1955-1958: la cultura en años de incertidumbre
"En la acción cultural de «la Libertadora» tuvo participación activa un grupo de la elite intelectual. El gobierno militar designó en las grandes instituciones de la cultura a los intelectuales y artistas que desde 1946, por ser opositores, no habían tenido acceso al aparato estatal o habían debido exiliarse"
Hace poco, en un ciclo de charlas con intelectuales, Carlos Fuentes observó: "a pesar de las dictaduras, de los populismos, de los vaivenes económicos y políticos, lo que ha salvado a los argentinos es la enorme evolución cultural ininterrumpida que han tenido en los últimos cincuenta años".
Dentro del lapso señalado por el escritor mexicano se incluyen los años 1955-1958, en que bajo el gobierno de una dictadura militar, contrariamente a otras experiencias, hubo interés en promover y apoyar determinadas expresiones del arte y el pensamiento que sirvieron de base para el florecimiento cultural que tuvo lugar en la década de 1960. Tales resultados se debieron principalmente a un cambio de valores en materia cultural que incluyó el cosmopolitismo y la defensa de la libertad creadora del artista.
Se trataba antes que nada de volver a vincular la cultura argentina con la cultura universal, sobre la base de la excelencia, y de retomar las tendencias de pensamiento y artísticas postergadas durante el gobierno peronista en aras de un nacionalismo que pretendía dictar cátedra en materia de identidad. Otra prioridad era proteger el campo de la cultura de las arbitrariedades del poder político, de aquellas "trabas oficiales" que, con el pretexto de proteger, condicionan. "El país, en la marcha de las actividades artísticas, ha recuperado lo que podríamos llamar tal vez su marcha normal", escribió el crítico Cayetano Córdova Iturburu en 1956.
La actividad cultural privada al margen del circuito oficial había sido intensa durante el peronismo: sociedades musicales, teatros independientes, revistas especializadas, galerías de arte, cursos y conferencias. Estos grupos respaldarían en un principio el cambio político con la consigna de que la Revolución Libertadora debía alcanzar también a la cultura. Hubo asimismo apoyo entusiasta de vastos sectores de la población y, en particular, de la juventud estudiantil que se había opuesto al gobierno derrocado en septiembre de 1955.
El debate se generalizó. Se discutía acerca de la educación, la ciencia, la cultura y la religión, el futuro de los partidos políticos y las políticas del gobierno militar. Un ejemplo de esa inquietud intelectual, de ese afán de interrogarse un poco sobre todo, son los reportajes realizados en la revista Mundo Argentino, cuando el director/interventor de esta publicación de propiedad estatal era Ernesto Sabato. "¿Cree usted en Dios ?" es el título de uno de estos reportajes, a los que respondían desde Jorge Luis Borges, Risieri Frondizi y Francisco Petrone hasta ciudadanos comunes cuyas opiniones eran recibidas con respeto.
"Basta de clases magistrales"
El giro que se pretendía en la concepción de la enseñanza puede ejemplificarse en el reclamo del matemático Manuel Sadosky: "¡Basta de clases magistrales, hay que formar gabinetes de investigación!" Por su parte, el sociólogo Gino Germani, sostenía que "hay que educar para la libertad", mientras los estudiantes estaban en favor del diálogo pedagógico entre profesores y alumnos. Dichos reclamos se escucharon en el curso de una mesa redonda organizada en la Facultad de Ciencias Exactas (UBA) en la que se solicitó la autarquía universitaria (diciembre de 1955).
Una serie de libros polémicos, escritos por Mario Amadeo, Ernesto Sabato, Ezequiel Martínez Estrada y Arturo Jauretche, entre otros, examinaron la realidad nacional desde las corrientes políticas e ideológicas del nacionalismo católico, la izquierda antifascista y el peronismo de raíz forjista. Importa señalar que estos ensayos, más o menos felices, pero en todos los casos muy leídos, fueron escritos como propuestas de análisis y como respuestas críticas, por lo general de tono belicoso.
También los escritores de la nueva generación, como era el caso de David Viñas, de la revista Contorno, pretendían "poder llegar al gran debate que necesita el país". Y para comenzar, se analizaba el fenómeno del peronismo, en colaboraciones de Tulio Halperín Donghi, Juan José Sebreli, Adolfo Prieto y otros; en esa misma publicación se criticaba despiadadamente a los escritores consagrados, como Eduardo Mallea, Manuel Mujica Lainez e inclusive Jorge Luis Borges, y se reivindicaba a Roberto Arlt, a Martínez Estrada o "al viejo Sarmiento".
En la acción cultural de "la Libertadora" tuvo participación activa un grupo de la elite intelectual. El gobierno militar designó en las grandes instituciones de la cultura y de la educación a los intelectuales y artistas que desde 1946, por ser opositores, no habían tenido acceso al aparato estatal (cátedras universitarias, publicaciones y teatros oficiales...) o se habían exiliado para poder ganarse la vida en paz. Así, Borges fue nombrado director de la Biblioteca Nacional; José Luis Romero, interventor de la Universidad de Buenos Aires; Vicente Fatone, interventor de la Universidad del Sur; Mujica Lainez, director de relaciones culturales de la Cancillería; Mallea, embajador en la UNESCO; Juan José Castro, director de la Orquesta Sinfónica Nacional...
