A medio metro de Mark Rothko, en la muestra más genial del pintor que conquista París
El artista había dado instrucciones precisas sobre la distancia y la forma de contemplar su obra, profunda e inquietante como esta inmersión que ahora propone su hijo Cristopher, un niño de solo 7 años cuando su padre se mató en 1970; hasta abril de 2024, en la Fundación Louis Vuitton
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PARÍS.- Son las cuatro de la tarde de un día conquistado por el sol tras una mañana gris y lluviosa. La cola avanza lentamente entre los cristales del edificio diseñado por Frank Gehry para la Fundación Louis Vuitton. Esa arquitectura deconstruida rompe los esquemas, alcanza la fisonomía de una inmensa escultura, al tiempo que desplaza la idea del museo como una caja cuadrada, cerrada sobre sí misma.
Las vistas sobre el Bois de Boulogne son increíbles, un bosque en el corazón de París y, muy cerca, la aventura de encontrar a Mark Rothko (1903-1970), el artista que inventó una manera de pintar y exigió una manera de mirar. Toca el alma, impone tiempo de contemplación y media luz. Instrucciones del artista: pararse a medio metro en el centro del cuadro y esperar hasta ver en el gran lienzo vertical el mundo abierto por Rothko a nuestro universo interior. “Cada mirada, un nuevo descubrimiento. Nunca somos los mismos”, como decía Arthur Danto.
Curada por su hijo Cristopher -tenía 7 años cuando su padre se suicidó-, profesor graduado en Yale, músico y custodio de la obra de Rothko, la exposición dispone 115 obras provenientes de colecciones particulares, instituciones y una larga lista de museos en diez salas con largos bancos blancos, donde la mirada se demora y la inmersión es posible. Fue él quien interpretó el deseo, el recorrido y los espacios destinados a cada grupo pictórico. Es la mayor muestra en París después de la organizada por el Museo de Arte Moderno en 1999, también con la dirección de Suzanne Pagé, actualmente en Vuitton. Desde entonces, el interés por su obra, la influencia de su pintura en el arte contemporáneo y su cotización alcanzaron alturas impensadas, como si hubiera leído antes dónde estaba el lugar del arte, para él, aliado de la música y de la poesía, en un mundo que avanza en penumbras. Pintaba sus enormes telas en un taller del Upper East, en Manhattan, colgado de la escalera, con camisa y corbata, escuchando a Mozart.
Marcus Rotkovicht nació en Dvinsk, hoy Letonia, el 25 de septiembre de 1903, cuarto hijo del matrimonio formado por Yacov Rothkovitch, farmacéutico, y su mujer Anna Goldin. Perseguido y encerrado en un pogrom por la Rusia zarista, amenazado como todos los judíos, vivió encerrado en su casa a media luz. A los 10 años partió con su madre a Estados Unidos, al encuentro con su padre y con sus hermanos en Portland. En 1938, frente a la amenaza nazi se hizo ciudadano norteamericano y se llamó a sí mismo Mark Rothko. Hizo de todo. Vendía diarios por la calle con un cartel colgado del cuello. “I don’t speak english”, hasta que un encuentro casual lo acercó a la pintura. Primero fue figurativo: escenas callejeras, el subte, la gente, la figura humana desarticulada, dolida, herida, como él, por su recuerdo de persecuciones, cargado de culpas por el Holocausto.
Ganó una beca para estudiar en Yale, pero nunca retiró su título. Estaba obsesionado por encontrar un lenguaje propio; fue un surrealista de paleta suave, donde se mezclaban imágenes oníricas, ojos, brazos, mutilaciones, formas cargadas de simbolismo.
Este Rothko menos conocido está buscando una salida, una ventana por donde abrir su diálogo con el mundo. A partir de 1946 da un giro hacia el expresionismo abstracto, ese primer cambio se traduce en los Multiformes, cuerpos cromáticos de distintas formas en suspensión, sobre grandes telas, en general, verticales. Poco a poco, el artista ajusta su mirada a planos binarios, definidos por los colores, con prioridad del rojo, naranja y amarillo. Después vendrán el verde, los azules y la esquiva oscuridad de los marrones, tocados por una línea que refuerza la idea de límites porosos. Es lo que tiene en su mente.
