De los jardines parisinos a la Documenta de Kassel; de la Bienal de Venecia a la terraza del MET neoyorquino. Charla con este rosarino de 39 años que alcanzó la cumbre de la escena artística contemporánea
En sus propios términos. Así son las entrevistas con Adrián Villar Rojas, el rosarino de 39 años que conquistó la cumbre de la escena del arte contemporáneo mundial. Una vez más, accede con condiciones a la propuesta de LA NACION revista: sus reflexiones llegarán por e-mail, en la fecha prometida. Hasta último minuto habrá que negociar la cantidad exacta de caracteres de los que dispone, porque no quiere que le editen ni una coma.
"Diseñé la metáfora de un alienígena para hacer el duelo del arte desde el final del arte. Partí de una pregunta: después de Duchamp, ontológicamente, ¿qué?", escribe en el mismo escritorio de la casa donde creció, en Rosario, 35 años después de que el crítico estadounidense Arthur Danto decretara en forma contundente que "el arte ha muerto"; provocó así un debate que aún sigue abierto.
"Trabajé muchísimo en las respuestas", asegura Villar Rojas. Difícil dudar sobre eso. Su obsesiva dedicación quedó demostrada en cada uno de los proyectos realizados desde que ganó el premio Curriculum Cero, en 2003. Poco después de haber creado una ballena de arcilla de 28 metros de largo en medio del bosque en Ushuaia, durante la Bienal del Fin del Mundo (2009), fue seleccionado para representar a la Argentina en la Bienal de Venecia, en 2011. Tenía apenas treinta años.
Siguieron, entre otras, intervenciones en el Jardín de las Tullerías (2011); la Documenta de Kassel, la muestra de arte contemporáneo más prestigiosa del mundo (2012); la Serpentine Sackler Gallery de Londres y el MoMA PS1 (2013); el High Line de Nueva York (2014) y una megamuestra que abarcó sedes en Estados Unidos, Grecia y Austria (2017/18).
El teatro de la desaparición se llamó esta última, concebida como "un ready-made de la cultura universal" que conquistó con sus instalaciones postapocalípticas la codiciada terraza del Museo Metropolitano de Nueva York. El mismo título de la trilogía de filmes que había presentado meses antes en el Festival Internacional de Cine de Berlín.
Autodefinido como un "director de teatro", no tiene taller propio ni lugar fijo de residencia, pero sí un ejército de casi treinta colaboradores. Y asegura que pondría "las manos en el fuego por todo lo que hizo, hace y hará" su amiga Mariana Telleria, la artista que representa al país este año en la Bienal de Venecia.
"El único lugar en el mundo donde quisiera trabajar hoy es en las Islas Malvinas", dice misterioso, sin explicar por qué, mientras vende obras en Art Basel, está representado en importantes colecciones como la de la Fundación Louis Vuitton y se aboca a la edición de publicaciones sobre su carrera. Material tiene, de sobra.
¿Cuánto tiempo pasás al año en Rosario y qué es lo que más te gusta hacer ahí?
Cada vez que vuelvo a la Argentina elijo vivir y trabajar en la casa de mis padres, en Rosario. Esto lo hago de manera espontánea y no programática. Me encanta escribir esta entrevista en el mismo escritorio donde estudié para los exámenes desde la escuela primaria hasta la universidad, en el mismo cuarto donde jugué con mi hermano durante la infancia, donde pasé tiempo con amigos durante la adolescencia, donde tuve muchas conversaciones con mi mamá, al lado del pequeño patio donde mi papá ha hecho tantos asados. Hay tantas capas de experiencias, emociones y pensamientos aquí. Definitivamente considero este lugar como mi caverna existencial, y el poder pensar hoy desde aquí como mi mayor logro.
¿Por qué creés que Rosario fue cuna de tantos buenos artistas?
Ezequiel Martínez Estrada habla de Buenos Aires como "la cabeza de Goliat", una hipertrofiada orbe que ha absorbido los recursos económicos de todo el país para transformarse en la "París de Sudamérica", como se la definía a principios de siglo veinte. El abismo cultural y artístico entre esta metrópolis y el resto del país es tan grande como en cualquier otra área del desarrollo humano, y su lógica cruel de funcionamiento asimétrico es similar a la relación centro-periferia a nivel mundial: el centro absorbe materia prima de la periferia y devuelve productos manufacturados. A pesar de la "cabeza de Goliat", Rosario siempre tuvo una fuerte identidad artística y cultural, siempre fue una ciudad en estado de rebeldía contra esta lógica concentracionaria y succionadora de la capital. Mi respuesta a las razones de este fenómeno –si es que existe así como lo mencionás– es la educación pública y gratuita argentina en su forma rosarina. Yo me inscribo en ese linaje. La Escuela de Bellas Artes de la UNR, a fines de los 90. Norma Rojas, Claudia del Río, Hugo Cava, Cristina Pérez, Roberto Echen, Fernando Farina, Emilio Bellon, Graciela Carnevale, Emilio Ghilioni, Iván Hernández Larguía y Mabel Greco, entre muchísimos otros, docentes universitarios y a la vez artistas y pensadores muy activos y comprometidos que fueron fundamentales para mi formación y para la consolidación del campo del arte contemporáneo de la ciudad. Es fundamental, además, entender que esto sucedió en espacios públicos, abiertos a todos: educación pública gratuita, museos y centros culturales estatales-municipales.
