra. El yo queda expulsado del espacio edénico de la infancia y el yo de Alejandra se escinde del mundo”. Así se originaba el mito literario de la poeta de Avellaneda. “Hay tópicos que, al hacerlos propios, ella ha llevado a su punto de saturación: la infancia, el bosque, la sombra, el jardín, el viento -agrega Buenaventura-. La poesía argentina ha abrevado en esos tópicos construidos por la voz pizarnikiana, y esa sea quizás su marca más poderosa”.
De 1960 a 1964, se instaló en París, donde trabajó como traductora, correctora y crítica literaria para la revista Cuadernos y formó parte del comité de colaboradores extranjeros de Les Lettres Nouvelles y de otras revistas europeas y latinoamericanas. Allí practicó el otro gran arte para el que estaba predestinada: la amistad. Su venerado Julio Cortázar, Roberto Yahni, Bordelois, la española Rosa Chacel y el escritor mexicano Octavio Paz, que prologó su cuarto libro de poemas (Árbol de Diana, de 1962), integraron su círculo de amigos. “Cuando se fue a París sus contactos fueron con Cortázar y Aurora Bernárdez, Miguel Ocampo y Elvira Orphée, Italo Calvino y su mujer, Chichita Singer Calvino, y el gran post-surrealista André Pieyre de Mandiargues -dice Piña, autora de Alejandra Pizarnik: una biografía-. Por fin, al volver, en plena década de 1960, con su fuerte línea de poesía comprometida y politizada, ella siguió fiel a su estética con bases surrealistas pero con cambios fundamentales, en tanto era una obsesiva de la corrección”. Para Piña, la imagen de “poeta maldita” de Pizarnik no debe ocultar su laboriosa tarea de escritora y “su inmensa inteligencia como lectora”. De Francia volvió con un caudal de experiencias y mayor carga de angustia. “En la noche a tu lado/ las palabras son claves, son llaves./ El deseo de morir es rey./ Que tu cuerpo sea siempre/ un amado espacio de revelaciones”, se lee en “Revelaciones”, de Los trabajos y las noches, publicado en 1965.
“La poesía, escribió Pizarnik en un prólogo de 1968, es el lugar donde todo sucede -recuerda la escritora Mónica Sifrim-. Se trata de un acto profundamente subversivo, agrega, que da la espalda a todo aquello que no sea su propia libertad y su verdad. Esta apuesta radical por la palabra poética en todas sus modulaciones es lo que da a Alejandra, más allá de la estética que prevalezca en cada época, una permanencia irreverente y mágica que atraviesa los tiempos”. Sifrim cree que gran parte de las poetas de su generación han sido “imitadoras y también víctimas” de la autora de El infierno musical. “Aunque hayamos tomado caminos diferentes, volvemos a leerla cada tanto para sumergirnos en la luz del lenguaje”, concluye. En la página web del Centro Cultural Kirchner se podrá leer a partir de hoy un ensayo de su autoría sobre la poeta.
La poeta Claudia Masin leyó por primera vez a Pizarnik a los diecinueve años. “Me fasciné, como era inevitable que sucediera, aunque ya la había leído una vez sin saberlo, en su traducción de La vida tranquila, de Marguerite Duras -dice a LA NACION-. Algunxs piensan que es una lectura de adolescencia; yo creo que es una lectura de adolescencia que dura toda la vida. Su poesía filosa, precisa, intensa, visceral y sin embargo tremendamente elaborada, en la que cada palabra cae donde tiene que caer y es la indicada: esa poesía también cambió mi vida. Más allá de su condición de poeta de culto, más allá de la a veces obscena e innecesaria acentuación de su acto suicida, más allá de todo el ruido y el morbo, Pizarnik es una poeta incomparable, imprescindible, y su voz es capaz de derrumbar todo el edificio de frivolidades con las que se construye todo mito”.
