Bella, feroz y aguerrida: Eliza Lynch, la dueña del Paraguay
La Madama. Despreciada por "prostituta" y envidiada por elegante, la amante de Francisco Solano López acumuló riquezas y poder gracias a su inteligencia y su intuición política. Alicia Dujovne Ortiz narra la azarosa vida de la controvertida joven irlandesa y adelanta su nueva novela, que publicará Emecé
París, 1855. En un baile de las Tullerías, el joven general paraguayo Francisco Solano López, hijo del dictador Carlos Alberto López y futuro presidente de su país, conoce a una joven irlandesa de sorprendente belleza llamada Eliza Alice Lynch, se enamora de ella y se la lleva a Asunción.
Nacida en Cork en 1834, los primeros recuerdos de Eliza se relacionan con la miseria desencadenada en Irlanda por la pérdida de la cosecha de papas y con la imagen de los campesinos hambreados frente a la arrogancia de los propietarios ingleses. Su familia pertenece a una clase media con veleidades de nobleza que le ha dado una excelente educación. Pero su destino se tuerce cuando, a la muerte de su padre, médico, Eliza se ve obligada a aceptar la propuesta matrimonial del médico militar francés Xavier de Quatrefages. Ella tiene quince años y él, cuarenta. Se casan en Inglaterra, pero el marido nunca declara la unión ante las autoridades militares francesas. Esa trampa legal la convierte en una mujer ni casada ni soltera. Tras unos años en Argel, la pareja se disuelve y una Eliza apenas salida de la adolescencia se ve obligada a vivir, en la París del Segundo Imperio, la existencia de una cortesana de lujo.
Para las damas paraguayas, la llegada de esta pelirroja llamativa, vestida a la última moda parisiense, suena como el peor de los insultos. Despreciada por "prostituta" y envidiada por elegante, Eliza reacciona ganándose el cariño de las "peinetas de oro", mujeres del pueblo que se permiten dar muestras de una gran libertad, y exhibiendo como un desafío su cultura, su dominio de varios idiomas, su intuición política. Cómo competir con esta refinada europea que organiza en su mansión de la calle Fábrica de Balas conciertos y banquetes a los que asisten los diplomáticos extranjeros, con esta gringa atlética que monta a horcajadas como los hombres. Ante los desdenes de los propios abuelos de sus hijos -llamados "los bastardos", así como ella misma es llamada "la hembra"- Eliza alza la cabeza como una emperatriz.
¿Y después de todo por qué el papel de Eugenia de Montijo no podría ser para ella? La idea es menos delirante de lo que hoy nos parece: el Paraguay es en ese entonces el único país de la América hispana sin analfabetos ni deuda externa. Pero Francisco, que comparte este sueño, no le pide la mano a ella, aunque tenga el poder suficiente como para olvidar los rompecabezas legales de su vistosa concubina, sino a la hija del Emperador del Brasil; y acaso uno de los motivos que lo impulsan a declarar la guerra al Imperio vecino sea la rabia por haber sido rechazado del modo más ofensivo. Si hay algo que el hijo legítimo, pero no genético, de Carlos Alberto López no puede tolerar, es que se opongan a su deseo. Su íntimo terror consiste en ser ignorado. A veces las contiendas surgen de oscuras frustraciones, de humillaciones ocultas.
Además de fantasear con una princesa, Francisco amontona las amantes, los hijos ilegítimos. Sin embargo a su irlandesa la necesita: él tiene algunas lecturas, pero ella posee una inteligencia más fría que la torna indispensable. Con respecto a Eliza, en esos años su amor por Francisco también se relaciona con la necesidad: imposible volverse a París con varios hijos y varios años de más. Si no puede ser su esposa, al menos puede servir su causa volviéndose rica y temida. Al cabo de unos años, la Madama es la dueña del Paraguay.
