Alan Pauls y un amor a distancia con los efectos colaterales de la tecnología
El escritor acaba de publicar “La mitad fantasma”, una novela en la que se pregunta sobre los malos usos de la vida digital a través de un personaje solitario y obsesivo
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El viaje a Buenos Aires desde Berlín por motivos familiares, en plena segunda ola de pandemia, coincide con la publicación de su nueva novela, que Alan Pauls define como “una historia de amor a la distancia”. Pero La mitad fantasma (Literatura Random House) es mucho más: es una historia de obsesiones, de compulsiones, de relaciones mediadas por la tecnología. Y, justamente, para escapar por una vez de la escena fría y distante que entrega la pantalla, el autor de El pasado ofrece mantener una entrevista cara a cara, como las de antes. Barbijo y distancia de por medio, entonces, en la terraza de una librería de Palermo, todavía salpicada por la lluvia, Pauls se entrega a una charla distendida sin los apremios del Zoom ni la tiranía de la señal de wifi.
-¿La mitad fantasma es también una historia de fracaso y de desamor? ¿Refleja la asimetría que se establece entre el que ama y el que se deja amar?
-Yo creo que es una historia de amor o, más bien, de enamoramiento, que está contada desde una perspectiva unilateral, la de Savoy, el protagonista. Algo de la nube del enamoramiento no permite saber hasta el final hasta qué punto es una ilusión o tiene algún viso de realidad. Es una novela que se pregunta cuáles son las señales de reciprocidad en una relación a la distancia. Es casi un monólogo imaginario de este personaje que formula toda clase de hipótesis, descripciones, diagnósticos y predicciones. Hay algo de lógica delirante en cualquier fenómeno de enamoramiento, aún los más recíprocos, consensuados, sensatos. Termine bien o mal, creo que lo que Savoy gana, aun pagando un precio alto, es un mundo. Pero no juzgaría si el amor termina bien o mal.
-Savoy es obsesivo y solitario. Le gusta espiar vidas ajenas. Tiene distintos “vicios”: visitar departamentos en alquiler que no piensa alquilar, comprar por Internet cachivaches que no necesita, nadar como si fuera a competir. ¿Qué representa ese personaje tan peculiar?
-Al principio, Savoy está muy solo y se las ingenia para tender sus pequeñas redes sociales (no en el sentido tecnológico). Cuando sale al mercado inmobiliario descubre que le gusta ver pedazos de vidas ajenas en los quince minutos que dura la visita. También se mete en las plataformas electrónicas de comercio, no para comprar lo que necesita, sino porque le gusta ver qué clase de dementes ponen en venta cosas como animales embalsamados. Es cierto que un vicio elimina a otro hasta que el gran mundo del enamoramiento barre con todos los demás. Pero lo que está siempre en juego es la idea de que en ningún momento va a estar satisfecho. Son como utopías de satisfacción.
-La relación a la distancia se concreta a través de Skype. Y eso te permite reflexionar sobre los usos de la tecnología. ¿Qué te genera esa cuestión que es central en la trama?
-Me interesa la tecnología, pero más la relación torpe y problemática que uno le da (quiero decir yo, una persona que ya tiene cierta edad) y los efectos colaterales. Estoy lejos de ser un experto, uso solo lo que necesito. Me atrae ver cuánto hay de viejo en lo nuevo y, también, cuánto hay de nuevo en lo viejo. Las composiciones mixtas que hay en todo lo que llamamos viejo y todo lo que llamamos nuevo. Este personaje, que es un cincuentón, que tiene cierta experiencia de vida y cree estar de vuelta de muchas cosas, de repente se ve arrojado a un mundo, el contemporáneo, y descubre ciertas estrategias y funcionalidades medio aberrantes de una herramienta que debería servir para optimizar las cosas.
-Hay una constante del uso que da Savoy a la tecnología: es espía y también, testigo. Cuando se comunica por Skype con Carla, él mira qué hay detrás, busca detalles, pistas. ¿Crees que en el mundo digital somos observados y, también, observadores?