¿Qué sentís que tiene que tener un artista hoy para aportar algo nuevo a la escena contemporánea?
Pienso que cada generación tiene misiones que cumplir, o al menos cierto grado de responsabilidad con la época que le toca. Yo me alimento del hastío de vivir a cien años del primer ready-made. Si realmente creemos que vivimos en tiempos post Einstein, post física cuántica, ¿cuánto confiar en el hoy? ¿Y cómo escapar de esta supuesta urgencia que impone? Para mí la respuesta fue el tiempo post y pre humano. Radicalizar el tiempo ha sido una forma de rechazar la urgencia de ser un comentarista del hoy. Siempre me dio miedo lo rápido que envejecen las posturas. El hoy es un terreno demasiado frágil para construir un proyecto, incluso demasiado superficial: la novedad es, hasta cierto punto, falta de perspectiva.
¿Qué opinás sobre las ferias y bienales en el sistema del arte actual?
No vamos a mentirnos: el centro de Europa y los Estados Unidos inventaron el arte moderno, o puliendo las tautologías, inventaron el arte que hoy llamamos arte. Inventaron ese campo híper especializado con intelectuales orgánicos, técnicos, aparato crítico, provocadores, iconoclastas, circuitos curatoriales, institucionales, académicos y museológicos, y, sobre todo, inventaron una genealogía que empieza en las cuevas de Altamira y Lascaux con el ¿arte? rupestre y ¿termina? con el mingitorio de R. Mutt (éste último como significante vacío del porvenir). No hay Google Translator que pueda deformar más y volver más teleológica y metafísica a toda esta dispersión fenoménica que la propia historia del arte, forzando a toda esta multiplicidad de eventos humanos con muy diferente significado y decurso a subsumirse bajo el significante amo arte, para crearse a sí misma –la historia del arte– como objeto, para ponerse en el mundo como campo de poder, como esfera de la producción intelectual y material, como ente emancipado y por tanto ontológico; una fábrica de valor en sí misma. La transabilidad, la transportabilidad, la capacidad de una obra para transformarse en commodity y plegarse a un sistema de circulación planetario es, en verdad, la clave dura del sistema. Y lo que uno encuentra entonces es una suerte de nueva división internacional del trabajo, donde cada región estaría aportando algo más o menos estandarizado, estabilizado, tranquilizante: temas, técnicas, sensibilidades, incluso sufrimientos e inequidades.
Para una importante muestra en la galería Marian Goodman recomendaste a Mariana Telleria, artista que representó a la Argentina en la Bienal de Venecia. ¿Por qué te parece tan relevante como artista?
Mariana, como artista, no tiene miedo a nada, se mueve con soltura e insolencia en un sistema-cosmos de formas –y de estrategias para resolver-crear formas– que de tan personales me atrevería a decir que podría tratarse de la persona más testaruda del mundo. Pero es precisamente esa, la profunda creencia y visión para la construcción de un universo personal, una de sus mayores virtudes. Sé de poquísimos artistas que, como ella, pueden resolver un espacio, los vínculos entre las cosas y el aire que las rodea, con semejante eficacia y con tan poco –aparente– esfuerzo. Hace 21 años que estudio, vivo la vida y pienso con ella y sé muy bien qué tipo de agencia, de potencia, tiene lo que produce: pongo mis manos en el fuego por todo lo que hizo, hace y hará.
¿Cómo incidieron en tu carrera los concursos Currículum Cero y arteBA-Petrobras?
