“Agujas doradas”, el libro de terror que se agotó en pocos días
Michael McDowell, autor de “Los elementales”, narra una historia de venganza ambientada en la Nueva York de fines del siglo XIX; un fragmento de las primeras páginas de esta novela rescatada y convertida en best seller
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El género de la literatura de terror no da solamente sustos y sobresaltos. Una novela del escritor y guionista Michael McDowell (1950-1999), publicada en el país por La Bestia Equilátera, se perfila como best seller a pocos días de su lanzamiento. “Desde que en 2017 publicamos Los Elementales, no dejaron de llegar a la editorial pedidos para que editemos otra novela del genial Michael McDowell -dice el editor Diego D’Onofrio a LA NACION-. Recibimos cientos de mensajes. Tal apasionamiento nos resulta comprensible: compartimos con los lectores ese fanatismo por el autor. De todos modos, la demora resultó demasiado prolongada, y la pandemia sumó otro año más de aplazamiento. Pero el día llegó y finalmente podemos presentar esta novela excepcional que bien valió tanta espera”. Agujas doradas (Gilded Needles), que el autor publicó en 1980, fue traducida por la escritora Teresa Arijón.
La primera edición de Agujas doradas fue de 2500 ejemplares, y “se fue” entre clubes de lectura, la tienda virtual de La Bestia Equilátera y librerías. Los editores tuvieron que reimprimir otros dos mil ejemplares para satisfacer la demanda. “No teníamos plata para imprimir el libro porque nos afectó mucho la pandemia y tuve que convencer a cinco clubes de lectura (Escape a Plutón, Delibooks, Bookerly, Perro Fantasma y Sifón Azul) para que nos lo compraran –revela el editor-. Gracias a ese financiamiento y la preventa en nuestra tienda, que fue un éxito, pudimos pagar no solo la impresión, sino también la reimpresión que está llegando ahora”.
Elogiado por colegas como Stephen King y su esposa, Tabitha King, Peter Straub y Christopher Fowler, McDowell coleccionó a lo largo de su vida memorabilia de la muerte. Después de la suya, decenas de cajas con fotografías, mechones de pelo y cartas de pésame fueron donadas a la Universidad Northwestern de Chicago. McDowell fue el guionista de éxitos cinematográficos como Beetlejuice y El extraño mundo de Jack, dirigidos por Tim Burton. “Apenas leí a McDowell me sentí identificado con su sentido del humor y su naturaleza perversa”, afirmó el director de cine estadounidense.
Según adelantan desde La Bestia, Agujas doradas es una “genuina joya de estilo” que cuenta la venganza de un imperio femenino comandado por una matriarca, Black Lena Shanks, al mando de niños que roban cadáveres, ebrios, aborteras y criminales en Manhattan, en la década de 1880. En esta novela de aire dickensiano, no hay elementos sobrenaturales y el horror se vuelve bien terrenal cuando el grupo de Lena decide enfrentar al juez James Stallworth, que ha iniciado una cruzada para aplastar sus negocios clandestinos. El precio no es tan espeluznante: cada ejemplar cuesta 1600 pesos.
McDowell nació en 1950 en Enterprise, al sureste de Alabama. Se graduó con honores en Harvard, y en 1978 obtuvo un doctorado en Literatura Inglesa y Norteamericana en la Universidad Brandeis. “El mejor arte surge de ser estructurado”, decía. Su primer libro, The Amulet, se publicó en 1979 y Los Elementales, de 1981, es considerada una obra maestra en la tradición de las novelas de casas encantadas. Al momento de su publicación en la Argentina, fue un éxito de ventas y de crítica. Cold Moon Over Babylon, de 1980, fue llevada al cine por Gri Furst en 2016. Blackwater, una saga familiar de seis volúmenes, narra cincuenta años en la vida de los Caskey. El autor escribió guiones para televisión para series emblemáticas del género de terror, como Tales from the Darkside, Historias asombrosas y Cuentos de la cripta.
Durante sus últimos años de vida, McDowell dio clases de escritura de guiones en las universidades de Boston y Tufts. Falleció en 1999 a causa de una enfermedad asociada al VIH. “Fascinante, aterrador y completamente genial -dijo King sobre McDowell-. Debe ser considerado el escritor más refinado de Estados Unidos”.
