50 años de Tommy, la ballena blanca de los Who
Detrás de esa explosiva entrega de energía primal, de esa furia líquida que impacta con la certeza de un martillo y que viaja, nerviosa, montada a una corriente de anfetaminas y placer, detrás de todo eso, yace una banda universal de ambiciones existenciales, una banda de rock que no se conforma con sacudir las mentes de su audiencia, aspira a la inmortalidad.
Es 1968 y los Who ya son un grupo lo suficientemente conocido como para girar por Inglaterra –su país de origen– y por el resto de Europa a bordo de un puñado de buenas canciones. Ese año, por caso, comparten ruta con The Animals y los Association, dos grupos que, incluso, venden más tickets que ellos.
Tres años antes, la banda había irrumpido en la escena londinense con un hit de aspiraciones sociológicas: "My generation". Con 20 años en aquel momento, Pete Townshend , su guitarrista y compositor, es un rocker poco convencional: escucha música barroca checoslovaca y lee a David Mercer, un dramaturgo marxista que acaba de lanzar su opus más importante, Generation. De allí toma el nombre para su canción.
Pero en 1968 Townshend quiere crecer, trasladar a la banda a una categoría ulterior, algo que les permita ingresar en la nueva aristocracia cultural, la música de masas. Para eso pone en marcha un plan que se aleja lo más posible del patrón single (temas sueltos que se convierten en hits), en boga en ese momento. No quiere hacer canciones: quiere crear una narrativa.
Roger Daltrey , el cantante, lo acompaña en sus afanes enciclopédicos. Considera que "I Can’t Explain", otro de los hits de los comienzos de la banda, es "pop comercial, blando", y afirma que nunca volverá a grabar algo tan anodino. Daltrey es un Adonis cautivante que canta y se desenvuelve con la arrogancia pendular de un príncipe.
Hijo de padres músicos que decidieron dejarlo al cuidado de su malhumorada abuela durante algunos años, curtido en las destempladas calles del oeste londinense, Townshend es un hombre joven y exitoso, pero también atribulado. De su cerebro hiperalerta se desprenden ráfagas de originalidad y de tormento. Al tiempo que prosigue con su formación musical e intelectual, también inicia una búsqueda de tipo espiritual: necesita un ámbito que le permita atemperar los demonios internos. La bebida y las drogas orbitan alrededor del grupo, pero él cree que puede dominarlas. A veces se equivoca. Ya está casado con Karen, una excompañera de estudios a quien amará por muchos años, pero los escarceos con las groupies (que sus compañeros de banda no descartan en absoluto) le producen culpa.
Una tarde, de una manera no muy casual, cae en sus manos un viejo libro de un escritor inglés. "Abrí su tapa –recuerda Townshend en su autobiografía– y vi una fotografía de un tipo extraño y carismático con una gran nariz achatada, larga melena oscura y un bigote generoso. Era un maestro hindú, Meher Baba, que significa padre compasivo. Leí unas pocas líneas y me pareció que todo lo que decía se ajustaba a la perfección con mi visión del cosmos".
Esa tarde algo cambia para siempre en el interior del músico, algo comienza a ceder. Porque además de dotarlo de un pathos espiritual, la palabra de Baba, cuyas enseñanzas a partir de entonces Pete abrazó sin remilgos, también cumple un rol decisivo en la maceración de su próximo trabajo: una obra que describirá la peripecia emocional de un protagonista joven, un niño autista, ciego y mudo que a través de la identificación con su maestro no solo logrará la redención, sino que adquirirá esas capacidades que no tiene para, él mismo, guiar a la muchedumbre. "Era un buen plan: la privación sensorial del chico funcionaría como símbolo de nuestro propio aislamiento espiritual", recordará más adelante.
Townshend se pone a trabajar. En el pequeño estudio montado en su casa compone, mezcla, produce maquetas. Se las muestra a sus compañeros, les habla del concepto del material. La respuesta, en el mejor de los casos, es la indiferencia. Townshend prosigue. Algo, tal vez una fuerza externa, quizás su propio genio que al tiempo que lo interpela también lo llena de dudas, le hace continuar con el plan, que algunos tachan de demencial. Es cierto, el rock ya había ofrecido una opera un año antes, el oscuro S.F. Sorrow, de sus compatriotas The Pretty Things, pero el plan es sumamente arriesgado. "Era un triple salto al vacío, pero era lo que en ese momento necesitábamos", dirá tiempo después.
