Adiós a Botero: creador sin par, sembró el mundo con su inconfundible obra y batió récords
Dueño de una figuración desmesurada en su escultura, dibujo y pintura, tenía 91 años y había estado internado en Montecarlo por una neumonía; en Colombia dieron siete días de duelo
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A los 91 años, murió en su casa de Montecarlo, en el principado de Mónaco, el pintor, escultor y dibujante colombiano Fernando Botero. Creador sin límites, dueño de una figuración desmesurada, fue durante años el campeón de los récords en las subastas latinas de Nueva York.
Desde Valentino a Versace el mundo del arte y del coleccionismo amó su pintura lisa “como una tela de Piero della Francesca”, dicho por él mismo durante una larga entrevista para LA NACION en su piso de Park Avenue, en el Upper East. Era una tarde helada en Manhattan y el colombiano universal tenía ganas de hablar. Preparó té verde y, como un narrador entrenado, relató su infancia en Medellín, se refirió a su madre costurera y los hilos de colores, habló de las sierras y de los caballos, temas recurrentes en su obra, eclipsada por las fenomenales gordas, leves en la desmesura.
Su padre era un comerciante de Antioquía y el joven Fernando quería otro destino, soñaba en grande. Estudió Bellas Artes y, cuando los ahorros se lo permitieron, voló a Madrid para estudiar en la Academia de San Fernando. Su primer trabajo fue como ilustrador de un diario, tenía la destreza en las manos y un incomparable sentido del humor, esa mirada socarrona que atraviesa toda su obra. De esa cruza de talento y humor nacieron las gordas ingrávidas.
Inspiradas en las prostitutas de los piringundines de su tierra, lo consagraron como un artista original y potente. Fue un dandy que amaba el arte, la vida, las mujeres y la rica comida. Fue, también, un hombre generoso, querido y admirado. A Bogotá le donó su colección de arte internacional, que es hoy patrimonio de un museo que lleva su nombre, en la Manzana Cultural del Banco de la República. A Medellín, su tierra natal, le donó un parque de esculturas que suele animarse con música, otras de sus pasiones.
Desde Los Ángeles, Teresa de Anchorena, amiga, curadora y circunstancial marchand del colombiano de Antioquía, recuerda en diálogo con LA NACION que cuando se inauguró el parque de Medellín, un chico que tocaba el violín dijo emocionado: “Ahora no podré tocar jamás un fierro”, en alusión a una tierra arrasada por la violencia de los narcos, donde el peligro acechaba en cada esquina y donde moverse era imposible sin una guardia pretoriana.
Cuando en los años 90 expuso en Buenos Aires -sigue evocando Anchorena- descubrió hasta qué punto el lenguaje de Botero era universal, reconocible: “Su genialidad fue haber encontrado un lenguaje comprensible para todos, el pintaba su pueblo y así logró llegar al mundo. En cada muestra, en cada museo dejó una obra para la ciudad, una huella, un testimonio, un gesto simple que convertía su imagen en parte del paisaje”, remata la especialista, posiblemente la argentina que mejor conoció al colombiano. Y exhuma entre los recuerdos una fotografía tomada por Rolando Paiva en blanco y negro en la que ambos -Botero y ella- conversan, en un parque en París, con otros amigos del arte: Guillermo y Franca Roux, Antonio Seguí.
Llevó por el mundo, hasta sus últimas muestras en China, una imagen inconfundible siempre acompañada de un fabuloso éxito comercial, obras por arriba del millón de dólares que en los años 90 los compradores se quitaban de las manos. Colgó en aquella década una muestra en Buenos Aires, organizada por Anchorena. La exposición en Bellas Artes fue un éxito de público y dejó para la ciudad el Torso masculino desnudo de su autoría que está en el Parque Thays, sobre la avenida Del Libertador.
Hombre de mundo, auténtico bon vivant, vivía entre Medellín, Grecia, Pietrasanta, París y Montecarlo, cosechando amigos y compradores. Pierre Levai, director de la Galería Marlborough de Nueva York, que lo tenía en su staff, junto a Bacon, Chillida, Almodóvar y Manolo Valdes, consideraba a Botero un fuera de serie, el inventor de un estilo, de una manera y de una paleta personal en la gama de los pasteles. Usaba cuatro colores como marca registrada: rojo cadmio, verde esmeralda, azul cobalto y amarillo ocre, menú cromático para definir su obra que consideraba la combinación de “volumetría geométrica y gastronomía visual”. Además de sus pinturas ya exitosas, lo consagraron sus rotundas esculturas que trasmitían un sensación de poder y de gozo. Obras como Mujer recostada o sus caballos indolentes integran el podio de La casa de las gemelas Arias, La familia presidencial o Pablo Escobar muerto.
Daniel Maman, uno de sus galeristas, lo consideraba un artista en alza que tenía por delante el mercado asiático con cotizaciones millonarias para sus esculturas. En la última edición de arteba, el stand de la galería argentina en la feria vendió un dibujo del colombiano por 350.000 dólares: Mujer con espejo. “A Jorge Pérez -confió hace un momento desde Miami- le vendí ocho esculturas. Sus obras hoy no tienen precio. El mundo ha perdido a uno de los diez artistas más populares y vendidos de la escena contemporánea”.
El arte era su vida. Lo rescató del dolor y el desconsuelo cuando perdió a su hijo menor, Pedrito, en un accidente automovilístico, entre Madrid y Valencia. Fue un choque brutal en la autopista, un camión que trasladaba caños perdió el control, los caños atravesaron el coche y decapitaron al niño. Botero perdió la falange de un dedo y las ganas de vivir. Recordaba, siempre en presente, esa escena trágica: la pérdida del niño amado a quien pintó una y otra vez, como una manera de exorcizar tanto dolor.
Con su última mujer, Sophia Vari, formaba un dúo de cómplices, socios en la vida y en el arte, protagonistas de un amor sin grietas. Sophia murió de cáncer en mayo. Golpe duro de superar. La conoció en París, en una comida de amigos; ella era elegantísima mujer, griega, de una familia de joyeros. Fue un coup de foudre. Más de cuarenta años juntos; compartieron su amor por la naturaleza, por los animales y por la isla griega de Evia, uno de los cincos domicilios del colombiano, aunque su lugar en el mundo era Montecarlo.
El principado monegasco le otorgó el privilegio de una colina con vista al puerto, “un paraíso en la tierra”. Allí mismo, hace unos días, mientras pintaba, una pulmonía lo llevó al hospital de Montecarlo. Salió recuperado. Pero sus días estaban contados. Murió esta madrugada en su ley, sin haber dejado jamás de crear.
Medellín y toda Colombia están de luto. Serán siete días de duelo por la muerte de Fernando Botero.
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