Así comienza Agujas doradas
Prólogo a medianoche
Una oscura noche de invierno, siete niños se habían agrupado en torno a una rejilla de hierro en Mulberry Street. Vestidos con unos andrajos sucios, con las caras negras de mugre, parecían fantasmas raquíticos, un aquelarre de pequeños duendes malévolos. Se sentaban sobre la rejilla por turnos, durante un minuto más o menos, para absorber el calor del vapor que salía de la caldera subterránea que calefaccionaba los cuarteles generales de la policía de Nueva York. Cuando discutían a los gritos si correspondía otorgarle más tiempo sobre la rejilla a una niña que llevaba en brazos a un bebé, antes de llegar a una decisión, el debate fue ahogado por el tañido de todas las campanas de la ciudad.
El Año de Gracia de 1881 había dado paso al Año de Gracia de 1882.
No muy lejos de allí, en el subsuelo de un ruinoso edificio en Grand Street, había un bar diminuto, tan insignificante que ni siquiera le habían puesto nombre, que vendía la cerveza que otros bares del Bowery habían descartado la noche anterior, porque ya no servía para sus clientes. El negro mudo que atendía el mostrador durante toda la noche servía un líquido rancio en jarros de cerámica que jamás se lavaban. Hombres y mujeres paupérrimos, derrotados, delincuentes y enfermos bebían sin quejarse, hasta que el alcohol fermentado los volvía insensibles al frío de afuera y la miseria de adentro. En ese sótano atestado, donde una pequeña estufa alimentada a carbón arrojaba un humo asfixiante que no calentaba a nadie, los hombres despotricaban contra Dios, contra las mujeres que los habían traicionado, contra los jueces que los habían encarcelado, contra la máquina democrática que no los había dejado libres y contra todo lo que pudiera aparecer en sus mentes afiebradas. Las mujeres, en su mayoría abotagadas por el alcohol, se refugiaban en los rincones más oscuros o permanecían sentadas inmóviles en absoluto silencio, las cabezas apoyadas contra las paredes, empapadas en un sudor frío. La compra de dos cervezas en mal estado les otorgaba el discutible privilegio de permanecer hasta el alba. Los niños harapientos peleaban bajo las mesas y el monito del organillero tísico saltaba sin prejuicios de los brazos de los coléricos hombres a las rodillas de las letárgicas mujeres y sumaba su cháchara estridente al ininteligible tumulto de voces.
Dos hombres de rostros taciturnos, que esa misma mañana habían salido de la cárcel de Blackwell, jugaban a las cartas sentados en la vereda del bar. El único gesto de reconocimiento que hicieron ante la llegada del Año Nuevo fue una imperceptible pausa antes de mostrar los naipes grasientos, cuando las campanas de las iglesias empezaron a repicar.
No muy lejos de allí, en el sótano de una casa en Mott Street, tres muchachas de vestidos a rayas y sonrisa extática iniciaban a una tímida amiga en los misterios del opio. Con una risita incómoda, la novicia colocó una pequeña esfera que parecía un emplasto de alquitrán sobre el extremo achatado de la yen hock, que al comienzo había confundido con una aguja de tejer, y la acercó a la llama de la lámpara verde. Miró a su alrededor a los soñadores impasibles —solo la mitad eran chinos— y susurró nerviosa a sus compañeras:
—¿Están seguras de que nadie nos hará daño?
El tañido de las campanas de Año Nuevo resonó en el sótano atestado, silencioso y lleno de humo y se incorporó a un centenar de sueños aletargados y desfallecientes, a un centenar de visiones grises y azules.
Un cuarto de hora antes —sobre el otro lado del cuartel de policía en la pagana Mott Street— un cabriolé se detuvo ante una discreta fachada de ladrillos en West Houston Street, y un rostro cubierto por un velo y enmarcado por una tupida melena de cabello negro azabache espió ansioso detrás de los visillos. El conductor confirmó la dirección a su pasajera, que bajó entonces del cabriolé y se anunció con un tímido golpe en la puerta de la casa.
—Me manda Maggie —le susurró la pasajera a la mujer de atuendo severo y rostro más severo aún que salió a abrir. La dama del velo era una actriz que media hora antes había sido aplaudida de pie como protagonista y heroína de Ada: Girl Scout de las Sierras, en el Teatro Nacional en el Bowery. La actriz vaciló al llegar al pie de la escalera, que estaba en penumbras. Una bonita rubia de alegre vestido rojo apareció entonces en el rellano, y agitando una vela, le hizo señas para tranquilizarla.
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