Townshend encuentra un aliado, Kit Lambert, productor y manager del grupo, que colabora intensamente en la elaboración del álbum. Las canciones van tomando forma; cada una de ellas describe distintas facetas en el camino del protagonista, que se llamará Tommy y que le dará título al disco. Lambert le recomienda al guitarrista que si pretende que su obra tenga carácter de ópera necesita una obertura. Aun cuando no lo hablan entre ellos, Lambert distingue el sesgo decididamente biográfico en la obra de Townshend. Mucho tiempo después, al escribir sus memorias, el guitarrista de piruetas ornamentales, el cerebro detrás de la banda, el hombre que se hizo famoso por utilizar su brazo como el mango arremolinado de un martillo neumático, reconocerá que buena parte de la historia de ese chico era propia. "Sí, 'A Quick One, While He’s Away' –uno de los temas– es mi propia historia contada como una fábula". Townshend compone canciones hasta delinear un álbum que, por cantidad, puede ser doble. Se lo muestra a algunos conocidos, entre ellos un puñado de periodistas de rock, rubro cuyos protagonistas empiezan a integrar el núcleo duro del ambiente. Townshend, para esa época, es columnista del New Musical Express. Al margen del riesgo artístico que alberga, Tommy podía ser leído por el establishment del rock como un gesto esnob, una acción decididamente pretenciosa de parte de un músico que hace todo lo posible por sacarse el mote de ingenuo o liviano. Ya en 1969, el 4 de febrero, Nik Cohn, un joven crítico del diario The Guardian, concurre al estudio para escuchar el material. Cohn y Townshend son amigos, frecuentan pubs en donde juegan a los flippers y toman cerveza. Entonado por las pintas, en plena faena lúdica, Cohn suele gritar "soy el mago del flipper" ("I'm the Pinball Wizard"), provocando las risas del músico. Ya en el estudio, Townshend le explica la naturaleza del trabajo, pero Cohn no se conmueve. Desliza que al disco le falta un corte, una canción lo suficientemente ganchera como para rotar en las radios. "¿Así que nos harás una mala crítica?, bromea el guitarrista. "Puede que no le dé cinco estrellas", responde Cohn. "¿Y si Tommy fuera un as del flipper, y ese fuera el motivo por el que reúne a tantos seguidores?", arriesga el músico. "En tal caso, se ganaría las cinco estrellas y una bola extra", completa Cohn. Al día siguiente, motivado por las palabras del crítico, Townshend compone "Pinball Wizard", un hit que la banda interpretaría en vivo para siempre.
"No me cabía ninguna duda de que si fracasaba en mi intento de brindar a los Who una obra maestra operística capaz de cambiar las vidas de las personas, con 'Pinball Wizard' les estaba entregando algo casi tan bueno: un éxito", contaría más tarde.
El trabajo está hecho. Townshend atrapó, al fin, su ballena blanca, el álbum que le da a The Who la popularidad, el dinero y, sobre todo, la gloria que el compositor tanto anhelaba.
A fines de los años 60, si bien sensorial, observar un show de The Who es sobre todo una experiencia física demoledora, tan agotadora como revitalizante. En vivo, cada uno de sus integrantes tiene un rol específico que lleva adelante con una convicción aplastante. Física es la pasión y la desmesura de Keith Moon, para quien todo el repertorio del grupo es un solo de batería. Física es la presencia inmóvil de su socio, John Entwistle, amotinado detrás del bajo, al que sostiene como una bayoneta. Es un buey que desafía el porvenir al borde del precipicio. El movimiento de sus dedos derechos recuerda las piernas de Nijinsky. También física, y atiborrada de endorfinas, es la performance sensual de Roger Daltrey: por su pelo y su voz crispados cabalga el futuro dorado del rock. Además de un músico excelso, Townshend, ya se ha dicho, es el tipo que rompe las guitarras mientras aquí nadie tiene un miserable amplificador.
