Alberto Manguel: "De chico me gustaban los cuentos de hadas, pero desconfiaba del final feliz; hoy sigo desconfiando"
No necesariamente la vida puertas adentro es una penuria para un lector. Hace unos días, en el departamento de Nueva York en el que vive, Alberto Manguel leía (releía) el Sueño de Escipión, de Cicerón (con el inevitable comentario de Macrobio). No era una lectura casual, porque para un lector ninguna lo es. En uno de los pasajes de ese capítulo de De re publica que ya se volvió independiente, Cicerón anota por ejemplo lo siguiente, que parece imaginado hace un rato: "Ves que la tierra está habitada en pocos y angostos lugares, y que en esas manchas mismas, si así se pueden llamar, donde se vive, hay vastas soledades interpuestas". "Uastas solitudines interiectas", dice la temperatura intraducible del latín ciceroniano. Se anda un poco a tientas, y es difícil encontrar respuestas (si las hubiera) cuando no se sabe exactamente cuáles son las preguntas. Las novelas "de peste" están a mano, pero hay regiones más alejadas y más afines a la soledad.
En lugar de Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, podría leerse su Robinson Crusoe. Eso piensa Manguel, y es claro que tal vez la de Defoe podría ser una alegoría no tanto del presente como del porvenir: cómo armar una comunidad desde la nada. ¿Es eso posible? "Bueno, nunca es de la nada", contesta Manguel, el lector recluido. "Siempre hay algo que queda, incluso después de un naufragio".
-¿Qué podría quedar esta vez?
-Al comienzo de todo nuevo capítulo tenemos que elegir cuáles cosas, de las que quedan, vamos a usar para construir el capítulo siguiente. De esta crisis (si sobrevivimos) ¿qué elegir? ¿Erigir nuevamente las grandes instituciones financieras, arrogantes y extorsionadoras, sin ética y sin verdaderas restricciones legales? ¿O vamos a aprovechar las demostraciones de solidaridad y empatía que surgieron espontáneamente en el mundo entero? ¿Vamos a seguir alentando y confiando en los políticos profesionales que, haciendo alarde de su ignorancia, nos guían hasta el borde del precipicio a ver si nos suicidamos de una vez por todas? ¿O vamos a consagrar por fin a los verdaderos héroes de nuestra sociedad, como esos médicos y enfermeros que, arriesgando sus vidas, nos acompañaron en estos días? ¿Vamos a saber aprovechar las enseñanzas de la tecnología electrónica para crear nuevas formas artísticas y nuevas estrategias para compartir cultura? ¿Vamos a admitir de una vez por todas la declaración de los derechos humanos, y aprender que tenemos todos los mismos derechos? De chico me gustaban los cuentos de hadas, pero desconfiaba del final feliz. Hoy, a los setenta y dos años, sigo desconfiando.
-Muchos aseguran que la reclusión es una buena temporada para escribir. No lo creo así. Y agregaría que probablemente las novedades editoriales posteriores a la pandemia serán malísimas. ¿Soy muy pesimista?
-La creación artística es, y siempre fue, un misterio. Creo que fue Somerset Maugham quien, cuando le preguntaron cómo escribir una obra maestra, contestó: "Para escribir una obra maestra hay que atenerse a tres reglas. Desgraciadamente, nadie sabe cuáles son." Hay obras maestras que fueron escritas en reclusión, como los poemas de Emily Dickinson o La consolación de la filosofía de Boecio. Pero no sabremos si eso está sucediendo ahora hasta que las obras se publiquen, quién sabe cuándo. Probablemente haya un genio llenando página tras página en su obligatorio encierro. Pero seguramente ese genio también hubiera escrito esa obra en una casa llena de gente yendo y viniendo (como hicieron Jane Austen o Kafka).
