A 30 años de la muerte de Jorge Donn, el mitológico león de la danza revive en el recuerdo
El bailarín fue un ícono del siglo XX, conquistó Europa de la mano de Maurice Béjart y adquirió una popularidad definitiva con la película “Los unos y los otros”; la influencia de su maravilloso arte y la energía que irradiaba se percibe en este retrato coral e íntimo, en voz de quienes lo conocieron
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“Existen seres que trascienden los límites del cuerpo humano y se transforman en luz”. Eso dice el aforismo N°560 escrito, entre otros mil, en el libro que Delia Donn dedicó a su hermano gemelo, el mitológico bailarín argentino de quien se cumplen 30 años de su muerte en Suiza, el 30 de noviembre de 1992. Jorge Donn se fue muy joven, con 45 años; “muy pronto”, repiten todos. Fue “trascendental”, “sobrehumano”, tenía un “don” por sobre todos los demás: “una energía única”. Coinciden en estos versos un amplio coro de colegas, amigos, familiares, conocidos, admiradores, discípulos. No hay mejor homenaje que mantener vivo el recuerdo de quien fue grande en la voz de quienes lo conocieron.
Donn, que a comienzos de este año hubiera cumplido 75, dejó el país a los 16 persiguiendo el sueño de bailar en la compañía del coreógrafo francés Maurice Béjart. Como estudiante del Teatro Colón, había visto ensayar al Ballet del Siglo XX durante su visita a la Argentina en 1963. Tras ellos, entonces, se embarcó literalmente en un transatlántico sólo con boleto de ida y una valija que le quedaba gigante a los paquetes de cigarrillos que le habían regalado sus amigos y apenas dos mudas de ropa. Se fue como un chico inconsciente, dirán algunos, o como alguien seguro de una pasión irrefrenable.
En Bruselas el azar estuvo de su parte. Encontró la oportunidad que buscaba, conquistó con todas las letras al genio marsellés y adquirió un reconocimiento en los escenarios de Europa que se proyectó a todos los puntos cardinales con arrolladora fama a partir del estreno de Los unos y los otros (1982), la película de Claude Lelouche en la que interpretaba a Boris Itovich (y tal era su apellido real). Gracias al film, en pantallas de todos los idiomas este impactante artista de la danza logró convertirse en el sinónimo universal de un himno, la encarnación humana del Bolero de Ravel. Recién entonces, cada vez que regresó al país (que fueron varias hasta pocos meses antes de su muerte) se lo recibió con una popularidad inédita para un bailarín argentino, en la era previa a Julio Bocca.
“Mi madre nos mandó a estudiar baile a los dos, pero era tan bueno que todas las miradas se las llevaba él”, recuerda Delia, que para referirse a la belleza física de su hermano lo llama Adonis. Un programa de mano de 1951, por ejemplo, documenta que salen a escena los mellizos Donn, de 4 años, para hacer el “Vals de las flores” de Tchaikovsky. Ese salón con barra y espejo donde dio sus primeros pasos estaba en la esquina de una casa modesta de Ciudad Jardín, en El Palomar, donde apenas si alcanzaba para comer. Allí daba clases una jovencísima Rina Valverde, quien enseguida notó que nacía una estrella. En vida, Jorge Donn recordó siempre a aquella maestra con un cariño entrañable. Hoy, debajo del vidrio de la cómoda de su cuarto, ella atesora una foto en blanco y negro con la dedicatoria de puño y letra: “Para Rina: amiga de antes, amiga de siempre, con toda mi ternura. Jorge”.
“Era un ser muy bondadoso. Introvertido. Tan interior era que te compraba un tapado de visón, pero no te decía ‘Te quiero´´”, ejemplifica Delia; su hijo, Héctor Marciano Rodríguez –sobrino del bailarín-, que lo conoció más estrechamente en su adolescencia, lo recuerda ya como una estrella. “No lo podías contradecir demasiado –comenta, cuando hablaban de espectáculos–. Tenía una manera franca, no era político en ningún concepto. Decía lo que sentía”. Son ellos, su familia, los que fuera de cualquier situación protocolar y desde un centro cultural barrial, en Palermo, bautizado precisamente El Donn, mantienen su legado vigente. Este mes, por ejemplo, con una exposición de documentos diversos (fotos, videos, recortes de prensa) que puede visitarse los sábados, guiados por ellos mismos.
