Alanis Morissette, el rock por cuenta propia
Tocó Alanis Morissette a una hora de casa, pero ganó el calor. Eso fue. El calor. Era viernes, ya era otoño pero no se hacía sentir todavía, y no fui a verla pese a que nunca la vi en vivo y a que ella fue lo primero que yo tuve del rock por mi cuenta. No una herencia, como lo demás. A Alanis la elegí yo, ni mis padres, ni mi hermano. Y debe haber sido por el pelo, por supuesto.
Al principio debe haber sido el pelo. Seguro yo estaba sentada en la cama de mi habitación en ese momento en que pasó de rosa a azul cuando pasé de la primaria a la secundaria y la debo haber visto en MTV porque eso era lo que se hacía por aquellos años. Mirar música. La miré a ella, la camisa blanca, el pantalón negro y ese pelo que parecía que era quien cantaba: larguísimo, muchísimo, ondulado al punto previo de los rulos y del color de la furia con la que caminaba de un lado al otro mientras se echaba hacia adelante con la misma dosis de desenfreno y angustia y reclamaba: “Estoy acá para recordarte el lío que dejaste cuando te fuiste”. Tenía doce y Alanis no perdonaba.
Pero no puede haber sido el calor. Si siempre lo soporto. Quizá no fui a verla porque estaba cansada. Sí eso. Fue el cansancio. Hace tanto que me despierto tan temprano. Tengo que dormir más, si no, me pasan estas cosas. Me pierdo a Alanis. Con lo que me gustan sus temas. Alanis abre la boca y consigue el espacio, grita en sostenido y afinada porque quién tiene esa boca para dejarla cerrada. Alanis es la maestría de las partes. Yo la veía en la televisión y era joven y descuidada y se vestía con ropa deportiva hasta el cuello cuando el resto mostraba lo demás y avanzaba entre los autos, por la calle, por el caos, sin detenerse mientras decía “llorás, aprendés, sangrás, aprendés” y me avisaba en un gesto completamente íntimo entre ella y yo todo lo que estaba por venir.
¿No fui porque estaba cansada? No, si yo duermo poco incluso cuando puedo dormir un montón. Tal vez no fui porque no tenía con quién ir. Pero mentira. Julieta me avisó temprano que iba, podría haber ido con ella. Quizá no quise gastar dinero, claro, por eso. Aunque Ezequiel me hubiera regalado la entrada. ¿No fui porque quedaba muy lejos? No, ya fui, ya lo hice, no es excusa. Listo, ya sé. No fui a ver a Alanis porque no me sé de memoria sus canciones nuevas. Sin dudas. Si voy a un recital, tengo que cantarlo todo. No puedo no saber esa que dice “estas son las razones por las que bebo”. Aunque si lo pienso, hace tiempo que no sé todas las canciones y a los shows voy igual.
Creo que no fui por miedo. Pasaron treinta años de aquel video del pelo como un manifiesto y tantas cosas. La vi enamorada, la vi rubia, la vi con el cabello cortísimo, la vi casada, la vi madre, la vi sobre el escenario con una de sus hijas, la escuché en una canción navideña, la escuché hablando sobre la depresión posparto, sobre las luchas de las mujeres, sobre la gratitud y creo que tuve miedo. Temí no ver lo que necesitaba: a ella, tiempo atrás, rabiosa, poderosa, para que me arrastrara a mí ahí también, a ese lugar en que nos conocimos cuando ella y su pelo y ese gesto del cuello hacia atrás cada vez que alcanza una nota alta y dice lo que piensa. Temí no soportarlo. No voy a aguantar que algo más se rompa.
A Alanis la vi desde casa. Me senté en la cama de mi habitación de adulta como si tuviera esos doce de antes, prendí la televisión y estaba. Tenía un jean, una musculosa negra, una camisa azul que llevaba abierta y el pelo larguísimo, muchísimo, ondulado y con raya al medio. Lo revoleó, lo desordenó, lo hizo girar, lo hizo ir de una punta a la otra del escenario, lo hizo trizas y yo lloré un poco por nostálgica pero también por suerte, porque eso que buscaba estaba ahí. Bellísimo.

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