En su carácter burocrático-institucional, esta instancia de exhibición condiciona y fija parámetros a mi práctica, de la misma forma que la fecha de nacimiento, la llegada del verano o el año nuevo son datos calendarios que estructuran y ordenan el tiempo humano. Sin dudas, podrían utilizarse otros datos que cumplieran la misma función. La exhibición es entonces una arbitrariedad que, sin embargo, tiene efectos sobre mi hacer: organiza el tiempo institucional y por tanto los recursos institucionales y propios aplicados al desarrollo de un proyecto, que luego sigue su vida. En Incendio, mi primera exposición individual (Premio del Concurso CV0 que Ruth Benzacar solía organizar hace ya varios años) los problemas centrales en mi producción ya estaban presentes: la idea de colaboración, el problema de la representación de la vida antes y después de los seres humanos, la radicalización del tiempo en el pasado y el futuro remotos, el fin del mundo como una ficción epistemológica, la adición de capas de representación en las representaciones existentes en la cultura humana, el metalenguaje, el problema de las disciplinas y el trabajo manual y de mi propio papel como director o editor de montaje. A estos temas, debo agregar una preocupación por la tecnología como sustituto, suplemento y complemento humano; con la relación de los humanos con lo que llaman naturaleza; con la política dentro de las instituciones de arte para deconstruir sistemas de significación estabilizados; y con la mercancía (objetos artísticos listos para ser desmantelados y enviados en todo el mundo) como la forma normalizada y sumisa de producir arte en el Capitaloceno. Por último, pienso en el temprano proyecto Pedazos de las personas que amamos (presentado en arteBA-Petrobras, 2007) como una especie de plan maestro, una maqueta casi adolescente –pero tendencialmente total– del mundo que deseaba construir, incluso en sus ramificaciones webisode, la metáfora a escala garage de una ontología a desplegar sobre la Tierra.
¿Si te ofrecieran hacer una gran muestra en cualquier espacio de la Argentina, ¿qué lugar elegirías y bajo qué condiciones? ¿Y en el mundo?
El único lugar en el mundo donde quisiera trabajar hoy es en las Islas Malvinas.
¿Por qué solés compararte con un director de teatro a la hora de referirte a tu trabajo?
Desde 2013 he venido desarrollando la metáfora de una compañía itinerante de teatro que erra por el mundo construyendo y desmantelando talleres nómades, espacios escenográficos para una exploración actoral basada en la improvisación, con roles o papeles que los actores van tomando y transformando con cada nueva puesta en escena. Este grupo de actores despliega una relación muy fluida, cambiante y dinámica con su director. A través de múltiples canales como el dibujo, la palabra escrita o la conversación, este director les transmite información para desarrollar su improvisación. Supuestamente, estas operaciones llevarán en su conjunto a la realización de una obra teatral, es decir, de una exposición. Sin embargo, el horizonte de un producto final es precisamente eso, un horizonte, y la comunicación, lejos de producirse en condiciones de transparencia, va revelando su carácter fallido, distorsionado o incompleto, llevando estas operaciones por caminos imprevistos, entreverados, dolientes, muchas veces insólitos. De esta forma, a partir de la opacidad inherente a todo intento de acción comunicativa, emerge la especificidad, lo propio, lo más original de este intercambio actor-director.
¿Cuáles fueron los pro y los contra de haber tenido tanto éxito tan joven?
Relativizaría las variables tanto éxito y tan joven. Rafael Iglesia, un arquitecto rosarino, habla del intento de remover la arquitectura de la arquitectura, la dimensión proyecto de los proyectos, la autoafirmación de la acción humana como tal, para pasar a hacer cosas –así las llama, "cosas"– que no digan soy arquitectura, soy un proyecto, soy algo humano. Cita el ejemplo de una piedra en relación con una silla: una silla carga con toda la dimensión proyecto a cuestas, en cambio la piedra, ocasionalmente, puede servir para que alguien se siente. No está hecha para ser silla, para cargar con un proyecto. Así, dice Iglesias, le gustaría que fuera el futuro de la arquitectura.
¿Cuáles sentís que son los ejes esenciales de toda tu obra?
Yo vivo, como todo lo que existe, en una realidad 4D, produzco signos que dan cuenta de esta condición. Me interesa la producción de materia por su valor como prueba de nuestra existencia, pero debo reconocer que no hay nada humano que no sea de algún modo un documento de su existencia. Precisamente, es ahí donde la práctica se ve desbordada por su intertextualidad con la vida misma, con la naturaleza de la que no somos más que un aspecto totalmente integrado y en la que un celular no es menos natural que un hormiguero. De esta forma, de igual manera que una especie animal o vegetal en un ecosistema, los objetos que produzco son extremadamente sensibles a su contexto. Leen su medio ambiente y responden a esa lectura adaptativamente. Se alimentan de él mediante un abanico de estrategias de intercambio y aportan outputs a ese ciclo ecológico del que forman momentáneamente parte. Luego, como ya dije, estas cosas no se destruyen porque nosotros regresamos para destruirlas con palas y martillos. Más bien, ellas solas se dan de baja y al desaparecer siempre queda el pedazo de carne cruda que representamos, es decir, mis colaboradores y yo. Diseñé la metáfora de un alienígena para hacer el duelo del arte desde el final del arte. Partí de una pregunta: después de Duchamp, ontológicamente, ¿qué? ¿Cómo ir más allá del hombre que, con la operación ready-made, había sentado las bases de la apertura del juego a todos los juegos, y del lenguaje a todos los lenguajes? ¿Qué quedaba por hacer que no fuera expandirlo, confirmarlo, rechazarlo, contradecirlo? Si su genialidad, de alguna forma, había puesto fin al arte al llevarlo hasta el último límite. Y me respondí: el duelo. En este cuadro, en esta imagen terminal, instalé un alienígena jugando con los sedimentos, los restos, las ruinas del lenguaje. Entendiendo por alienígena una conciencia tabula rasa, capaz de aproximarse a los entes (la matemática, las piedras, el idioma de las lombrices o el Dios de una civilización en otro punto del multiverso) con total desapego, horizontalidad, desprejuicio e ignorancia. No es, por tanto, un alienígena solo en relación con el lenguaje humano, sino con todo lenguaje. Es el otro del lenguaje en cuanto tal, un segundo o diez mil millones de años después de su fin.
