Aldo Sessa y el retrato de un siglo
Cuando escuchó el impacto de las balas sobre el helicóptero, Aldo Sessa sobrevolaba Buenos Aires con la puerta abierta, asomado sobre la ciudad para aprovechar la vista aérea. Al aterrizar comprobaría que el aparato había perdido un pedazo del motor por los disparos recibidos desde el Ministerio de Defensa.
Eso ocurrió hace una década, cuando uno de los fotógrafos más reconocidos del país tenía setenta años. Había pasado más de medio siglo desde que la cámara lo ayudó a salir de otra situación límite: el aislamiento en su taller de pintura.
"Me asusté de estar tan desconectado de la realidad. Me levantaba en mitad de la noche para pintar con poliuretano, óleo... Eso me intoxicó completamente, no te lo sacás nunca", dice Sessa ahora al repasar su carrera, a días de cumplir ochenta y cuando acaba de inaugurar en la galería Maman su primera muestra con imágenes tomadas con el teléfono.
La cámara le permitió pasar, en la adolescencia, de lo que él llama "estado cóncavo" al "convexo". "Empecé a salir a sacar fotos a la hora de almorzar –recuerda–. Me conectaba con los sonidos de la ciudad, el olor, el humo... Eso me hizo bien, porque me manejaba mejor con la gente."
Lo bien que le hizo se pudo comprobar en la retrospectiva que le dedicó el año pasado el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, con setecientas fotografías producidas a lo largo de seis décadas. Reunió sus escenas porteñas; trabajos para el periodismo gráfico; el gran ensayo entre las bambalinas del Teatro Colón; retratos de grandes referentes de la cultura nacional; registros de viajes por provincias argentinas y países remotos, experimentaciones pioneras con la Polaroid y naturalezas muertas realizadas con todo tipo de materiales.
Una de las claves de ese éxito fue que ya tenía un ojo experto en composición, color y formas cuando finalmente decidió cambiar los pinceles por la cámara, hace treinta años. A tal punto que una de sus pinturas, un tríptico de gran tamaño, fue elegida por la Argentina para enviar a la NASA como regalo por el bicentenario de Estados Unidos, en 1976. Ese mismo año sus obras ilustraron el libro Cosmogonías, de Jorge Luis Borges, y en 1980 Fantasmas para siempre, de Ray Bradbury.
Hoy prepara otro con sus fotografías de Nueva York, mientras impulsa con su hijo Luis en el pasaje Bollini la fundación que alojará su legado; incluye un archivo de más de 800.000 imágenes y decenas de cámaras de todas las épocas. Testimonio de una era que, según él, anticipó la actual “revolución de la mirada”, accesible a todos gracias al celular.
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