Adiós a Abel Posse: la maestría de un autor que escribía al pulso de los acontecimientos
Erudito, atento y reflexivo observador de la Argentina, estaba paralizado por el impacto de la vida cotidiana del país
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Abel Posse era una persona querible por lo afectuoso de su trato, la cordialidad de su diálogo y lo animoso de su espíritu. Hacía tiempo que no nos veíamos las caras, pero sosteníamos largas conversaciones telefónicas sobre todas las cosas y algunas otras, sábado por medio. Me contaba los avances y estancamientos de su novela en proceso de elaboración, para la cual había adoptado el nombre de un poemario de César Vallejos: “Los heraldos negros”. En ella se atareaba en las acciones de los jesuitas en esta parte del Nuevo Mundo. La novela en ciernes era un eslabón más de la cadena que había logrado construir sobre personajes de la conquista de América. Sucedería a ese logro impar que es El largo atardecer del caminante, en el que acompañamos al mayor caminador del mundo por tierras fragosas, Alvar Núñez, el “saludador de indios”, de quien Abel había calado algunos elementos trascendentes.
Los capítulos de Los heraldos negros se iban construyendo con la maestría del autor, que manejaba una vastísima y cernida erudición, que me asombraba cada vez que hacía un excurso oral en nuestra conversación sobre algún detalle del relato.
Recuerdo también, las etapas en que me confesaba que estaba paralizado por el impacto de la vida cotidiana del país, en constante deterioro, que le invalidaba el empuje creador.
Su larga estada en el ancho mundo, como diplomático, le había dotado de dos virtudes visuales: el ojo de pez, con el que captaba panoramas complejos, y la pupila de contraste que le habilitaba las comparaciones, de particular manera del mundo europeo con nuestro país. Por eso fue un eficiente “testigo ocular” a lo Belloc, de nuestra realidad argentina, a través de sus ensayos publicados periodísticamente y luego agavillados en un volumen.
Cuatro de sus libros de ensayos están dedicados a nuestra realidad argentina, y sus escritos están compuestos al pulso de los acontecimientos. Ellos cubren la historia desde 2001 a la actualidad. Su último aporte fue a un libro colectivo sobre el resurgir de la Argentina, en la que ratificó su mirada lúcida y la propuesta del esfuerzo renovador de anagogía, como lo llama.
Por eso, en las ocasiones en que disertó en las Academias, que lo recibieron cuando se radicó entre nosotros, la de Letras y la de Educación, apreciamos su capacidad para esquiciar síntesis y paralelismos. Siempre con mirada comprensiva de lo nuestro y sin aplicar falaces criterios eurométricos.
Dos recuerdos personales. Uno, su perplejidad, -pues era casi ajeno a los peligros de la electrónica (en este campo lo asistía su fidelísima Sabine) cuando le descubrí que su personalidad y obra estaban jibarizados en Wikipedia por un activo equipo de reductores de cabezas del oficialismo, que se aplicó a modificar, en la enciclopedia virtual, toda la realidad histórica de los últimos años, a la luz del color con que miran. Abel había enjuiciado a los actores políticos, e iban por él. Se armó un equipo de especialistas del país y del extranjero, y repusieron las cosas en su lugar.
Un segundo recuerdo. Un día le alcancé una carpeta con un conjunto de monografías, obra de los estudiantes de Literatura Argentina en mi cátedra de la Universidad Nacional de La Plata. Nunca lo vi tan entusiasmado como con ese material, pues cotizaba la mirada de esos jóvenes que practicaban sus primeras armas de critica e interpretación sobre los textos de sus novelas. “¿Tenés más?”, me decía cada vez que nos encontrábamos.
Dios le de descanso en la Tierra sin Mal, como llamaban al Paraíso los indios que catequizaban los heraldos negros.
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