¿Cómo hará ese cuarteto salvaje, que transmite la urgencia del mundo en cada presentación, para reproducir un álbum conceptual, la sinuosa novela de un chico autista? ¿Cuánto nivel de abstracción puede llegar a tolerar su audiencia? Para cuando el disco sale a la calle, el 23 de mayo, el impacto es inmediato. No hay dudas, la aceptación es directa. Mucho tiene que ver la actuación consagratoria unos meses después en un festival que es, además, un hito de la cultura occidental y al que Townshend se oponía a concurrir. De hecho, asiste luego de que su manager le hace firmar el contrato de participación de madrugada, después de que ríos de alcohol aletargaron su hipotálamo. Woodstock lleva al grupo hacia otra dimensión "Tenía que pasar algo de tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que nuestra actuación en Woodstock –que podría fácilmente no haber existido– nos iba a aupar al Olimpo del rock americano, donde íbamos a permanecer un año tras otro, hasta entrado el siglo XXI. Woodstock acabó representando una revolución para los músicos y los amantes de la música. Y fue el documental maravillosamente montado de Michael Wadleigh lo que consolidó su legado para siempre. Hasta el barro se veía bonito", dirá Townshend en sus memorias.
Pero a las imágenes del festival se suma otro proyecto audiovisual que acrecienta aún más el prestigio de la banda y el de Tommy en sí: se convierte en musical. Primero es llevado al cine por Ken Russell, quien acorde con su estilo pergeña una obra lisérgica que exacerba el nonsense y la ambigüedad del álbum. En simultáneo, Tommy se convierte en un personaje de la cultura popular británica, al punto de que sus canciones comienzan a ser recreadas en los colegios. Poco tiempo más tarde desembarca en los teatros, hasta llegar a Broadway, convirtiéndose en una obra inmortal.
Vigencia y originalidad
Ahora bien, medio siglo después, ¿cómo envejeció Tommy? ¿Qué nos continúa diciendo ese chico que fue el emergente de una época vibrante pero específica? ¿Sigue siendo ese trabajo revolucionario tan medular en la carrera de los Who o, atravesado por las fuerzas del tiempo, perdió terreno no ya en referencia a la obra de otros grupos, sino en la misma discografía de la banda, que produjo otras cumbres como Who's Next o Quadrophenia? Admirador del cuarteto londinense desde fines de los 60, Litto Nebbia, uno de los padres del rock nacional, es taxativo al respecto: "Me parece –le dice a LA NACION revista– que mantiene vigencia y originalidad. Está muy bien dentro del formato que ofrecía el grupo. Es una obra que la banda podía tocar tranquilamente en vivo, sin perder su originalidad". Para Sergio Rotman, saxofonista de Los Fabulosos Cadillacs y cantante de Cienfuegos, además de un vasto conocer del rock anglosajón de los 60 y 70, el paso de los años no fue del todo amable con Tommy, al que hoy considera un disco menor en comparación con otros del grupo. "Soy medio fan de la banda, pero creo que Tommy perdió vigencia. Fue un disco muy poderoso en su momento, pero creo que tanto Who's Next como Quadrophenia, que para mí es la obra definitiva de ellos, son mejores. Tommy estuvo de moda, pero fue la película lo que lo hizo muy popular. Había unos actores increíbles. Es un disco que hoy escucho poco".
Quizá quien mejor define la importancia capital que tuvo Tommy en su formación musical sea Jack White, exlíder de The White Stripes: "Cuando tenía 10 años, me enamoré de los Who. Tommy me impactó profundamente. No era ni mudo, ni sordo, ni ciego, pero sentía que quería ver, oír, ser curado. Cuando lo escuché por primera vez, en 1979, fue como recibir un torpedo en mi tercer ojo. Una colección de canciones que me sacudieron como nunca más me volvió a suceder".
Otras noticias de The Who
Más leídas de Cultura
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
“Un clásico desobediente”. Gabriela Cabezón Cámara gana el Premio Fundación Medifé Filba de Novela, su cuarto reconocimiento del año
La Bestia Equilátera. Premio Luis Chitarroni. “Que me contaran un cuento me daba ganas de leer, y leer me daba ganas de escribir”