Un artista incomparable
En Un instante en la vida ajena, volumen infaltable para la biblioteca de cualquier amante de la danza, Béjart describe cómo sus coreografías podían ser interpretadas con el máximo de precisión por Jorge Donn. “Precisión –subraya- y también esa emotividad que es tan exclusiva y que me conmueve y me perturba”, confiesa.
Desde los revolucionarios años 60, con más énfasis en las dos décadas siguientes, Donn representó un fenómeno para Europa. Para ubicarlo en la liga correcta basta con admirar las palabras que Maya Plisetskaya le dedica en su autobiografía cuando describe el encuentro en Bruselas, mientras Béjart creaba para los dos el ballet Leda y el cisne. “Mi pareja de baile era mi inolvidable, mi buen Jorge Donn, un bailarín maravilloso. Guapo. Escultural. Regio. Durante las horas de ensayo, era paciente y muy concentrado. Escuchaba las palabras de Béjart con atención y seriedad. Intentaba ejecutar cualquier detalle, cualquier nimiedad del texto plástico del coreógrafo. Estaba entregado a Béjart y éste conocía maravillosamente bien, a fondo, la naturaleza y las posibilidades del bailarín. La cabellera dorada de Jorge cosquilleaba mis manos y mi cuello, las gruesas gotas de sudor humedecían mi malla de ensayo, corrían por el largo escote de la espalda y me dejaban helada. Trabajábamos sin pausa. (…) El estreno fue en París. Bailé Leda –siempre con Jorge Donn, nunca tuve otra pareja de baile para Leda- en Bruselas, en Buenos Aires, Sao Paulo, Río de Janeiro, Tokio… pero nunca en Moscú. Béjart compuso un ballet demasiado libre, atrevido. Y ahora Donn ya no está entre nosotros”, expresaba con pesar la diva rusa, en 1994, dos años después de la muerte de aquél. Escribía esas líneas con la misma mano que engalanaba un anillo de oro con zafiro, que le había regalado su “inolvidable Jorge”. Cuando Leda y el cisne se vio aquí en 1981, en el Luna Park, trascendió una pelea de camarines que terminó con las palabrotas de él yuna mano agarrándose la frente. “Se amaban –dice Marciano-, pero salió diciendo: “esta estúpida me dio un zapatillazo con las puntas”.
Leyendas vivas hay pocas. Marcia Haydée, sin duda, es una de ellas, y gozó la dicha de ser su compañera de escena. “Antes de conocer personalmente a Jorge Donn ya sentía una admiración muy grande –confiesa a LA NACION, desde Brasil, donde está montando un Cascanueces-. Tenía un carisma impresionante y una belleza única; era un artista y un bailarín completo. No había otro, y hasta el día de hoy nadie es comparable a Donn. Teníamos una relación única, como si hubiéramos nacido para bailar juntos. Cambió mi vida cuando empecé a trabajar con él”. En el Teatro Ópera, en 1982, hicieron juntos un dúo de Romeo y Julieta con coreografía de Béjart. “Nunca voy a olvidarlo”, remata.
También esa vez, cuando una Buenos Aires convulsionada recibía a su hijo pródigo con la avenida Corrientes cortada al tránsito, con la troupe del Ballet del Siglo XX arribó una jovencísima Shonach Mirk. “Es muy difícil hablar de Donn porque hay mucho que decir -responde la bailarina desde Suiza, donde tiene su propia escuela de danzas cerca de Zúrich-. Era tantas cosas para mí: un hermano mayor, un gran amigo, un compañero en el que podía confiar al ciento por ciento para poder ser completamente libre mientras bailaba. También era un artista al que admiraba profundamente, que muchas veces me conmovía hasta las lágrimas cuando lo veía bailar”, recuerda. Shonach y Jorge tenían un departamento en el mismo edificio en Bruselas. “A menudo comíamos en su casa. Rosita [la mamá de él, que con frecuencia lo visitaba] preparaba una rica comida y terminábamos las tardes jugando a las cartas con ella y riéndonos. A Donn le encantaba reír. Tenía una sonrisa hermosa y contagiosa, que te emocionaba”.
Las fotos que documentan estas presentaciones corresponden a Jorge Fama, quien retrató a Donn tanto en estudio como en vivo en varios teatros, en distintas ciudades y en reiterados boleros desde aquella vez que lo conoció personalmente en un asado que Daefa, la productora que realizaba sus espectáculos y giras en el país, había organizado en el Tigre. “Fue uno de los pocos bailarines totalmente distinto en la vida real que en el escenario. La mayoría de los íconos y las grandes figuras tenían un magnetismo bastante parecido: Godunov era avasallante arriba y debajo del escenario. Maya era irresistible también en lo cotidiano. Pero Jorge era muy común, parecía uno más, aun con esa sofisticación de camisolas, boquillas y cigarrillos, tenía eso del porteño, mientras que en el escenario era un producto Béjart 100%, irresistible”, describe el fotógrafo, con más de medio siglo de experiencia en el ballet.
