Adiós a mi primera Julieta
Hace unos días falleció Olivia Hussey, una actriz que nació en Buenos Aires en 1951 porque su padre era argentino. pero que fue británica porque su madre era de allí. Yo estaba echada en la cama de mis padres, junto a mi madre, cuando la conocí, a mis once o doce años. Buscábamos qué ver en televisión, juntas, en lo que creo que fue alguna vacación de verano, cuando ella se apareció en la pantalla como un estruendo hecho de piel y lozanía, y mi madre detuvo la búsqueda. Creo que dijo algo así como tenés que ver esto y después me explicó muy poco. Romeo y Julieta, amor, familias enemigas, muerte. “El cura”, repetía cuando aún usaba el cabello rizado en una permanente, casi como un mantra, “el cura se metió y lo arruinó”. Ella hablaba como si se tratara de la vida y nos quedamos mirando la película. Olivia fue lo primero que supe de Shakespeare.
Tenía una belleza abismal. Eso era, una rajadura en la tierra y después el vacío, un punto de partida. Su rostro entero y por separado, los ojos del color del viento, la nariz de muñeca, la boca, cada uno de los labios, sus pómulos altos y fáciles de intimidar, el cabello larguísimo y oscuro y lacio como las cosas que no tienen errores. Olivia era tan linda que montaba algo como antes nunca. Sus pechos rebalsados en el escote del vestido del siglo XVI, debajo de la cruz colgada en su cuello de cisne; sus piernas al ritmo de la época, el mentón, su estatura tímida, su cintura blanca, prístina, lista para ser enmarcada, su frescura para encarnar lo que era, una adolescente de 15 años con la vida por delante hecha solo de fuego, su pertinencia para ser Julieta Capuleto, de Verona, casi quince también, y esa voz tibia que pronunciaba las líneas escritas en verso para ser dichas: “¿En un nombre qué hay? Lo que llamamos rosa aún con otro nombre mantendría el perfume; de ese modo Romeo, aunque Romeo nunca se llamase, conservaría la misma perfección”.
Olivia era el poema y fue mi primera Julieta. A partir de ella –que ganó un Globo de Oro por su rol en la película de Franco Zeffirelli– todas las demás: la del libro de tapa entre rosada y violeta de William Shakespeare que mi madre me compró casi de inmediato, la del film de Baz Luhrmann, las que me topé durante mi adolescencia en el conurbano (una época en la que nos creábamos una para cada drama), la que encontré en varias historias de amor que leí después porque Julieta, como Olivia, también es comienzo, la de las clases de la profesora Laura Cerrato en el aula de la Facultad de Filosofía y Letras, las que vi en teatro, las que tengo en los ejemplares que compré en cada país que visité. Olivia fue mi primera Julieta pero todas mis Julietas. Si alguien dice Julieta, de Romeo y Julieta, yo pienso en Olivia, en sus ojos del color de la tormenta.
Estaba trabajando cuando ella murió. En la redacción una compañera alzó la voz y avisó que había fallecido una actriz británica, que iba a armar la nota, y cuando le pregunté quién era, ella respondió y me sentí incómoda, no dolida, pero sí perturbada por una muerte que no me afectaba (yo no había sido una fanática de Olivia), pero que me angustiaba, quizá apenas, porque me recordaba que la vida se arma con piezas que se caen.
Para mí Olivia siempre será Julieta. Cuando vuelva a leer el libro, ella será Julieta. Cuando cualquiera hable de este amor adolescente, ella será Julieta. Será su boca la que diga, sus manos las que toquen. Aunque ya no esté, aunque haya actuado en más de cuarenta películas, tenido otros roles como María en Jesús de Nazareth, como Rosalie en Muerte en el Nilo, para mí será Julieta, la única hija de los Capuleto. Para Romeo también. El actor Leonard Whiting, quien protagonizó la película junto a ella, publicó un mensaje tras su muerte y le dijo: “Descansa, mi hermosa Julieta, ninguna injusticia puede hacerte daño ahora”. A veces eso pasa.