Al rescate de Ángel Bonomini, un autor fantástico al que casi nadie leyó
La entrada del diario personal fechada el 22 de agosto de 1972 empieza igual que casi todas: "Come en casa Borges". Pero sigue: "Le leo 'Los novicios de Lerna', un largo cuento del mismo nombre, de Ángel Bonomini. Nos parece excelente". Adolfo Bioy Casares no mentía. Le diría lo mismo a Bonomini, palabra más palabra menos, en una carta privada. Como sea, resulta un elogio inusitado en la espesa selva de diatribas -por lo general justas, todo hay que decirlo- que es el Borges de Bioy. Pero ni "Los novicios de Lerna" ni el propio Bonomini necesitaban (tampoco necesitan ahora) la sanción de esos confidentes -casi un imprimátur profano- para ser lo que son. Escrito, como cada línea de Bonomini, con un estilo que combina la tremenda exactitud (cada palabra no puede estar sino donde está) con el porteñismo más austero, ese relato es una vasta alegoría del hundimiento del individuo en la indiferenciación masiva, si no fuera porque la alegoría es tan perfecta que se sustrae incluso de quedar fijada en esa evidencia didáctica. Una beca imposible, un lugar habitado por reflejos idénticos de cada invitado, la epidemia... No, la trama es tan cerrada que no admite glosa. El cuento es de 1972 y está incluido en el libro del mismo nombre. Muchos años después, el póstumo Más allá del puente (1996) contiene "El inquilino", un cuento en el que Bonomini recupera el asunto en versión microscópica: un hombre que se encuentra a sí mismo en su propia casa y con el que pacta repartirse el día y la noche para no encontrarse (consigo mismo).
¿Pero quién era Bonomini? ¿De dónde salió? Como todo lo mejor de la Argentina intelectual, de la revista Sur. Ahí aparecieron sus primerísimos poemas. Los cuentos vendrían después. Esos cuentos que ahora, gracias a Manuel Borrás, el mejor editor español, el más fino y universalista, vuelven a la vida.
Igual que Alberto Girri, de quien fue amigo, Bonomini empezó como poeta muy en línea con la generación del 40; con María Elena Walsh, novia de juventud, publicaron en 1952 Argumento del enamorado/Baladas con Ángel.
Pero Bonomini, también como Girri, tomó rápida distancia del neorromanticismo cuarentista. Su horizonte era muy distinto. Distinto y desencantado. Libro de los casos, de 1975, está dedicado a Héctor A. Murena. Esa dedicatoria no es casual. Con Murena compartían una entrevisión torcida de lo real y, a la vez, una completa insatisfacción con lo real, un apetito de trascendencia que solo podía saciarse en lo fantástico.
Libro de los casos reúne las invenciones más radicales de Bonomini. Muchos, por comodidad nacionalista, vinculan esos relatos con los de J. R. Wilcock. Pero parecen más bien anticipar las Lieblose Legenden del genial Wolfgang Hildesheimer. En la primera de esas ficciones de no más de una página conocemos a Rosarito Echagüén: ella nació con los párpados transparentes, "de modo que nunca tuvo el consuelo de borrar el mundo".
Durante muchos años, Bonomini fue crítico de arte. Resulta difícil calcular hasta qué punto ese ejercicio incidió en su imaginación, pero podemos suponer que viene de ahí una invención más visual que sonora. Un ejemplo. El 19 de julio de 1981, Bonomini publicó en LA NACION una reseña de The Dictionary of Imaginary Places, de Alberto Manguel y Gianni Duadalupi. Decía: "La idea de que lo que ocurre solo puede ocurrir donde ocurre ha exigido evidentemente la creación de algunos de estos imaginarios lugares. Dicho de otro modo, parecería que la sucesión de hechos o interrelación de hechos que se ordenan en el plano fantástico requieren, por lo menos en algunos casos, un paraje, un lugar también fantástico, así como los sueños, cuando se alzan los diques de la vigilia, organizan efímeras geografías correspondientes a sus tramas irreales". Lerna, con su alusión a la Grecia Antigua, es después de todo un lugar tan fantástico como el Balbec de Proust.
Sobre Cuentos de amor (1982), Bonomini dio una definición que tiene validez general: "Criaturas solitarias rodeadas de endebles esperanzas y la certidumbre de la irremediabilidad de la muerte". A diferencia de los frívolos de la ficción porque sí, Bonomini creía que lo fantástico implicaba un asunto serio: la soledad de los desamparados.
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