Alberto Ginastera, creador y maestro
El 25 del actual se cumplirán veinte años de la muerte del compositor de Bomarzo. Sus obras, las instituciones creadas por él y la huella que dejó en sus discípulos cambiaron el rumbo de la música en América latina
Entre Barracas, en Buenos Aires, y el bello parque de las Eaux-Vives sobre el que asomaba su departamento en Ginebra, se enmarcan los sesenta y siete años de la vida de Alberto Ginastera. Hijo de una familia económicamente desahogada, le gustaba recordar su doble origen catalán (por su abuelo paterno) y genovés (el materno). La hermana, Celia, fue siempre su amiga y luego una destacada profesional. Una flautita que le trajeron los Reyes Magos un 6 de enero le permitió entender que podía hacer música por su propia cuenta, antes de empezar, a los siete, con clases particulares y a los doce el Conservatorio Williams. En el secundario cursó la especialidad de perito mercantil, como paso previo, según la intención familiar, para un ingreso en Ciencias Económicas. Sin embargo, los padres apoyaron su decisión de optar, a los veinte, por el Conservatorio Nacional. Mientras tanto cumplía, muy velozmente, de enero a marzo de 1937, con el ejército, como aspirante a oficial de reserva de caballería. Es que la vida lo apuraba. Ese mismo año conoció en el conservatorio a Mercedes ("Ñata") de Toro, su futura mujer, y en noviembre Juan José Castro ya estrenaba en el Colón la suite del ballet Panambí Op. 1 , el primer gran éxito de su carrera. A los veinticuatro años, Ginastera era, localmente, un compositor consagrado, con dos premios, uno municipal y el otro nacional. En 1941 se casó con "la Ñata", una mujer extraordinaria, y en el 45 en que viajó con su familia a los Estados Unidos, becado por la Guggenheim, empezó a descubrir el mundo.
Fue en 1948 cuando esa capacidad organizativa que marchaba, al parecer sin obstáculos, al lado de su vida creadora, exhibió los frutos iniciales. Ese año fundó el primer Conservatorio de Música y Arte Escénico de la provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata. Y lo hizo con el mismo despliegue de energía y actitud primermundista que caracterizó todas sus acciones. Hoy la provincia de Buenos Aires cuenta con casi cuarenta conservatorios clonados de aquél inicial. Mientras tanto, sus obras se estrenaban en Frankfurt, Nueva York, Oslo, Estocolmo, Roma.
Buenos Aires años 60
Lo conocí en los últimos meses de 1959 en la vieja y señorial (o así me parecía) casona de Riobamba entre Arenales y Juncal, sede de la Universidad Católica Argentina. Desde el año anterior Ginastera había sido convocado por Octavio Derisi para dar forma a una facultad de música que dependiera de aquella institución universitaria. El rector aspiraba a producir no sólo abogados, médicos, economistas o filósofos. También quería artistas. Ginastera, rápido de reflejos, tomó el modelo más cercano y ejemplar de la Facultad de Música de Chile y organizó la Facultad de Artes y Ciencias Musicales, con la intención de formar, además de compositores, también investigadores. Para ocuparse precisamente de la investigación invitó al musicólogo uruguayo Lauro Ayestarán, autor de varios trabajos sobre la creación popular y culta de su país y sobre el barroco sudamericano. Pero Ayestarán, aunque aceptó la designación y llevó adelante su cometido hasta su prematura muerte, dejó en claro algo que el flamante decano ignoraba: que uno de los más prestigiosos musicólogos continentales era un argentino, Carlos Vega. Ginastera no tardó ni cinco minutos en aceptar el consejo y Vega integró el cuerpo docente. Hoy, a casi un cuarto de siglo después, el segundo emprendimiento ginasteriano sigue en pie y goza de buena salud, ahora movilizado por el director de orquesta Guillermo Scarabino, en calidad de decano.
