A las cinco de la tarde
El sol calienta apenas pero el cielo está limpio y eso se festeja porque hubo tanta lluvia, llovió por todos los lados, hacia todos también. En las calles que rodean este pequeño lago montado entre plantas en una parte de esta ciudad la gente está, de a mucha, lo demás es y el aire huele a azúcar. Niñas y niños caminan apurados, entre un alboroto muy propio, por la parte del lugar que sea solo por hacerlo, para transitar, porque una vida también puede ser eso. Los pasos.
Y el aire huele a azúcar, a algodón de azúcar, en blanco o en rosa. Hay gente que patina en rollers, que va y viene, que trota entre este montón de cosas, que entrena en bicicleta para no perder el ritmo, para negar lo que sucede.
La zona está tomada y el aire huele a azúcar, tiene el olor del azúcar caliente que se enreda en capas para formar algo que se come con las manos. Algunos se sientan a esperar su turno en unos puestos pequeños instalados en el margen que separa el agua del cemento, ese límite. Atiborrado. Beben café o gaseosas y charlan y quizá comen algo o gritan para hacerse oír entre esta muchedumbre de todas las edades y de todos los barrios que al mismo tiempo siente el olor del azúcar, mezclado con el de los autos que pasan a unos metros y el de los árboles que desprenden sus hojas para que el piso se sienta adornado a la vez.
Se ven carritos de cuatro ruedas. Eso que el hierro es capaz de hacer con la ingeniería justa. Sobre ellos lo que parecen ser familias avanzan para pasarla bien y olvidar la lluvia de los días anteriores y convencerse, por qué no, de que ahora el sol está aquí para seguir, para no irse. El agua es otro de los sitios que se mueve. Allí, en vehículos de plástico, la gente pedalea y esquiva patos y esquiva gansos y saca foto a las flores ya muertas y hace lo mismo que el resto, avanza de forma circular, y el aire huele a azúcar, que completa el lugar y lo envuelve, lo cerca, como si lo estuviera protegiendo.
El olor se siente en la garganta, es una carraspera suave parecida a la leche. Se convierte en una leve tos cuando se mezcla con el humo seco de los cigarrillos de aquellas personas que no quisieron verse derrotadas y se negaron a ceder el puesto a esta población, la de los dependientes, quienes se acercan a los kioscos llenos de golosinas y piden que alguien les compre con dinero que no es de ellos un pirulín o una tira de mielcitas de naranja o bizcochitos salados o galletas de queso o garrapiñadas de maní, con las ansias en las manos. Cuándo no. Encima del pasto verde y húmedo, en los alrededores, los jóvenes se sientan sobre telas para no ensuciarse, porque ya bastante esos días que quedaron atrás, y toman mate y charlan y dicen esas frases que se escuchan. Un hombre se recuesta sobre su espalda y mira al cielo celeste para volver a tenerlo en cuenta.
El aire sigue endulzado porque la tarde no termina, es un terrón, nadie quiere irse. De pronto, a su ritmo, pasan mujeres que mueven carros con bebés y que cargan a cuestas los imprescindibles del tema: los pañales, los talcos, los óleos, las aguas, las prendas, las ganas, las fuerzas. Son ellas las que marcan el rumbo al tiempo que tal vez gritan a un niño de tres años que vuelva, que no se aleje tanto, que las cosas, las cosas, las cosas.
El aire huele a azúcar y provoca que todo se sienta ameno. Incluso los golpes. Una niña aprende a patinar con unas ruedas que se ajustan a sus zapatillas y pierde el equilibro porque a esa edad no es fácil de conseguir y cae y sangra en las rodillas pero no llora. La dulzura en este día no permite lágrimas. Todo se mueve entre ese olor, que es tan grande que no deja espacio para más. En este parque, a las cinco de la tarde, no entra nada. Por estos días, cuando todo es libre, el mundo parece no tener lugar.
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