¿Por qué gran parte de tus obras son instalaciones efímeras?
Sólo tenemos que empujar un poco más y darnos cuenta de que, de la misma forma que las palomas hacen nidos, nosotros producimos símbolos, imparable e incansablemente. ¿Qué pasaría si dejamos de pensar esto que hacemos como arte? Hasta cierto punto esta etiqueta –muy práctica, como toda etiqueta– está generando vicios extremadamente constrictivos. Por ejemplo, tenemos esta idea de preservación, de congelar algo e impedirle su dinámica vital, de prohibirle su relación con el entorno, con el medio ambiente. ¿Por qué? El Partenón fue una iglesia romana durante el dominio de Constantinopla y un gran depósito de explosivos durante el Imperio Otomano, así como muchas otras edificaciones griegas y romanas fueron recicladas por los cristianos, luego por los musulmanes y nuevamente por los cristianos. Durante los procesos de Reforma y Contrarreforma, ¿cuántas iglesias fueron saqueadas o limpiadas de figuras y frescos? La reforma luterana y calvinista, ¿cuánto arte religioso destruyó? Toda la escultura renacentista se construyó sobre la idea de que la escultura clásica era puro mármol blanco cuando en verdad estaba íntegramente pintada, con sus ojos, su color piel, sus cabellos, sus vestimentas. Toda Grecia antigua era un abanico de colores chillones, intensos, repletos de vida y hasta de una alegría carnavalesca, pero obviamente se fue despintando y hoy asumimos que siempre fue blanca, como herencias mutantes –¡presentadas como la ortodoxia por siglos!– del Renacimiento y el Neoclasicismo. No hay forma de que nuestra presencia como agentes culturales resista mucho más de cien años. El Panteón ya está diseñado. Somos formas ya degradadas de la cultura. Y si estamos en el post-final, yo ya me estoy trabajando como olvidado.
¿Cómo te gustaría ser recordado en el futuro?
Uno no puede dejar de sentir hastío al pensar en mil años más de arte. Hemos llegado a la mecánica perfecta, hemos hecho todo y seguramente seguiremos haciéndolo cada vez mejor, perfeccionando detalle tras detalle. Una institución o galería invita a un artista a realizar, en un tiempo acotado, un proyecto que finalmente culmina en una exhibición, también temporaria. Esto se repetirá al infinito. ¿Se puede romper de alguna forma esta dinámica? Una variable central a hostigar es el tiempo. ¿Qué tal si lo radicalizamos ya no metafórica sino literalmente? Algo de esto empezó a insinuarse en Motherland, un proyecto virtualmente fuera del tiempo para el museo Guggenheim de Nueva York, en el que un mínimo sustrato material será la base de un guión que la institución se ha comprometido a ejecutar para siempre, hasta el día en que cierre sus puertas. Se trata de un conjunto de acciones mínimas en la terraza (un lugar no accesible para el público) y dentro del edificio, que no serán vistas ni percibidas por nadie o al menos no lo serán a corto y mediano plazo. Esta suerte de ritual periódico se hará una vez al año, el mismo día, a la misma hora, de la misma forma, hasta que el Guggenheim deje de existir. El fin de esta institución coincidirá bastante con el de Estados Unidos, y el de este país con el del mundo, al menos tal y como lo conocemos. ¿No es Motherland por lo tanto un proyecto casi literal sobre el fin del mundo? O sobre la trascendencia como proyecto abierto, inacabado, en un constante haciendo. Quizás la forma de volverse inmortal es matar el ego antes de su muerte absoluta, una desaparición programada que deje muchos de estos guiones: decenas de proyectos sin final para realizar a lo largo de miles de años y decenas de generaciones por todo el planeta.
¿En qué estás trabajando?
Actualmente estoy trabajando en una serie de publicaciones que construirán una suerte de revisión panorámica del camino recorrido hasta ahora. Por todo lo demás, nunca hablo de mis proyectos futuros.