El rechazo del Emperador brasileño no es en absoluto la única razón por la que el Paraguay le declara la guerra al Brasil. Francisco es militar, ha creado el ejército más moderno de Sudamérica y desea la Gloria, con mayúscula, pero además conoce los conflictos internos de una Argentina y un Uruguay anárquicos y de un Brasil regido por un gobierno ilustrado pero esclavista; y sabe de la presión de los bancos ingleses sobre los tres países. Entonces como ahora, un dictador folklórico de un paisito "salvaje", al que se pueda acusar de sanguinario y retrógrado, viene de perlas para enmascarar las verdaderas razones de la guerra con el argumento de la Civilización y del Progreso.
La Guerra de la Triple Alianza, en la que un pequeño y corajudo país, equivocado o no, es aplastado por los ejércitos de tres naciones, representa uno de los episodios menos memorables de nuestra historia. En un principio, el ejército paraguayo, protegido por la fortaleza de Humaitá que parece inexpugnable, logra algunas victorias. Después, la disparidad de fuerzas determina el triunfo de la Argentina, el Brasil y el Uruguay. Toda la población masculina del Paraguay muere en esa contienda absurda: "Llora, llora, urutaú, ya no existe el Paraguay". Al promediar los cuatro años de guerra pelean por su patria los ancianos, los niños y las mujeres, estas últimas al mando de Eliza Lynch, a la que el Mariscal López le ha otorgado el grado de Mariscala, tan a dedo como su propio padre le otorgó el de coronel cuando él sólo tenía quince años.
Éste es para Eliza el punto de inflexión. La joven cortesana que ha sido, la acaparadora de bienes y poder que sigue siendo se convierte en guerrera. Habría podido huir a Europa con sus hijos, tal como el propio Francisco se lo propone. Su decisión de quedarse para compartir hasta sus últimas consecuencias el destino de los paraguayos da la medida de su verdadera personalidad, o al menos de una de ellas, y de su relación con un hombre que ya no le sirve, pero al que ella resuelve permanecer fiel.
Al final de la historia, una caravana de esqueletos se arrastra hacia el Chaco. Comen polvo de huesos mezclado con jugo de naranjas amargas. Francisco ha enloquecido, desconfía de todos, salvo de Eliza, ha mandado a torturar a su madre y sus hermanas y asesinar a sus hermanos, porque los sospecha, o los sabe, traidores. Pero el pueblo, o lo que de él subsiste, no lo abandona. Los paraguayos que aún pueden hacerlo, excepto los de las clases altas que anhelan destituirlo, lo siguen a través de la selva. Los brasileños alcanzan a los fugitivos en un lugar desolado llamado Cerro Corá. Francisco y el hijo mayor, Panchito, caen muertos, Eliza se pone un arrugado vestido de baile que ha encontrado en un cofre para enterrarlos con sus manos arañando la tierra.
Su condición de ciudadana británica la pone a salvo. Logra llegar a Inglaterra y a Francia junto con los cuatro hijos que le quedan. Hasta su último día tratará tozuda e inútilmente de recuperar los bienes que le han sido confiscados y a los que, con razón o sin ella, considera suyos. Uno de sus hijos muere en París, los otros terminan sus estudios, se casan, se alejan. A los cincuenta años, en un modesto departamento parisiense del Boulevard Pereyre, Eliza muere de un cáncer en el estómago, sola.
Pero su soledad no ha sido absoluta.Leyenda o realidad, el 15 de junio de 1878 Victor Hugo la recibe como a una heroína, en su departamento del 21 de la rue de Clichy, junto a su compañera Juliette Drouet, a Franz Liszt y a la hija de Théophile Gautier. Esta novela está entretejida alrededor de esa conversación imaginaria donde Eliza relata la parte de su historia que puede ser contada.
¿Cómo me interesé en la Madama Lynch? Aunque parezca una justificación a posteriori, la controvertida irlandesa formó parte de mi leyenda familiar: tuve una madre escritora, Alicia Ortiz, que me contaba historias de familia.
