60 años sin Ernest Hemnigway: la novela póstuma que dejó en Cuba antes de morir
Así comienza “Islas a la deriva”, el último libro del Premio Nobel de Literatura estadounidense que se recuerda hoy en todo el mundo
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La casa se alzaba en la parte más alta de la estrecha lengua de tierra entre el puerto y el mar abierto. Había aguantado tres huracanes y su construcción era tan sólida como la de un barco. Estaba situada a la sombra de unos altos cocoteros curvados por los alisios, y por la parte del océano bastaba trasponer el umbral y bajar al acantilado y atravesar la arena blanca para encontrarse en la corriente del Golfo. El agua de la corriente tenía por lo general un azul intenso si se la miraba en un día sin viento. Mas, si se penetraba en ella, solo podía verse su verde luz en la arena, de un blanco harinoso, y era muy fácil divisar la sombra de algún pez grande mucho antes de que alcanzase la playa.
Durante el día era un lugar hermoso y seguro para bañarse, pero de noche no era sitio para nadar. De noche, los tiburones se acercaban a la orilla para cazar al filo de la corriente y desde el porche, en las noches tranquilas, se oían perfectamente las zambullidas de alguno de los peces que cazaban y si se bajaba a la playa se divisaban los surcos fosforescentes que hacían en el agua. De noche los tiburones no tenían miedo de nada, y eran de todos temidos. De día, en cambio, permanecían muy alejados de la arena blanca y limpia, y cuando alguno se acercaba era muy fácil ver su sombra desde lejos.
Un hombre llamado Thomas Hudson, excelente pintor, habitaba la casa y trabajaba en ella y en el resto de la isla la mayor parte del año. Después de vivir un tiempo en aquellas latitudes, los cambios de estación resultaban tan importantes como en cualquier lugar y Thomas Hudson, que amaba la isla, no se hubiera perdido una primavera, ni un verano, ni tampoco un otoño o un invierno.
A veces los veranos eran demasiado calurosos si el viento de agosto dejaba de soplar o fallaban los alisios en junio y julio. En septiembre y octubre podía producirse algún huracán, incluso en ocasiones a principios de noviembre, y podían presentarse caprichosas tormentas tropicales en cualquier momento a partir de junio. Pero los verdaderos meses propicios al huracán eran los de buen tiempo, cuando no hay tormentas.
Thomas Hudson había estudiado las tormentas tropicales durante años, y mirando el cielo podía decir cuándo iba a producirse una perturbación antes de que el barómetro la indicase. Sabía la forma en que se desarrollaría la tormenta y las precauciones que era necesario tomar para defenderse de ella. También sabía lo que significaba vivir un huracán junto a los otros habitantes de la isla y el estrecho vínculo que se establecía entre las gentes obligadas a soportarlo. Sabía igualmente que un huracán puede ser tan terrible como para arrollarlo y destruirlo todo, y sin embargo siempre acababa decidiendo que si realmente se presentaba uno de tal especie prefería estar allí y volar por los aires con la casa si es que esta volaba.
La casa semejaba a la vez una casa y un barco. Situada allí para hacer frente a tempestades, había sido construida en la isla como formando parte de ella; pero el mar podía verse desde todas las ventanas y la ventilación era excelente, por lo que se podía dormir bien incluso en las noches de mucho calor. Estaba pintada de blanco para que fuese más fresca en verano, y se la divisaba desde muy lejos, mar adentro. Era el punto más alto de la isla con excepción de una gran plantación de altas casuarinas, que era lo primero que se veía al emerger la isla del mar. Inmediatamente después de la mancha oscura de las casuarinas por encima de la línea del mar, surgía la silueta blanca de la casa. Luego, conforme uno se acercaba más, podía apreciarse la isla en toda su extensión, con sus cocoteros, sus casas de madera, la línea blanca de la playa y el verde de la isla Sur que la cruzaba. Thomas Hudson nunca veía la casa, allá sobre la isla, sin que esta visión lo hiciera feliz. La imaginaba como un barco. En invierno, cuando soplaban vientos del norte y hacía frío, la casa estaba caliente y confortable, pues tenía la única chimenea de la isla. Era una chimenea espaciosa y Thomas Hudson quemaba en ella la madera recogida en la playa.
Tenía una gran pila de maderos amontonados contra el muro sur de la casa. El sol los blanqueaba y el viento los salpicaba de arena, y algunos trozos le eran tan familiares que casi se resistía a quemarlos, pero después de una tormenta siempre podía hallar más madera sobre la arena de la playa y por fin encontraba divertido hasta quemar los pedazos que había aprendido a amar. Sabía que el mar iba a proporcionarle otros y en cualquier noche fría, sentado en su gran sillón ante el fuego, leyendo a la luz de una lámpara colocada sobre la fuerte mesa de madera, apartando un momento los ojos del libro para escuchar el viento del noroeste que soplaba afuera y las olas que iban rompiendo, se quedaba observando cómo los grandes y blanqueados leños se consumían.
A veces apagaba la lámpara y se echaba en el suelo sobre una alfombra para observar mejor las bandas de color que la sal del mar y la arena depositadas en la madera ponían en las llamas al arder. Desde el suelo, sus ojos quedaban al mismo nivel que el leño ardiente y le era fácil divisar la silueta de la llama que abandonaba la madera, y ello lo ponía a la vez alegre y triste. Toda leña ardiendo lo afectaba así. Pero quemar la madera recogida en la playa producía en él una sensación indefinible. Decidió que posiblemente hacía mal en quemarla ya que tanto la amaba; pero no se sentía culpable por hacerlo.
Tumbado en el suelo se creía como a merced del viento, aunque en realidad este azotase los rincones más bajos de la casa y los matorrales más pequeños de la isla y hurgase entre las raíces de las hierbas barrilleras y en las caracolas y hasta en la misma arena. Tirado en el piso, escuchaba el golpeteo de la marejada, en idéntica forma en que recordaba haber oído el disparo de la artillería pesada, tumbado en tierra junto a una batería, muchos años atrás, siendo un muchacho.
La chimenea era una gran cosa en invierno. Durante los demás meses del año solía mirarla con cariño, pensando cómo estaría cuando el invierno llegase otra vez. El invierno era la mejor estación en la isla y él lo esperaba durante el resto del año.
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