Durante el peronismo estas personalidades habían colaborado en instituciones privadas de enseñanza, como el Colegio Libre de Estudios Superiores, fundado en 1930, y en revistas culturales. Sur, fundada por Victoria Ocampo, e Imago Mundi (1953-1956), cuyo papel fue nuclear al posible grupo de recambio del peronismo alrededor de un proyecto intelectual riguroso. En trabajos recientes, Federico Neiburg ha profundizado en la parte que tuvieron estos grupos en la preparación de los cuadros dirigentes del posperonismo y en particular, en la integración de los nuevos planteles de profesores de la Universidad.
Por su parte, Ascua ( Asociación Cultural Argentina para la Defensa y Superación de los Ideales de Mayo), de ideología laica y liberal, dominó casi por completo los medios de difusión en poder del Estado. Su presidente, Carlos Alberto Erro, quedó al frente del monopolio periodístico ALEA, que imprimía la mayor parte de los diarios y revistas en circulación.
Dentro del primer gabinete nacional, el ministro de Educación, doctor Atilio Dell´Oro Maini, de larga trayectoria como intelectual católico, quizás no se propuso desarrollar un proyecto cultural definido en momentos de tanta incertidumbre política; pero su gestión respondió a criterios muy firmes sobre la base de que la única solución para resolver la crisis de la Universidad y darle una nueva estructura era el goce pleno de la autonomía de la que nunca había dispuesto hasta entonces.
Academias y cine
El caso de las Academias también es representativo. Dichas instituciones habían sido en cierta medida dependientes de los distintos gobiernos. Mientras hubo consenso ideológico acerca de los valores que debían premiarse con las palmas académicas, insertos en los del liberalismo, no hubo mayores dificultades para su funcionamiento. El peronismo, que había irrumpido en ellas con criterios diferentes, les quitó el derecho de elegir a sus miembros y de constituir sus autoridades, disgustado, entre otras cosas, porque la Academia Argentina de Letras se había negado a pedir el Premio Nobel de Literatura para Eva Perón. A fin de evitar la repetición de estos hechos, Dell´Oro redactó la nueva ley en que se reconocía que el Ministerio de Educación debe limitarse, en todo lo concerniente a la cultura, a fomentar y apoyar, pero nunca dirigir ni imponer doctrinas. Por consiguiente, se respetaba la autonomía de las academias, se les daba un presupuesto oficial del que debían rendir cuenta pero no se intervenía en su funcionamiento ni en la elección de sus integrantes.
El territorio del cine, que por ser más popular tiene un impacto más directo sobre la sociedad, resultó más conflictivo a la hora de encaminarlo dentro de las nuevas premisas. Durante el peronismo, la actividad había sido intensa, pero la suma de favoritismo y de censura para todo lo que escapara a la visión oficial había afectado la calidad de las producciones. En ese ambiente, donde reinaron por años Raúl Apold, Luis César Amadori y Juancito Duarte, la caída de Perón generó una crisis muy grave. Las comisiones investigadoras se aplicaron a detectar abusos en la concesión de créditos y hubo nuevas listas negras de artistas prohibidos, mientras los antiguos desterrados por el peronismo, como Libertad Lamarque o Arturo García Buhr, volvían al país.
Tanto el público como la crítica anhelaban conocer, sin censura, la mejor producción extranjera (la de Ingmar Bergman, en particular) y desde el punto de vista masivo, las nuevas tecnologías del Cinemascope resultaban muy atractivas. Por su parte, los empresarios cuestionaron la legislación que los obligaba a exhibir una cuota importante de películas argentinas. Lo cierto es que éstas últimas debían adaptarse a los nuevos tiempos si pretendían reconquistar el favor del público que les estaba volviendo la espalda. Se trataba, en palabras de Leopoldo Torre Nilsson, de "abordar una temática que revele sin cobardía nuestra realidad", tal como haría este mismo realizador en el film La casa del ángel, sobre un libro de Beatriz Guido (1957).
Entre tanto, los estudios comenzaron a cerrar sus puertas. Era necesario que se estableciera un régimen moderno y políticamente imparcial para otorgar créditos, porque la industria del cine resulta demasiado costosa para desarrollarse sin algún tipo de apoyo oficial. Por consiguiente, en 1956 se abrió un proceso de discusión pública sobre este tema. Según relata Domingo di Nubila (Historia del cine argentino), los funcionarios a cargo de la dirección de espectáculos no pudieron manejar la conflictiva situación en la que chocaban los intereses de los productores, los propietarios de cines, los grandes estudios y los realizadores, guionistas y artistas jóvenes, apoyados por los críticos y los aficionados a los cine clubs. Por fin, un grupo de directores propuso al gobierno medidas concretas para sacar adelante la ley, que había sido promulgada a comienzos de 1957 pero cuya reglamentación se demoraba en medio de debates y protestas. En la gestión, es oportuno mencionarlo, el interlocutor oficial de los directores fue el secretario general de la Presidencia, capitán de navío Francisco Manrique.
