A 150 años de la muerte de Dickens, el novelista más poderoso del siglo XIX
Hace ciento cincuenta años, Charles Dickens moría en su casa de campo en Kent. "Ningún novelista del siglo XIX, ni siquiera Tolstói, fue más poderoso que Dickens, cuya riqueza inventiva rivaliza con Chaucer y Shakespeare", dictaminó Harold Bloom en El canon occidental. La obra de Dickens, que representa un antes y un después en la historia literaria, sigue viva gracias al elenco de personajes memorables, en especial de niños y mujeres que habitan sus novelas. El huérfano Oliver Twist, David Copperfield, Nell de La tienda de antigüedades, Amy de La pequeña Dorrit, Miss Havisham y Philip Pirrip (alias Pip) en Grandes esperanzas, las víctimas infantiles de malos tratos en Nicholas Nickleby, y la protagonista y narradora ocasional de Casa desolada, Esther Summerson, son algunos de esos héroes y heroínas dickensianos que sus primeros lectores conocieron en entregas semanales o mensuales de medios gráficos. Incluso quienes jamás lo leyeron conocen a Dickens: sus novelas se siguen adaptando al cine y la televisión.
Como muchos otros escritores, cultivó el periodismo y durante toda su vida denunció, con éxito relativo, las condiciones sociales injustas. En Inglaterra, algunas reformas sociales se impulsaron por la resonancia que tuvieron sus novelas entre el público. Un epitafio impreso durante sus funerales sintetiza el paso de Dickens por este mundo: "Fue un simpatizante del pobre, del miserable y del oprimido, y con su muerte el mundo ha perdido a uno de los mejores escritores ingleses".
"Un amigo para toda la vida"
Como buen hijo de Londres, la mayoría de sus criaturas también nacieron del barro y la niebla de la capital inglesa. "En su libro Historia de dos ciudades, basado en la Revolución francesa, se ve que en realidad Dickens no podía escribir una historia de dos ciudades. Él fue habitante de una sola ciudad: Londres", ironizaba con ternura Jorge Luis Borges en una conferencia de 1966 sobre la época victoriana, dedicada casi íntegramente a este escritor inglés. Para Borges, el pecado del autor de La tienda de antigüedades era el patetismo, pero ¿no es en parte ese rasgo lo que vuelve tan imperecedera su obra? Otro recurso fiel es el humor, aplicado con mordacidad a los personajes aristocráticos y arribistas que recorren su obra, y que en muchas ocasiones son objeto de redenciones algo forzadas (pero que los lectores agradecen).
La mejor novela para trabar conocimiento con Dickens era, en opinión de Borges, la autobiográfica David Copperfield (1849-1850). "Y después Los papeles póstumos del Club Pickwick. Y luego, yo diría el Martin Chuzzlewit, con sus descripciones deliberadamente injustas de América y el asesinato de Jonás Chuzzlewit, pero la verdad es que haber leído algunas páginas de Dickens, haberse resignado a ciertas malas costumbres suyas, su sentimentalismo, sus personajes melodramáticos, es haber encontrado un amigo para toda la vida". Para otros autores, como Bernard Shaw y John Ruskin, Tiempos difíciles (1854) fue, como escribió el filósofo Hippolyte Taine, "la composición más importante de cuanto escribió". En esa etapa de la obra dickensiana, los ideales humanistas del autor empezaban a ser matizados por una observación más aguda (o realista) de las fuerzas sociales.
Un precursor borgeano, G. K. Chesterton, publicó en 1906 una biografía del autor de Nuestro común amigo (1864-1865). "Dickens -remarcó en su Charles Dickens- permanecerá como señal imperecedera de lo que ocurre cuando un gran genio de las letras tiene un gusto literario coincidente con el común de los hombres. Lo esencial en su carácter es que el sentido común fuese tan unido a una sensibilidad descomunal. Esas dos principales virtudes de Dickens iban en él hermanadas; nunca una lejos de la otra. Desde sus comienzos y hasta el final, sus libros se van haciendo cada vez más graves y va pesando en ellos una mayor responsabilidad; si no siempre gana el creador, el artista se hace cada vez más diestro". Chesterton no dudaba de que, cuando se hiciera una selección de la mejor literatura del siglo XIX, a Dickens se lo ubicaría en la cúspide.
No fue el único compatriota que admiró su obra. "Una novela suya se puede convertir en un grupo de personajes separados, unidos a menudo por las convenciones más arbitrarias, que tienden a volar en pedazos y dividir nuestra atención en tantas partes diferentes que dejamos caer el libro en la desesperación -apuntó una sagaz Virginia Woolf-. Pero ese peligro se supera en David Copperfield. Allí, aunque los personajes pululan y la vida fluye en cada arroyo y grieta, un sentimiento común de juventud, alegría y esperanza envuelve el tumulto, reúne las partes dispersas e invierte la más perfecta de todas las novelas de Dickens con una atmósfera de belleza". El propio Dickens confesó que sentía debilidad por esa novela: era su preferida.
La mejor receta contra la gripe
Así comienza una de las lecciones de literatura del escritor y crítico ruso-estadounidense Vladimir Nabokov: "Con Dickens nos ensanchamos. Lo suyo no es una readaptación de valores anticuados, los valores son nuevos. Los autores modernos todavía se embriagan con su cosecha. Hemos de rendirnos ante la voz de Dickens: eso es todo". Para el autor de Pálido fuego, hasta el personaje más secundario y efímero tenía, en la "democracia mágica" instaurada por los universos narrativos dickensianos, derecho a crecer y evolucionar.
Incluso la vida del escritor inglés, como señala la biógrafa Claire Tomalin, "se lee como una de sus novelas". Nacido y criado en el seno de un hogar de la clase media baja inglesa, trabajó desde niño en un depósito y se formó a sí mismo como escritor (igual que David Copperfield); lector voraz de Henry Fielding, Daniel Defoe y Miguel de Cervantes, cubrió como periodista las sesiones de la Cámara de Comunes hasta que, a mediados de 1830 (¡a los veinticuatro años!), comenzó a publicar Los papeles póstumos del Club Pickwick, protagonizada por caballeros grotescos, a modo de folletín. Fue su primer best seller. Padre de diez hijos, en los últimos años de su vida protagonizó un lamentable episodio con su mujer, Catherine Thompson Hogarth.
Una de las más entusiastas defensas de Dickens no la hizo un escritor, ni un crítico ni un biógrafo. En un texto de 1972, la poeta polaca Wislawa Szymborska, Nobel de Literatura 1996, escribió: "Hoy, al menos hasta donde yo sé, los escritores jóvenes no leen a Dickens, pero tampoco es para rasgarse las vestiduras. Antes o después, una gripe meterá en la cama a algún escritor joven y se dará el caso de que la aspirina no sea suficiente, que necesite algún libro con propiedades terapéuticas suplementarias. Ese autor que no solo amará a la humanidad, sino que además -y más raro aún- amará a las personas, se compadecerá de ellas y comenzará a hacer bromas". Ese autor es Dickens y la receta de Szymborska se puede extender a los lectores de todas las edades.
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