Adolfo Pérez Esquivel: el Premio Nobel de la Paz argentino muestra su faceta artística
Presentará en el Museo Lucy Mattos decenas de obras realizadas desde 1950; apenas una aproximación a su legado creativo, que incluye murales y monumentos en varios países
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Allí están las montañas sagradas de Perú, las pirámides mayas y aztecas. También las favelas, las fábricas contaminantes, los campesinos, los mineros. Y, por supuesto, ellas: la Pachamama, diosa venerada por los pueblos de los Andes, las sacerdotisas y Amanda Guerreño, compositora y madre de sus tres hijos, a quien conoció hace 75 años. “Aparece en todos los murales”, dice con orgullo a LA NACION sobre su esposa Adolfo Pérez Esquivel, reconocido en 1980 con el Premio Nobel de la Paz, mientras señala una copia del que realizó con motivo del 500° aniversario de la Conquista de América.
“Esta es tal vez la obra mía más difundida en el mundo, porque está reproducida en iglesias, basílicas y catedrales de varios países”, agrega sobre este Paño cuaresmal encargado por organizaciones eclesiásticas de Alemania, donde se conserva el original. Formará parte de la muestra que inaugurará el 2 de julio próximo en el museo Lucy Mattos, en Beccar. A los 90 años, tras casi medio siglo de sus últimas exposiciones en galerías de la calle Florida, exhibirá allí casi cuarenta pinturas, xilografías, acuarelas, esculturas y dibujos seleccionados por Laura Casanovas.
Se podrán ver por ejemplo bocetos realizados en 1950 en La Boca, el barrio donde Benito Quinquela Martín lo invitaba a comer tallarines en su taller y donde se sentía como en casa entre los barcos, ya que su padre era pescador. O los grabados inspirados en los muros que dividen a la humanidad, como el que le regaló a Joan Báez durante su visita a Buenos Aires en 1981, cuando la salvó de un atentado. O los dibujos realizados en refugios de niños bombardeados en Bagdad, en 2001. O el libro que registra el monumento que inauguró en 2009 en Poio, el pueblo natal de su padre en Galicia, en homenaje a “todos los migrantes que vinieron a América”.
Apenas una aproximación a una prolífica carrera artística que incluye además entre otras obras un monumento en la Sede del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur), en Suiza; un mural en la Catedral de Riobamba, en Ecuador, y una escultura en la Plaza Gandhi, en Barcelona.
“Yo no me acerqué al arte, porque nació conmigo”, asegura este activista defensor de los derechos humanos que vivió sus tres primeros años en un conventillo de San Telmo, hasta que perdió a su madre y fue internado en el Patronato español, en Colegiales. Separado de sus tres hermanos, se convirtió en la pesadilla de las monjas. “Yo era muy travieso -confiesa-, las pobres no me aguantaban”. Hasta que la portera, gallega, se apiadó y le enseñó a tallar.
Su abuela materna, de origen indígena y nacida en Corrientes, le inculcó la espiritualidad y la conexión con la “madre tierra”. “De ella aprendí mucho. No era analfabeta, no era ilustrada, pero era sabia. Porque la sabiduría no es de aquellos que leen más libros; la sabiduría está en aquellos que comprenden el sentido profundo de la vida -observa-. Casi no hablaba castellano, hablaba con los animales y con las plantas en guaraní. Me decía: ‘Te voy a contar las historias de mi pueblo, en la selva’. Desde chico entendía el guaraní, ahora me acuerdo únicamente las malas palabras. Cuando me enojo mucho, termino puteando en guaraní”.
Pasó su adolescencia trabajando como jardinero y canillita -”Me inventaba las historias para vender los diarios, una peor que otra. Era un gran mentiroso”, recuerda con humor- y por las noches estudiaba en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano. Visitó fábricas para enseñarles a pintar a los obreros y colaboró con Carlos de la Cárcova, arquitecto e hijo del célebre pintor, en la realización de esculturas para el Teatro San Martín y la Facultad de Derecho de la UBA.
“Siempre fui militante, porque provengo de un hogar muy pobre”, explica este hombre que fue detenido, encarcelado y torturado durante la dictadura militar. “El arte cura el alma –agrega-. Y es a través del alma donde podemos comprender quiénes somos. El Subud, que es una mirada distinta a la espiritualidad, dice que la muerte es cuando se cierran las puertas de las sensaciones y las emociones. Y se abren otras, que son las del alma. Ahí nos reencontramos realmente con quien somos. En esta muestra habrá un cuadro que es la muerte enamorada de la vida: la muerte y la vida van juntas, siempre”.
Para agendar:
Senderos de arte de ayer y de hoy, de Adolfo Pérez Esquivel, en el Museo Lucy Mattos (Av. Del Libertador 17426, Beccar), desde el 2 de julio a las 15. De miércoles a sábado, de 11 a 19, y domingos de 10 a 18. Entrada general: $600; estudiantes y jubilados: $300
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