-Giuseppe Oderigo, tu tatarabuelo genovés -me contaba mamá con una marcada tendencia a la reiteración, que en esa época no me molestaba, al contrario, a los niños todo lo que se repite los tranquiliza- , era marino y viajó a la Argentina en 1826 invitado por el presidente Rivadavia, que lo llamaba para que uniera el puerto de Buenos Aires con el de Asunción creando una flotilla fluvial. Viajó durante años de un puerto al otro, conoció al tirano Francia, que lo puso preso, conoció a la Madama Lynch, que lo invitó a comer, perdió todos sus barcos durante la Guerra de la Triple Alianza y acabó viviendo en La Boca.
Yo no tenía la menor idea acerca de Rivadavia, del tirano Francia, de la Madama Lynch ni de La Boca, y tampoco recuerdo que la narradora me haya impartido lecciones de historia. Sus enseñanzas eran de carácter emocional, y su encanto dependía del tono con que pronunciaba Rivadavia -aprobatorio-, Francia -rotundamente reprobatorio-, y La Boca, triste (con toda evidencia "acabar" en ese lugar donde los domingos íbamos a comer pescaditos fritos era la parte del relato menos lucida).
¡Pero la Madama Lynch! ¡Con qué argentino retintín canturreaba mi madre su nombre, qué rosado precioso coloreaba sus mejillas cuando me hablaba de ella! Alguna vez, en el patio de mi casa, junto a los disfraces de sirenita y de odalisca que yo solía confeccionarme con dos cortinas, hubo uno con miriñaque, o al menos con enagua almidonada, de Madama Lynch.
Muchos años después conocí en París a don Augusto Roa Bastos y a su compatriota, el poeta Rubén Bareiro Saguier, en ese entonces embajador del Paraguay. Los dos me hablaron de la Madama, el primero sin detalles pero con una chispa en cada ojo (Roa fue el hombre más feo del mundo y, fuera de toda duda, el más seductor), el segundo con datos más concretos.
-Acabó viviendo cerca de aquí, en el 54 del Boulevard Pereyre -se conmovía el poeta, pronunciando "acabó" con un acento parecido al de acabar en La Boca.
Además me regaló un panfleto del escritor comunista Georges Fournier, que él había traducido al castellano y donde la emocionante Madama aparecía como una guerrillera que luchaba contra la Triple Alianza. Un alegato idealizado donde Fournier asegura que en la fecha indicada, Eliza fue a comer a lo de Victor Hugo.
Al leerlo me dije que algún día la irlandesa del Paraguay iría a convertirse en personaje. Mío. Por el momento me ocupaba de Eva Perón, cuyo primer papel como estrellita radial en el ciclo Mujeres célebres fue, sin ir más lejos, el de Madama Lynch. Y pasaron aún más años y cierta vez, revolviendo carpetas, me reencontré con ella. Para ese entonces yo ya había escrito varios libros históricos, o semihistóricos, novelas y biografías, y ahora Eliza regresaba a exigir lo suyo.
Viajé a Asunción en el verano de 2012 y me alojé en casa de una pareja de historiadores uruguayos, Martín Romano y Andrea Tute. Ya había leído para ese momento los suficientes libros, de un bando y otro, lopistas y antilopistas, como para advertir que en el Paraguay la historia se cuenta igual que en la Argentina, a favor o en contra, y que la visión romántica de Fournier contenía una parte verídica y otra que lo era bastante menos.
¿Qué sostenían los defensores de Francisco Solano López y, por extensión, de la Madama Lynch? Que la Argentina, el Brasil y el Uruguay, manipulados por Inglaterra, habían aplastado a un pequeño país independiente para volverlo tan sometido como ellos mismos. López, o Pancho para los íntimos, aparecía como un valeroso libertador de su pueblo, opuesto a la soberbia de Mitre y del Emperador Don Pedro, y Eliza, como su heroica compañera. Detalle perturbador, el dictador Stroessner había sido el paladín del lopismo.