-Lo de ser espectadores es algo muy contemporáneo. Pienso lo interesante que es, cuando hacemos un Zoom, ver un pedazo de mundo a espaldas de la persona con la que estamos hablando; qué interesante es lo que pasa por atrás. En Berlín tengo tres grupos en el taller de escritura, que fueron presenciales hasta diciembre del año pasado y desde este año pasaron a ser virtuales. Al principio, por supuesto, yo protesté contra el Zoom, pero después me di cuenta de que ver a diez o doce personas en sus casas o donde sea tomaba una dimensión increíble. Incluso, ahora empezamos las sesiones con una especie de crítica al cuadro de Zoom. Cada uno “lee” ese cuadro de vida que los demás muestran o deciden mostrar: qué grado de puesta en escena hay, de cuidado, de producción. A mí se me activa esa curiosidad. Por un lado, me cuesta mucho adaptarme, usar bien las herramientas, pero mientras sufro con esa torpeza, empiezo a descubrir ciertas compensaciones perversas.
-¿Ese fue el disparador de la novela?
-Los primeros gérmenes empezaron cuando, en una época previa a la pandemia, yo hablaba con alguien por Skype y no podía evitar husmear el fondo o hacer comentarios sobre lo que se veía por ahí. ¿Cómo no vas a leer la imagen del otro tanto como lees su imagen, su cara, sus gestos? Ese fue el punto de partida. Pensé cómo se leerían uno al otro dos enamorados que se tienen que comunicar así y cómo leerían ese pequeño cuadro, esa ventana, y hasta qué punto el personaje más obsesivo lo leería como un crítico renacentista: detalles, perspectivas, señales, pistas, sentidos que no encuentra en las palabras. Hay mucha información disponible y los ejes de la conversación empiezan a cambiar.
"Tal vez ahora ser flexible sea estar dispuesto a estar quieto durante ocho meses. Tal vez parte de la nueva flexibilidad sería ser sedentario. Yo descubrí que mi sedentarismo, en este momento, es una gran virtud cuando es algo que siempre me critican”"
-El texto tiene largos párrafos y las digresiones funcionan como recurso narrativo.
-A mí me gusta mucho abrir paréntesis. Me parece que escribir novelas tiene que ver con irse por las ramas. Odio ir al grano. Y odio la literatura que va al grano. La lógica del que empieza a hablar y de repente se le cruza otra idea que lo tienta y la sigue y marea al interlocutor, lo seduce, y después lo duerme para luego despertarlo: me gusta eso. Me gusta entrar en ese juego y también, proponerlo. Creo que, dentro de todo, me sale bastante bien. Forma parte de mi manera de escribir. Además, es una tradición novelesca muy fuerte: las novelas nacieron yéndose por las ramas. Pedirle a una novela que deje de dar vueltas es pedirle que deje de ser lo que es.
"A mí me gusta mucho abrir paréntesis. Me parece que escribir novelas tiene que ver con irse por las ramas. Odio ir al grano. Y odio la literatura que va al grano."
-¿Pero hay una intención de plantear un tema para luego hablar de otro?
-Sí. Lo que yo escribo tiene que ver con el orden de lo mental. Para mí, la organización de los mundos mentales no funciona en línea recta, siempre hay zigzag, escapes, fugas, pérdidas. No me interesa reprimir eso. Me interesa investigar lo que se abre con cada frase y el desafío de no perder del todo el rumbo.
-¿Como lector te pasa lo mismo? ¿Es lo que te atrae de un relato?
-Soy más eclético como lector que como escritor, por suerte. Pero, sí, claro: Proust es uno de los escritores que más me gustan. Me gustan los escritores que se van por las ramas, que tengan esa sensibilidad, esa percepción. Y también me gusta Beckett. O escritores que tienen un concepto de la lengua como si fuera un hueso, una cosa seca, deshidratada. Pero como escritor funciono así, es muy difícil que pueda funcionar de otro modo.