Patrick de Bana tenía 18 años cuando recién había salido de la escuela de John Neumeier, en Hamburgo, e ingresaba en el Béjart Ballet Lausanne por cinco años, entre 1987 y 1992. “Jorge ha sido una gran persona, un gran mentor y un gran protector. Tenerlo al lado, que se fijara en mí y me enseñase el camino, eso no fue suerte sino un regalo del cielo. Pasé horas y horas viéndolo bailar, hablando con él, o más bien escuchándolo; lo tenía ahí, bello como un león, sobre la mesa roja de Bolero”, responde desde Rusia el coreógrafo que en 2023 estará en Teatro Colón montando una de sus obras. “Cuando estábamos con Béjart y Donn no íbamos a trabajar, íbamos todos juntos a rezar, y no quiero que suene como a una secta, porque no fue para nada eso, pero sí era algo sagrado. Aparte de un bailarín emblemático de la compañía, ha sido el capitán del barco; es decir, el dueño y amo fue Béjart, pero el conductor del barco era Jorge Donn”.
El mismo año 1987, también en Hamburgo, Julio Bocca lo conocía en una de las famosas Galas Nijinsky de Neumeier. “Fui a hacer El pájaro azul y nos atendió muy bien –recuerda la figura de la danza argentina, que por estos días trabaja como maestro en Australia–. Esa noche salimos a comer y nos llevó a una discoteca. Yo todavía estaba impresionado de encontrarme con un personaje como él, con esa energía tan especial, con su melena, y al lado de Béjart”, dice, y comparte además una anécdota: a sus 13 o 14 años, en una visita que el marsellés hizo al Colón [podría corresponder a la venida de 1979 o a la de 1981], dejó pasar la oportunidad de irse becado a su escuela. “El tema del idioma siempre me dio un poquito de miedo”, reconoce Bocca. Pero volviendo a la historia de la trasnochada en Alemania, sigue Julio evocando a Jorge Donn: “Era una discoteca un poco dark, yo estaba sorprendido y Lino [Patalano] fascinado. Para mí fue un placer conocerlo, en esa época no se sabía mucho que era argentino. En nuestro país se lo conoció más cuando salió la película, Los unos y los otros, por su Bolero famoso. Lo tengo muy presente porque siempre ha tenido una energía muy especial”.
Los últimos años
Con asiduidad, el jovencito que se había ido como un inconsciente detrás de un destino de fantasía volvía hecho un grande a los teatros porteños y al Luna Park, para también recorrer las provincias. A instancias del Mozarteum o en producciones privadas, se presentó varias veces en el Colón, pero nunca invitado por el Ballet Estable: una espina dolorosa que le quedó clavada hasta el final. Cuando estaba en Buenos Aires, seguía con la rigurosidad de su entrenamiento en las clases, por ejemplo, que Mario Galizzi daba para el Ballet del San Martín. “Él venía en el verano europeo a ver a su familia y acá era plena temporada, así que todos los días hacía clase conmigo (las dicté muchísimos años seguidos para la compañía). Donn era muy respetuoso; yo tenía la idea de que era rezongón, pero llegaba súper temprano; un lujo tenerlo. Si se iba un poquito antes del gran salto, esperaba en la puerta de salida a que lo mirara y pedía permiso para retirarse. Muy pocos hacen eso hoy día”, compara el maestro, actual director del Ballet del Teatro Colón. “Me resultó una persona muy linda. Tenía fama de poco conversador, pero nosotros charlábamos bastante en mi camarín del teatro, y me daba mucho gusto. Se enganchó muchísimo y como cortesía me ponderó las clases tanto que después venían otros bailarines de Béjart ‘porque nos recomendó Donn que hiciéramos clases con usted’, me decían. Una vez, mucho antes de todo esto, nos habíamos cruzado en Alemania, en la cantina de la Ópera de Berlín, con Maurice y su grupo; yo muy atrevido, era un jovencito que recién estaba audicionando, me acerqué a ellos a conversar en español. Fueron muy amables”.
