Al menos nos queda soñar
Siempre he tenido problemas para dormir. No se trata de un cargo de consciencia o las preocupaciones que, en mayor o menor medida, nos agobian a todos. Soy insomne, y ya lo era a los cinco o seis años. Al parecer, esto está relacionado con el simpático cuadro neurológico que durante un cuarto de siglo me obsequió migrañas endemoniadas y con el reloj biológico que llevamos dentro y que establece cuánto dura el día, independientemente la celeste regularidad planetaria. En mi caso –y en el de casi todos los migrañosos que conocí– ese lapso es bastante más largo que 24 horas; así que el momento en el que nos da sueño se va corriendo un poco cada día. Hice el experimento una vez de acostarme solo cuando me diera sueño, y el resultado fue tan catastrófico que me abstendré de dar detalles. Por pudor.
No me quejo, porque al final, gracias a internet –que nos permite compartir experiencias a una escala mucho mayor que hace cuarenta años–, aprendí a mantener una rutina de sueño más o menos regular.
Sin lujos, eso sí. Ignoro, por ejemplo, los placeres del dormir, y eso de estar cansado me suena más a una cosa muscular que a las ganas –normales, gozosas– de irse a la cama. Hasta el servicio militar, y, sobre todo, hasta que tuve covid, no supe lo que era sentir verdadero deseo de recostarme un rato. Como otros insomnes, racionalizo el dilema asociando el descanso con “una pérdida de tiempo”.
Por supuesto, no lo es. Pero para muchos de nosotros la hora de irse a dormir, lejos de ser un solaz, constituye una obligación más de las muchas que la adultez impone. Con el agravante de que algunos venimos experimentando este desafío de trasnoche desde pequeños. Recuerdo el suplicio cotidiano de irme a la cama a las 10; por fortuna, contaba con la promesa del soñar.
Por lo tanto, uno de los riesgos que corremos es el de pasarnos de vueltas con la vigilia y el trabajo. Todo eso del burn out nos parece una tierna ficción, y solo de vez en cuando, después de varias semanas de jornadas de 15 horas, empezamos a sentir una remota sensación de rigidez en el cuello y una cierta presión en la frente. Sí, lo sé, se llama cansancio. Pero uno solo experimenta el cansancio, como casi cualquier otra cosa, en carne propia.
Por precaución y supongo que por instinto de supervivencia, nos vemos obligados a moderarnos y darle al descanso un espacio; cierto que menor, diríamos que recetado por el médico. Un querido amigo me hablaba anteayer de administrar el ocio, y tiene razón. Pero los insomnes convertimos el ocio en una actividad por sí misma, lo que desespera a cónyuges, colegas y circunstanciales compañeros de viaje. En ocasiones, incluso cuando parece que estamos sin hacer nada, la procesión va por dentro.
Es decir, esto no tiene nada que ver con aprovechar el tiempo o ese tipo de cosas. Lo que nos pasa está mal, aunque parezca –en estos tiempos desesperados que nos han tocado– una ventaja. Mi bisabuela paterna, de quien es muy probable que haya heredado esta condición, era vista con recelo por sus vecinos, porque no paraba nunca, pero cada tanto tenía sospechosos dolores de cabeza.
Somos sin embargo los que más advertimos los beneficios del descanso. Algunos lo ven como un lujo y los insomnes como un obstáculo. Pero es una necesidad, como beber agua o alimentarse. Hace poco me fui unos días a Madryn. Mi cabeza se sentía a esas alturas como con los engranajes oxidados. Salvo escribir, todo me costaba una enormidad. Así que acepté el convite y me tomé unos días. Como se dice (por el tufillo a excusa, la frase debe haber sido inventada por un insomne), para cambiar de aire. No es aire, amigos. Es neurológico. Luego de unos pocos días, la relojería volvió a funcionar como siempre, las ideas aparecían a manos llenas y ya estaba listo para forzar la máquina una vez más. Es que somos incorregibles, y mucho descansar nos agota.