-En un capítulo hay una crítica fuerte a una película de Win Wenders, sin nombrarla, y también a cierta música de los años ’80. ¿Lo incluiste como marca generacional?
-Son referencias importantes para el personaje y, a la vez, son ejemplos de una experiencia cultural que me interesa mucho: aquello que te forma y que luego odias. La relación que tenemos con esa obra tóxica, mala o berreta, de la que uno, sin embargo, está compuesto. Es el caso de la película de Wenders. En ese punto, la experiencia de Savoy es la mía. Wenders fue un cineasta muy importante para mí, entre los 17 y los 30. Wenders y toda la constelación alrededor suyo eran todo para mí.
-¿Y qué pasó?
-En los años ’80, a Wenders le pasó lo que le pasa a muchas artistas, que en un sentido la pegan. Y se convirtió en una especie de kitsch, medio paródico: en ese sentido, la película bisagra es El cielo sobre Berlín. Lo que dice Savoy en el libro condensa la furia del fan que es traicionado por el ídolo. Lo que no le perdonas. Y tal vez simplemente lo que pasó es que te dejó de gustar lo que hacía. Con el pop de los ’80 me pasa lo mismo. Son las vueltas que le doy a ciertos objetos culturales que fueron muy importantes para mí y que por alguna razón en algún momento sentí que me traicionaban. Tal vez no el objeto sino su autor.
-¿Te pasó algo así con la literatura?
-Con algunos escritores que leí de muy joven, pero tal vez el que había cambiado era yo. Me pasó con Cortázar, un autor con el que me resulta muy difícil tener una distancia justa. Si uno lo lee muy temprano es muy difícil no tener otra relación que la de fan. Me enseñó mucho, me dio mucho. Pero le veo la hilacha, es canchero y yo odio los escritores y los artistas cancheros.
-¿Ser canchero en la literatura es mostrar cómo uno escribe?
-En el caso de Cortázar, su escritura está muy poblada de guiños, es muy superficial, muy frívola; de una manera muy inteligente porque hace guiños a muchos públicos al mismo tiempo. Es una literatura que juega a muchas puntas constantemente y muestra cierta superioridad sobre los mundos que narra o que presenta. Todo eso me distancia en el mal sentido. No representa ningún misterio para mí.
-Escribiste la novela durante una residencia en Berlín. ¿Cómo te resultó la experiencia?
-La empecé a escribir acá. Antes de irme a Berlín tenía unas 40, 50 páginas. Me presenté a la beca en Alemania para tener un año sabático y poder escribirla sin interferencias. El viaje también formaba parte de un proyecto familiar un poco más amplio. Y fue así: me dediqué un año a escribir, que era lo que duraba la beca, y una semana antes de cumplirse el plazo ya había terminado. Nunca escribí tanto en mi vida. Incluso tuve muy poca relación con la ciudad. Estuve muy aislado.
"Cortázar es un autor con el que cuesta tener una distancia justa. Si uno lo lee muy temprano es muy difícil no tener otra relación que la de fan. Me enseñó mucho, me dio mucho. Pero le veo la hilacha, es canchero y yo odio los escritores y los artistas cancheros”"
-¿Y la vida familiar y la paternidad cómo se ensambla con la vida de escritor full time?
-Mi hijo iba al jardín unas seis horas por día. Lola Arias, mi mujer, trabaja mucho y tiene una vida muy independiente. Yo estaba realmente solo en la casa varias horas por día en una ciudad como Berlín que es muy silenciosa. Era como estar escribiendo en la celda monástica ideal.
-¿Durante el confinamiento del año pasado pudiste escribir?
-Terminé la novela en marzo, la dejé descansar un poco, la corregí durante abril y mayo y después la solté. A partir de ahí vino un momento raro porque empezó el verano europeo, que tuvo mucha relajación, como si ya se hubiese terminado la pandemia. En Alemania nunca hubo confinamiento total, hubo restricciones para salir al espacio público, pero siempre se pudo salir.