-En uno de los pasajes de Mientras embalo mi biblioteca, señalás que las palabras son "sombras de sombras" y que cada libro es una declaración de la imposibilidad de retener la experiencia. Entiendo que esa aserción, a pesar de su entonación terminante, no es fija, y en todo caso quien escribe tiene períodos de mayor fe en la palabra y otros de mayor incredulidad. ¿En cuál de ellos estás ahora?
-Uno siempre escribe pensando que quizás sí, esta vez, encontraremos las palabras para nombrar con exactitud nuestra experiencia. Pero uno sabe que esto es puro camelo: en el fondo, uno sospecha que se le aparecerá un pequeño demonio que señalará nuestro escrito con el dedo y nos preguntará con una sonrisa socarrona: "Che, nene ¿a quién querés engatusar?" Y eso puede ser fatal, porque puede darnos una excusa para no intentarlo. Vlady Kociancich dice sabiamente en uno de sus ensayos: "Como ocurre en todos los procesos, aun la sentencia más diáfana siempre echa una sombra de duda."
-Suelo notar, sobre todo en autores argentinos, la jactancia de leer solamente contemporáneos. ¿Crees que hay un debilitamiento del sentimiento y la responsabilidad de la tradición?
-No sé a qué autores te referís: los que admiro son voraces lectores de literatura de todas las épocas. También pienso que hablar de literatura contemporánea es una mezquindad. ¿Porqué ser tacaños con nuestras lecturas? La literatura es uno de los pocos campos donde no tiene sentido ser monógamo. Pero quizás los jóvenes escritores necesiten crear un oposición para tener una suerte de conversación enfadada con un otro yo imaginario, un yo mayor y por supuesto pasado de moda. Me recuerda el viejo chiste judío de un náufrago quien, después de varios años, es rescatado de su isla desierta. Sus salvadores ven que el hombre se había construido no sólo una casita, si no dos sinagogas en su isla. "¡Qué bien!" le dicen. "Pero ¿por qué dos?" "En esa," dice el náufrago con un gesto de desprecio, "¡no entro nunca!"
-En alguna página de tu ensayo Reading Pictures, se lee que en la alquimia del acto creador, en el caso de la pintura, todo retrato es un espejo. ¿Ocurre eso mismo al escribir?
-Yo creo que sí. Y también, y sobre todo, en el acto de leer. La apócrifa confesión de Flaubert "Madame Bovary, c’est moi" es cierta para todo escritor (y para todo lector). Frankenstein y su monstruo son Mary Shelley, Evita es Tomás Eloy Martínez, Dante el peregrino es Dante el poeta. Y yo como lector soy Alicia, Don Quijote, el Príncipe Myshkin...
-Hay discusiones acerca del porvenir de las bibliotecas públicas y de su transformación en centros culturales, lo que corre del centro al libro. Sin ir más lejos, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires decidió confundir la Dirección del Libro con, precisamente los centros culturales, de modo que el libro es una cosa más entre muchas otras que deberían ofrecer las bibliotecas. ¿Es reversible esa tendencia, será simplemente pasajera?
-Las bibliotecas siempre fueron, al menos desde los tiempos de Alejandría, muchas cosas: repositorios de libros, claro, pero también archivos, pinacotecas, hemerotecas, lugares de eventos culturales, escuelas... El peligro no está en transformarlas en centros culturales (plus ça change...) sino en forzarlas a abandonar su identidad de bibliotecas. Es una política imbécil la de querer empobrecer una institución cultural diluyéndola, olvidando que una biblioteca debe contener libros, y que nadie (excepto los analfabetos) se benefician si la biblioteca se convierte en una de esas tiendas que uno descubre en los pueblitos españoles, que con ecléctica indiferencia, bajo un letrero que dice MERCERÍA, venden corsés, embutidos y artículos de tocador.
-Hace ya casi dos años que te fuiste de la Biblioteca Nacional y de la Argentina, ¿habría alguna razón para volver?
-Eso hay que preguntarle a quien tenga una bola de cristal eficaz.
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