Finalmente, y con sala propia, la número 10, están sus pinturas grises y negras, por donde camina Giacometti, el más contemporáneo de los escultores. Nada más afín, más oportuno, más conmovedor. El suizo esculpe la naturaleza humana, el fondo... no la forma.
Rothko, lector de Dostoievski, de Esquilo y de Nietzche, tiene un sentimiento trágico de la vida y cree que en esas masas cromáticas está contenida la violencia del gesto. Por eso la media luz y la necesidad de volver a mirar, nunca es igual, el cuadro vibra y atrapa. En 1958 recibe el encargo de producir una serie de pinturas murales para el restaurante Four Seasons, del edificio Seagram de Philip Johnson en Nueva York. Un encargo que cumple, pero que no entregará jamás. Cuando visita el lugar no le parece el espacio adecuado, ni el ambiente, burgués y frívolo, a tono con su obra. Renuncia a una buena suma y finalmente, más tarde, donará nueve de esas pinturas a la Tate de Londres, en homenaje a J.M.W Turner, a quien admira. Esa sala completa se exhibe ahora en la Fundación Vuitton.
Desde su apertura, el 18 de octubre, la muestra ha sido un éxito de público y de crítica, un triunfo para Bernard Arnault, dueño del Grupo LVMH, el hombre más rico del mundo, coleccionista de arte y creador de la fundación, que vio en esta abstracción sensible, pariente (pero no muy cercana), del expresionismo abstracto, el caudal emotivo, un signo de los tiempos.
El mejor ejemplo es la Capilla Rothko construida en Houston por encargo de Dominique y John de Menil, grandes coleccionistas y filántropos, que vieron en su obra el testimonio de una voz universal para cubrir con ellas las paredes de una capilla destinada a todas las religiones. Visitarla es sin duda una experiencia mística. Una maqueta de la capilla y la entrevista con los De Menil ocupan un espacio en la muestra, pero no están las pinturas.
“No me interesa el color me interesa pintar la luz”, dijo una y otra vez el artista marcado por las tinieblas de su infancia, por el exilio obligado, por la diáspora de su familia. El malestar de su existencia crece con la oscuridad de sus pinturas. En 1969 deja a su familia, firma un contrato con la galería Marlborough y comienza la serie de Blackforms, dona sus pinturas originalmente para Seagram, a la Tate, como anticipando un final. Tras haber sufrido un aneurisima de aorta y recibido la orden de no pintar telas grandes, Rothko se quita la vida el 25 de febrero de 1970 en su atelier neoyorquino.
Han sido las tremendas cifras pagadas por sus obras las que convirtieron a las pinturas de Mark Rothko en noticia. La última pertenecía a la colección Macklowe, rematado en mayo de 2022 por Sotheby’s, tras el divorcio de un matrimonio de medio siglo, roto por el irrefrenable amor de Harry Macklowe por su novia francesa. Una “cosecha” de 600 millones US. La más cara de la historia. El cuadro Mark Rothko Nro.7 (las pinturas abstractas están designadas con números y no están firmadas), pintado en 1951, se vendió en 82,5 millones de dólares. Hasta ayer, la galería Pace esperaba la definición de la venta de un Rothko de museo que exhibió en la feria París par Art Basel, donde 30 artistas trabajaron bajo la influencia del maestro de las fronteras porosas. El artista amado y necesario.
Además...
- El compositor alemán Max Richter creará una obra inspirada en las obras de Rothko que serán ejecutadas in situ por una orquesta en conciertos y paseos musicales, en las salas de la Fundación. “Una obra musical es un paisaje imaginario; una pintura también”.
- Por 24 euros, los visitantes pueden acceder a una experiencia sensorial: un guía de la Fundación y un instructor de meditación alentarán la introspección entre los participantes, un camino de reflexión y observación para experimentar plenamente las obras monumentales y vibrantes de Rothko.
- Las obras exhibidas provienen de colecciones particulares, como la de Ronald Lauder y de Dominique y John De Menil, e institucionales; de la National Gallery de Washington, de la Phillips Collection y de la Tate de Londres, además de una larga lista de museos de los Estados Unidos.