-¿Te afectó a nivel personal y creativo?
-Sí, no me di cuenta mucho en ese momento porque Berlín fue un lugar privilegiado para vivir durante la primera etapa de la pandemia. Las escuelas no se cerraron, solo las universidades. Mi hijo entró a la escuela primaria en septiembre y tuvo clases hasta diciembre. La vida siguió siendo un poco más normal. En diciembre viajé para acá y en enero, cuando volvimos, viví un momento de máximo impacto porque era pleno invierno, un horror total. Todo cerrado. La sensación de que todo volvía a repetirse de la misma manera (o peor) fue como un mazazo. El segundo mazazo en la nuca fue y sigue siendo que ningún país, salvo Israel, Chile, Estados Unidos e Inglaterra, tiene las vacunas que decía que iba a tener, ningún país está vacunando al ritmo que decía que iba a vacunar. En ese sentido, Alemania es un caso testigo de la catástrofe de los países del primer mundo. Es un desastre lo que pasa, aunque los alemanes sean el ejemplo de la eficacia y la organización. Vuelvo en los próximos días y no sé si mi hijo va a poder ir a la escuela. No hay información: lo único que se sabe es que todos los chicos se van a tener que testear todos los días antes de entrar a clase. Es un panorama muy complicado, sobre todo porque la única certeza es que no salimos todavía. Hay que tener la cabeza abierta y ser flexible para seguir adelante. La idea de planear o programar es un poco irrisoria en este contexto.
-¿Cuánto te cuesta en lo personal ser flexible y dejar atrás ciertos dogmas?
-Mucho. Soy poco flexible, pero tengo una ventaja: necesito muy pocas cosas para hacer lo que quiero. Cuando esa estructura mínima es sometida a exigencias de desplazamientos, me empiezo a volver loco. Por ejemplo: el nivel de estrés que paso cada vez que viajo es aterrador, simplemente porque salís de tu casa y no tenés ni idea de lo que vas a encontrar en el aeropuerto, en el avión, en la escala, en el destino. Es una locura. En cada una de esas instancias se juega la continuidad del viaje, más allá de que te podés contagiar y enfermar. Todo es incierto en todo momento cualquiera sea la precaución que tomes. La gente que más o menos funciona en este caos es la que tiene una gran capacidad de adaptación. Yo, que soy una bestia prehistórica, no tengo problemas en estar solo en una habitación, pero hay gente que no soporta estar solo. Tal vez ahora ser flexible sea estar dispuesto a estar quieto durante ocho meses. Tal vez parte de la nueva flexibilidad sería ser sedentario. Yo descubrí que mi sedentarismo, en este momento, es una gran virtud cuando en general es algo que siempre me critican.
-Desde fines de enero estás a cargo de las clínicas de escritura para los autores que recibieron una mención en el Premio Estímulo de Escritura “Todos los tiempos el tiempo”, organizado por la Fundación Bunge y Born, Fundación Proa y LA NACION. ¿Cómo fue el trabajo con los proyectos seleccionados?
-Ya estamos terminando. Falta un encuentro. Se habló mucho de todas estas cosas porque la temática de los nueve proyectos tiene que ver con la experiencia de pandemia. Algunos son más explícitos; otros son más alegóricos y sutiles. Una muy buena decisión fue abrir el premio a géneros muy diferentes: hay novelas gráficas, literatura infantil, cómic, guion de cine, obra de teatro, dos novelas, un libro de relatos. Podemos trabajar con especificidades muy diferentes. Vinculando este momento con el mundo creativo me parece que lo bueno es que muchos aceptan que es una etapa para pensar en lo que se hace; no toda la gente que escribe o que se dedica al arte considera necesario pensar en lo que hace. Ahora hay una dimensión de reflexión, tal vez porque la gente está más sola y más concentrada. Es un momento de pensar.