Pero la urgencia de los 60, ese Renacimiento, como lo calificó Marta Minujin, no daba tregua. Ginastera debió mudarse en 1963 de Riobamba a Florida 936 para responder a la convocatoria del Instituto Di Tella. Arte de vanguardia, era la propuesta; pero para los compositores jóvenes de América latina, a quienes se les ofrecía becas generosas por dos años para vivir y crear en aquella Buenos Aires frenética, en la que intelectuales y artistas ponían el acelerador a fondo. Durante los seis años que funcionó el Claem (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) piloteado por Ginastera, desembarcaron en Buenos Aires, invitados para enseñar a los becarios, los popes de la vanguardia de la segunda posguerra, como Olivier Messiaen o Luigi Dallapiccola, además de otros más jóvenes y rebeldes como Nono, Xenakis, el norteamericano Earle Brown, el argentino Davidovsky, o Bruno Maderna. Francisco Kroepfl y el ingeniero von Reichenbach manejaban el laboratorio electrónico, mientras Gerardo Gandini, alumno de Ginastera, colaboraba en las clases con su maestro.
Las actividades del Claem y de su gestor levantaban una polvareda de críticas. Si para Juan Carlos Paz el Centro era "la academia Pitman de la música moderna", para los discípulos de Paz era un reducto elitista (doce becarios por bienio) donde se organizaban ciclos y conciertos con "una actitud paternalista". Todo era objeto de réplica en aquellos años en que el valor más apreciado era el cuestionamiento crítico. A esto se sumaba el hecho de que Ginastera se había convertido en el blanco musical predilecto de la revista Primera plana "el gran referente intelectual de la época", pronta a revisar con tono mordaz todas las ideas, creencias y conductas del compositor. Digamos que si Ginastera fue más de una vez denostado por la revista y su crítico Rodolfo Arizaga, Juan Carlos Paz, en cambio, fue tristemente utilizado. Levantando trincheras entre uno y otro, la revista mantenía la vigencia de un estilo periodístico polémico e incisivo y también la adhesión de su público.
Juan Carlos Paz, quince años mayor que su contendiente, tenía razones para considerarse el legítimo representante de la vanguardia musical y, por lo tanto, la figura autorizada para ejercer la dirección del Claem. Es indiscutible que fue un luchador de la primera hora por la causa de la nueva música y un hombre de una inteligencia y cultura superiores en un medio dentro del cual se sentía desarraigado, según me confesó cuando perdió la desconfianza sobre mi filiación ginasteriana . Le costaba aceptar que Ginastera, "con sus malambos a lo Bartok y su percusión a lo Varése", como le gustaba decir, ocupara un sitio que Paz, legítimamente, consideraba como propio. En tal sentido Ginastera era para Paz un advenedizo, al que Estados Unidos, "con su alianza para el progreso de la música argentina", había consagrado como gestor del Claem. La mención de los Estados Unidos era una manera alusiva de referirse al aporte económico de la Fundación Rockefeller al trabajo de Ginastera. El autor de Bomarzo , en cambio, pensaba que nada le impedía subirse al carro de la vanguardia, pese a que sus primeros triunfos se debían a obras más tradicionales como Estancia o la Danza del gaucho matrero .
A diferencia de los emprendimientos anteriores de Ginastera -los conservatorios y la facultad-, el Centro debió cerrar sus puertas cuando el Instituto Di Tella de la calle Florida dejó de existir. El primer grupo de becarios del Claem había correspondido al bienio 1963-64, el último, es decir la tercera promoción, al 67-68. La instauración del régimen de Onganía y el hostigamiento permanente al Di Tella, entre muchas otras acciones represivas, terminaron aniquilando el proyecto del Claem y del Instituto. Lo que en cambio las huestes del general no pudieron destruir fueron los efectos a largo alcance de lo ya hecho, porque la obra de Ginastera y del Di Tella cambiaron el rumbo de la creación musical latinoamericana en menos de seis años. Cuando se hojean las 370 páginas de La música en Latinoamérica, de Gerard Béhague, de la Universidad de Texas en Austin, se advierten los espectaculares cambios de dirección en la música de los países del continente, provocados por quienes pasaron por las aulas de la calle Florida.