Varias conversaciones decisivas con el escritor paraguayo Guido Rodríguez Alcalá, con la historiadora Ana Barreto y con el investigador irlandés Michael Lillis, autor de la más equilibrada biografía de Eliza basada en una exhaustiva investigación, sobre todo de su infancia y de su casamiento, me hicieron comprender que la verdad, en este caso como en todos, está en el medio. Un mundo resbaladizo a fuerza de matizado se abrió ante mí, aún más desconcertante en la medida en que, durante aquella guerra, todos los hombres de todo un pueblo murieron en serio, sin tiempo para consagrarse a la localización de lo verídico.
No quisiera olvidar en estos recuerdos una aventura paraguaya vivida junto con mi guía en los infiernos, Martín Romano. Yo quería ir a Cerro Corá, donde murieron el Mariscal López y su hijo Panchito.
-Vamos -dijo Martín-, queda a seiscientos kilométricos al Norte de Asunción, en la frontera con Brasil. No es la Triple Frontera pero por ahí le anda. Una zona de contrabandistas, de guerrilla y de piquetes de campesinos sin tierra donde a cada rato matan a alguien.
-Bueno, vamos.
El gigantesco supermercado con precios para mafiosos y artículos de lujo del mundo entero, perfumes, zapatos, habría hecho las delicias de Eliza Lynch.
Tras visitar Cerro Corá nos fuimos a comer a una pizzería del pueblo donde a la noche siguiente, en efecto, mataron a alguien.
Allí fue donde, tragando saliva, le pregunté a mi Virgilio uruparaguayo si las terribles acusaciones contra Eliza de las señoras de su época, ñoñerías y prejuicios aparte, tenían asidero. Si la Madama había estado en el origen de una feroz matanza de señoras y señoritas adineradas de la ciudad de Concepción, a lanzazos en el vientre y con el solo fin de arrancarles sus joyas.
-Obvio -respondió.
En ese instante me pregunté a mí misma si me sería posible pasar varios meses en compañía de Eliza tratando de meterme en su piel. Pero como tampoco retroceder me resultaba posible, ni deseable, decidí confiar en el que siempre sabe lo que su autor ignora: el texto. Si la experiencia de escribir vale la pena, es porque nos pone en contacto con algo de naturaleza indudable, que en ciertos momentos nos conduce amablemente de la mano.
Para tomar la decisión de no echarme atrás me ayudó también el descubrir que dos pensadores, en los que deposito mi entera fe, hablaron con Eliza. Me refiero a Juan Bautista Alberdi y al maravilloso geógrafo anarquista Elisée Reclus, que la entrevistaron cuando ella era una exiliada pobre y solitaria. Para mí, tanto Alberdi como Reclus representan la garantía de esta Madama oscura y brillante a la que ellos, sabiamente, evitaron juzgar. Una sabiduría con escasos herederos: aun hoy, la extraordinaria libertad de Alberdi y de Reclus los vuelve demasiado avanzados, luego inasibles. Tendrá que pasar más tiempo antes de que la llaga se cicatrice un poco.
Con respecto a mis personales pasiones frente a esta herida que sigue abierta, debo agregar que, además de la obediencia al texto arriba mencionada, nunca he necesitado identificarme por completo con ninguno de mis personajes. Bastan para eso los ecos, las resonancias, la traducción de los amores. ¿Eliza adoraba las joyas porque sólo ellas eran capaces de ofrecerle la tan ansiada y necesaria seguridad? Yo, que cuento su vida, no amo ni las joyas ni la seguridad, pero hay equivalentes de ese amor que puedo rastrear en mí. El camino del novelista consiste en bucear en su interior para descubrir sus propias alhajas, sus objetos valiosos. Encontrar al otro, por distinto que sea de uno mismo, es encontrarse.