Al maestro, con cariño
Era la primavera de 1957, era un día lluvioso y era París. Más precisamente el boulevard Saint Michel. Fue entonces cuando un joven periodista colombiano llamado Gabriel García Márquez creyó reconocer del otro lado de la calle a aquel escritor que admiraba de rodillas y se sabía de memoria, y cuya sombra de alguna manera guiaba sus pasos en su estancia europea. Ernest Hemingway tenía casi 60 aunque su cuerpo acusaba muchos más. Había experimentado el resurgimiento de su carrera gracias a un librito publicado pocos años atrás, El viejo y el mar, que le deparó el Premio Pulitzer en 1953 y un buen impulso para hacerse con el Nobel en 1954. Es decir, una verdadera estrella en el firmamento literario. No eran solo 30 años los que separaban a uno y a otro: era una vida entera y, sobre todo, una obra, aunque el futuro fuera a reunir sus nombres en el canon de la literatura del siglo XX.
Cuenta García Márquez en un breve prólogo a los cuentos reunidos de Hemingway que el estadounidense caminaba en sentido contrario junto a su cuarta esposa, Mary Welsh, vestido como un turista: camisa escocesa a cuadros, jeans gastados y una gorra de béisbol. Y que su metro ochenta y tres lo hacía destacar entre los demás paseantes. Periodista al fin, pensó en abordarlo para pedirle una entrevista, pero entendió que su pobre inglés iba a ser una barrera infranqueable. ¿Qué se hace en un momento como ese? ¿Cómo se manifiesta todo lo que uno quiere decir? Antes de que Hemingway se perdiera de vista, y casi sin pensarlo, García Márquez formó un hueco con las manos para proyectar su voz y alcanzó a gritarle una sola palabra: “¡Maestro!”.
En la Argentina y en buena parte de Latinoamérica este vocablo polisémico tiene un significado especial. Se le puede decir maestro al mozo en un bar para pedirle un café o la cuenta, y se puede decir “maestro” para demostrarle cariño a alguien en el trato cotidiano. Pero, expresado con un grito, es sinónimo de veneración incondicional. Maestro es tanto un director de orquesta como un jugador de fútbol, maestro es un escritor o un artista especialmente dotado. El nombre de Mauricio Kartun, por ejemplo, fue invocado una y otra vez estos dos últimos meses en el ciclo “Mis maestros” que se realiza los martes por la tarde en el Hall del Teatro San Martín, donde actores, directores y dramaturgos son invitados a pensar quiénes fueron las personas más influyentes de sus carreras. Kartun parece haber estado ahí desde siempre, impartiendo sin quererlo del todo sus enseñanzas a generaciones enteras de dramaturgos y despertando una pareja admiración.
La vida, el ejercicio del periodismo y la pasión por la literatura me han dado unos cuantos amigos, una colección de enemistades y un puñado de maestros. De entre ellos, me gusta recordar los dos años en que, los jueves por la noche, me sentaba a la mesa donde Abelardo Castillo dictaba sus talleres. Castillo, como los verdaderos maestros, no podía soportar que le dijeran maestro (que fue lo que le dije cuando lo tuve enfrente por primera vez). Cuentista, novelista, ensayista, era un maestro extraño, que desde un principio aseguraba que él no podía enseñarle a escribir a nadie. Que eso no se aprende. Y, sin embargo, gracias a él entendí al menos tres cosas fundamentales. Que no puede haber escritor que antes no sea un verdadero lector. Que literatura y compromiso intelectual pueden correr por caminos separados. Y que si hay algo que un autor jamás podrá controlar es la lectura que se haga de sus textos, que escapa por completo a su voluntad. Uno puede tener la intención de escribir un cuento de terror, y que el lector se muera de risa.
Castillo murió hace cinco años. Espero que cada uno pueda encontrar a lo largo de su vida a sus maestros. Hay pocas cosas más importantes.
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