Cazadora de sueños y poemas
Las lecturas, los barbitúricos y los amigos -que Pizarnik consignaba concienzudamente en sus diarios desde los años 1950- fueron ejes en la vida adulta de la poeta. “Logré conocer a Alejandra luego de haber encontrado por azar un libro suyo dedicado a ‘A Rubén, desde un jardín maléfico, su Alejandra’, coronado por una especie de garabato muy extraño, debajo de su número telefónico; era nada menos que Extracción de la piedra de locura -cuenta a LA NACION el escritor y actor Fernando Noy-. Lo leí como en una posesión. Conmovido ante semejante maravilla decidí anotar el número de Entel para llamarla al día siguiente, cuando la escuché decir ‘hola’, con voz de jazzera sincopada, atonal, aspirando las vocales. Me preguntó de parte de quién la llamaba y, al saber que era por iniciativa propia, pareció alegrarse; me comentó que prefería conocer a ciertos lectores sin intermediarios”. Así nació una amistad sin tregua ni pausa. “Todo fue un vértigo. Cuando nos miramos, la reconocí. Era ella. Subimos hasta el ascensor riéndonos porque le comenté que me había parecido el doble de Brian Jones, a lo que ella retrucó que yo le recordaba a una prostituta alemana. Su casa era una Babilonia de papeles. Pasábamos largas horas, incluso días, sin dormir. Ella añoraba mucho a algunos amigos que, quizás por el furor de su permanente demanda o por no lograr entender semejante prodigio, se habían alejado. Por suerte pude acompañarla en sus cacerías imaginarias e interminables de poemas y sueños”.
Algunos de esos sueños, como en La condesa sangrienta, publicado en 1971, viran hacia la pesadilla y el horror. Allí narra la leyenda de Erzsébet Báthory, condesa húngara medieval que llevó a cabo más de seiscientos asesinatos. “Me separé de todos o me marginaron; como se trata de todos no puedo designar culpables”, anotó Pizarnik en su diario en marzo de 1970. Las crisis depresivas, el consumo excesivo de psicofármacos y los intentos de suicidio la llevaron a iniciar un tratamiento en el Hospital Pirovano, donde escribió el estremecedor texto “Sala de Psicopatología”. La ensayista Nora Catelli, que investigó los escritos íntimos de Pizarnik recuperados por sus amigas (entre ellas, Orozco, Bernárdez y Ana Becciú), observó que las dos plegarias insistentes de la poeta en sus diarios -”quiero ser escritora, quiero matarme”- se habían cumplido en forma acabada el 25 de septiembre de 1972 cuando, a los 36 años, decidió quitarse la vida.
Libro homenaje en España
Alejandra Pizarnik y sus múltiples voces. 85 voces amigas se abrazan al privilegio de celebrar tu 85 aniversario (Huso), al cuidado de la escritora y académica hispanocubana Mayda Bustamante, reúne 85 testimonios de 85 escritoras de quince países -España, la Argentina, Chile, Cuba, Uruguay Perú, México, Polonia, Bulgaria, Australia, Marruecos, Francia, Rumanía, Italia e Israel- distribuidos en tres secciones: textos ensayísticos, narrativos y poéticos. Entre otras autoras, forman parte del libro homenaje la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, las españolas Fanny Rubio, Juana Vázquez y Marifé Santiago Bolaños, la belga Chantal Maillard, Alina Diaconú y Liliana Díaz Mindurry, y se incluyen testimonios de Myriam Pizarnik, la hermana mayor, y de su sobrina, Sandra Riaboy. “Su influencia alcanza no solo a su país y a los países de habla hispana, sino también a muchos otros donde su obra se estudia. Pizarnik es puro valor literario. Sus imágenes trascienden el momento y las circunstancias en las que fueron escritas”, escribe Bustamante en la introducción del volumen, que luce en la portada una pintura realizada por las cubanas Diana Balboa y Betzi Arias.
Un poema de Alejandra Pizarnik
Poema
Tú eliges el lugar de la herida
en donde hablamos nuestro silencio.
Tú haces de mi vida
esta ceremonia demasiado pura.
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