Acerca del sentido del sentido
Prometo no extraviarme en meandros etimológicos. Casi cualquier palabra, sometida a un escrutinio excesivo, termina por perder su significación. Pero el planteo sigue siendo válido, pese a que parece un trabalenguas. Con cada crisis, grande o pequeña, incluso por causa de un mal día, que todos los tenemos, porque un amigo nos dio un golpe bajo que no aguardábamos o acaso porque la química blanda de la que somos esclavos nos infundió tristeza, tendemos a preguntarnos por el sentido de la vida. Nos han dado un millón de respuestas, desde las más inspiradas a las más elocuentes, desde las apaciguadoras a las cursis, que abundan; por lo tanto, no tenemos ninguna respuesta.
Empecemos por las reglas de este juego. En filosofía solemos hacernos preguntas que, simplemente, no tienen respuesta. No son retóricas (esa es otra ventanilla) ni es que nos encante andar molestando a las personas. Este hábito tiene que ver con algo de lo que no se habla mucho: ¿para qué sirve un filósofo? Vos ponés médico, periodista, ingeniero o incluso poeta, y todo el mundo sabe más o menos a qué te dedicás. Pero si decís filósofo, te responden “qué bien” y cambian de tema.
Si fuera enteramente cabal, debería preguntarme qué significa en este contexto la palabra “servir”. Pero no nos vamos a complicar también enero, que para eso tenemos otros once meses. Simplifico: el filósofo hace preguntas.
En muchos oficios hacemos preguntas. El médico, para diagnosticar; el periodista, para esclarecer; el científico, para explicar un fenómeno. El filósofo, en cambio, hace preguntas; punto. Puede que en ocasiones ensaye una teoría. Pero sobre todo se dedica a preguntar. Hola, Descartes.
Es una de las actividades humanas más valiosas, porque mientras las respuestas pasan, cambian, flamean en el viento del clima de época, ascienden y se desmoronan, las preguntas permanecen. Entre ellas, hay un grupo de enigmas que describen la naturaleza humana. Esas preguntas no tienen respuesta. Perturba, porque en nuestra tradición cultural la pregunta es vista como un territorio por conquistar. A lo mejor el verdadero logro es admitir que no podemos ganar siempre y que una parte de lo que somos solo existe entre signos de interrogación. (¿Qué somos?)
Dicho esto, vuelvo al principio, porque el plan no es eludir la pregunta acerca del sentido de la vida. El plan es determinar si es otra de esas preguntas tan esenciales que prescinden de toda respuesta o si hay algún lugar donde, como mínimo, cobijarnos en medio de una crisis.
La pregunta por el sentido de la vida viene incomodándome desde la adolescencia. Por entonces me planteaba que, para empezar, la vida parece demasiado compleja para tener un solo sentido. Segundo, que en el caso de que hubiera una única respuesta (digamos, el número 42, para citar al gran Douglas Adams), entonces nos quedaríamos sin una de las preguntas más potentes que tenemos. A lo sumo podríamos organizar mesas debate acerca de si es 42 o 42,001. Pero el vacío que dejan algunas respuestas es atroz.
Con los años he venido a darme cuenta de que la pregunta no está bien formulada. Suena genial, hay que concederle eso. ¿Pero cuál es el sentido del sentido? Todo bien con los interrogantes enigmáticos; lo hacen a uno quedar como un intelectual de fuste. Pero la filosofía intenta ser rigurosa. ¿No es la palabra sentido un poco vaga? Claro que sí. Búsquenla en el DRAE. ¿Estamos hablando de la razón de ser? ¿Del propósito? ¿De nuestro propósito? Esto de preguntar por el sentido de la vida, además, puede llevarnos a concluir, para no perder más tiempo, que la vida no tiene sentido, y ya. Bueno, desdramaticemos un poco.
No sabemos cuál es el sentido. A veces sentimos que es un sinsentido. Confiamos en lo que sentimos más que en la razón. Y la razón tiene preguntas que el corazón no entiende. Por eso tiene sentido. Preguntar, digo.
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