Y luego está, en los mismos años, la prohibición de Bomarzo , la ópera de Ginastera sobre libreto de Manuel Mujica Lainez. La censura a esa obra dio origen a un escándalo cuya evocación da para todo. Hasta para que se escriban abultados y fantasiosos capítulos de una novela sobre el tema. En realidad el asunto es más sencillo y se proyecta sobre el fondo negro y perverso del onganismo. La fórmula "sexo, violencia y alucinación", que en principio había funcionado como un hallazgo publicitario para publicitar la ópera de Ginastera-Lainez, se volvió en contra. Aunque no tanto, porque de Bomarzo , gracias al escándalo, se sigue hablando y escribiendo hoy (treinta y cinco años después del estreno), mucho más que de la Cantata para América Mágica o las Variaciones concertantes , las dos cumbres de la producción ginasteriana.
Un argentino en Ginebra
Una helada mañana de enero de 1973, en Ginebra, Ginastera, entonces ya casado con la violonchelista Aurora Nátola, me llevó hasta un lujoso supermercado. En la planta baja alcancé a ver, haciéndome la desentendida, algunos modelos Chanel. En el primer subsuelo, en cambio, me deslumbraron impresionantes vidrieras de productos alimenticios. Eso era lo que Ginastera quería mostrarme: "A mí me habían hecho creer, allí en Buenos Aires", me dijo, "que no había en el mundo ni carne ni fútbol como los argentinos". La difícil prueba de adaptarse, para un hombre que amaba a Buenos Aires como pocos, a una bella pero escasamente divertida ciudad suiza, era para él un desafío. Iba a la ópera y a los conciertos con tanta regularidad como en su ciudad natal; era un asiduo espectador de cine (me invitó a ver La naranja mecánica ) y frecuente comensal de los buenos restaurantes. Vivía con la elegancia, el confort y la generosidad que siempre le conocí, orgulloso con su colección de pinturas modernas, muchas de ellas compradas en el Di Tella. Algún tiempo después, reunidos en Buenos Aires, me contó que algunos de los músicos de la vanguardia europea empezaban a añorar el encanto de la melodía, un elemento en el que, por haber comenzado a componer en 1937 (o antes) meciéndose entre tristes y milongas, se sentía como pez en el agua. Desviado de los placeres melódicos, de los que lo habían apartado el serialismo y el total cromático que dominó sus obras de los años sesenta, pero alejado también de la Argentina y de Buenos Aires, la nostalgia, la añoranza empezaron a trabajar su espíritu. Los doce años que vivió con Aurora Nátola (desde principios de la década del setenta hasta el 25 de junio de 1983 en que murió en una clínica de Ginebra) fueron sumamente fructíferos. En ese período compuso quince obras, desde el Segundo concierto para piano hasta la Sonata N° 3 para el mismo instrumento, y algunas de ellas de tantas exigencias como las Turbas y Popol Vuh . Lo que habría de ser su última y cuarta etapa configuraba una parábola en la que las certezas de la juventud retornaban en malambos, chacareras y carnavalitos vestidos con lenguaje sesentesco, al tiempo que acentuaban un sentido de continuidad y de coherencia estilística. Ningún prejuicio lo condicionó para alejarse, durante diez o quince años, de sus tempranas convicciones nacionalistas, como lo demuestran sus óperas, sus conciertos y otras grandes creaciones sinfónicas o sinfónico-corales. Pero nada le impidió tampoco retornar a sus viejos amores, al "acorde simbólico" formado por la afinación de las cuerdas al aire de la guitarra y a los ritmos del malambo, a las especies folclóricas argentinas, a los temas precolombinos. En tal sentido ha dado una lección de firmeza, de independencia creativa, pero también de fidelidad a sus más profundos sentimientos. Así se explica que no se advierta abatimiento o el menor síntoma de cansancio en sus últimas obras. Porque, además, se fue de este mundo a los sesenta y siete años, cuando se hallaba en la plenitud.
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