Los años 90 comenzaron con Cipe Lincovsky y Nijinsky clown de Dios. La salud del bailarín se empezaba a deteriorar. Estaba silenciosamente enfermo de sida; ni su familia ni sus más cercanos aquí los sabían. Donn no pensaba en bajarse de los escenarios y su magnetismo seguía intacto. Recuerda Diego Poblete –actual codirector del Ballet Contemporáneo del San Martín- que en 1992, cuando apenas había llegado de Mendoza y se sumaba con 15 años al curso de varones del Instituto Superior de Arte del Colón, un día tomaba clases con Raúl Candal en la Rotonda del subsuelo del teatro, junto al piano. “Como siempre, terminábamos nosotros y llegaban los bailarines de la compañía a calentar. Y entre todos bajaba él. No era una persona, era un león, con esa melena impresionante, frente al espejo. Me miró y me dio dos o tres correcciones para unas piruetas que estaba practicando. Yo sabía quién era, desde chico era como un Dios. Eso duró un instante, fue un flash, pero todavía siento esa presencia magnética”. Más tarde, cuando ya era un profesional en el Ballet Contemporáneo, Poblete viajó a Europa con su compañera Silvina Cortés, invitados por el Nederlands Danse Theatre de La Haya, que hacía poco había estado en Buenos Aires. “Y después nos fuimos a probar a Lausanne, Suiza. Llevé como variación el solo de Jacinto Chiclana, de Oscar Araiz. Béjart estaba mirando la audición; cuando terminé, me llamó, me preguntó de dónde era esa coreografía, me miró a los ojos y me dijo: “muchas gracias”. También eso duró un segundo, pero la mirada penetrante de ese hombre tampoco me la olvido más”.
Es imposible no pensar en uno en función del otro: la íntima conexión que Donn y Béjart tenían los sigue poniendo permanentemente en tándem. Nelly Skliar, de Daefa, por ejemplo, dice así: “Para Jorge, lo mejor de la vida fue Béjart y lo peor fue su alejamiento”. Sobre la mesa de su escritorio, en la oficina de la productora que por décadas fue referencia de las más grandes figuras del ballet que visitaban la Argentina, van y vienen programas de mano, fotografías. Y café mediante, entre anécdotas, llega el relato de la última gira. “Jorge insistía con que quería recorrer el país y no me decía por qué”. Ese tour era “el canto del cisne”, metafórica alusión que se refiere al último gesto, obra o actuación antes de la muerte o jubilación de un artista. Se basa en la creencia de que los cisnes cantan una bella canción justo antes de morir, después de haber estado en silencio gran parte de su vida. Donn valoraba el silencio, ya deberíamos saberlo bien: nos lo dijo a todos, dándole la mano a Goyeneche, en un capítulo televisivo de Cordialmente, que cualquiera puede rememorar en YouTube. Después, que importa del después, toda mi vida es el ayer que se detiene en el pasado... había cantado el Polaco “Naranjo en flor”.
Nelly confirma que ese 1992 en que, por ejemplo, bailaría por última vez Bolero en el Monumento a la Bandera de Rosario o un tango en su escala marplatense, Donn no le había dicho que estaba enfermo. Sin embargo, en la cercanía e intimidad del camarín, mientras ella le daba dos o tres puntadas que sujetaban el vestuario a la ropa interior, se dio cuenta de que estaba más flaco. “Así como él no me dijo nada a mí, yo tampoco le dije nada a él”.
Delia Donn escribió Verbos de eternidad, aforismos para continuar el diálogo con su hermano gemelo cuando ya había muerto. “Creo puentes de mi alma a tu alma para influir en forma celestial; es el real hábitat y el cuerpo es ropaje de vida terrenal”. En la tapa del libro está la imagen de un monumento tamaño natural dedicado al artista en Montreal. Ahora, Delia tiene en sus manos una reproducción a escala del busto que en la Argentina el escultor Leonardo Vinci realizó a pedido de una comisión de cultura en los años 90 y donó al entonces al gobierno de la ciudad, pero que nunca se fundió ni se emplazó. Hace 15 días, por unas horas, esa cabeza fragmentada se exhibió en el hall de la sala Martín Coronado durante la función anual de Danzar por la Paz, dedicada a Jorge Donn. No fueron pocos los que aprovecharon para sacarse una foto con tan original representación inmóvil de un artista del movimiento. “Si puedes pensar que eres el orfebre que engarza las piedras preciosas de tu interioridad -dice otro aforismo- tu vida conocerá la gloria”.
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