El decreto-ley 62/57, que creaba el Instituto Nacional de Cinematografía gracias al cual se reactivó la filmación de películas, contiene un artículo de singular importancia: "La libertad de expresión consagrada por la Constitución Nacional comprende la expresión mediante el cinematógrafo, en cualquiera de sus géneros". Esto era algo inimaginable en un gobierno militar, según recuerda el director Héctor Olivera quien, junto con Fernando Ayala, había fundado en 1956 el sello Aries. Gracias al primer crédito otorgado por el INC, pudieron hacer su primera película, El Jefe, sobre libro de David Viñas.
La nueva actividad teatral
Los teatros, reconocidos en los años del peronismo como elemento clave de la vida cultural, habían centrado su actividad en la puesta de obras clásicas y de autores nacionales nativistas o costumbristas. Los intérpretes favorecidos, como era el caso de Fanny Navarro, que dominaba en el escenario del teatro Cervantes, estaban vinculados a los jerarcas del régimen. El nombramiento de Orestes Caviglia como director de la Comedia Nacional, acompañado por un elenco ciertamente brillante (Inda Ledesma, Milagros de la Vega, Enrique Fava), mejoró la calidad de los espectáculos ofrecidos en esa importante sala.
Distinta era la situación de los teatros independientes que desarrollaban sus actividades en forma precaria pero con fuerte apoyo del público. "Legitimados" por el gobierno militar, como ha escrito Osvaldo Pellettieri, ellos buscarían apoyo económico estatal, sin condiciones, y la libertad para poner en escena obras que habían sido censuradas. Esto había ocurrido en 1949 con El Malentendido de Albert Camus. El estreno de Calígula (1956), del mismo autor, protagonizada por Ignacio Quirós en el Instituto de Arte Moderno que dirigía Marcelo Lavalle, marcó un cambio favorable.
Muy representativo del nuevo gusto fue el festival de teatro de Mar del Plata en el verano de 1957, en el que seis compañías ofrecieron piezas de Tirso de Molina, Diego Fabbri, Giradoux, O´Neill, T. S. Eliot y Héctor Murena. Participó del festival la Comedia Uruguaya, dirigida por la mítica actriz española Margarita Xirgu, y actuó la joven Concepción Zorrilla, la "China". La presencia del arte uruguayo en la Argentina era una novedad luego del distanciamiento ocurrido durante el peronismo. La cara visible de esa relación era el embajador en Montevideo, Alfredo Palacios, secundado eficazmente en lo cultural por Javier Fernández, recién incorporado a la diplomacia.
Había grupos de teatro por doquier, en escenarios no convencionales, sótanos, plazas y parques en el verano, o en la Facultad de Derecho (UBA) donde el nuevo director de Extensión Universitaria, Félix Luna, convocó a Alejandra Boero y a Pedro Asquini para que dieran clases a los estudiantes. El teatro Caminito, la mágica creación de Cecilio Madanes en el barrio de la Boca, fue inaugurado en la temporada de verano 1957-1958.
Sin embargo, el gusto por el teatro no impedía que numerosas salas se convirtieran en cines. Para contrarrestar este proceso, se dictó el decreto ley 1251/58, que declaró la actividad teatral argentina como elemento de difusión de cultura y acreedora del apoyo económico estatal.
El caso del teatro Colón, la institución musical más importante del país, fue quizás una de las mayores frustraciones de esta etapa. La sala había funcionado durante el gobierno anterior con algunos buenos espectáculos, funciones a precios populares o gratuitas, pero los aficionados y la crítica pretendían que la Revolución Libertadora llegara al Colón para renovarlo y mejorar la calidad artística de los cuerpos estables. Luego de algunas vacilaciones, una comisión convocada a ese efecto recomendó el nombre de Jorge D´Urbano para la dirección general, en julio de 1956. D´Urbano era uno de los críticos musicales de prestigio, vinculado a todas las sociedades musicales privadas.
Apenas llegó al Colón, D´Urbano, que aspiraba a que el teatro recuperara el rango internacional que alguna vez había tenido, chocó con los integrantes de la Orquesta Sinfónica y de la Orquesta Estable. Entonces comenzó una batalla entre el Colón, el sindicato de músicos y la asociación del profesorado orquestal que defendieron sus derechos cuando el director quiso imponerles una prueba de eficiencia ante una junta calificadora. La resistencia gremial hizo fracasar la temporada de ópera de 1957 en lo que se consideró el mayor conflicto registrado hasta entonces. D´Urbano perdió apoyo político y el gobierno municipal no le renovó el contrato, dejó a un lado las exigencias y se aplicó a reabrir la sala. Esta lección sería tenida en cuenta por las futuras autoridades del teatro. Si el Colón pretendía modernizarse, sería, en todo caso mediante largas negociaciones.
El arte abstracto había sido condenado oficialmente en el primer gobierno de Perón, por degenerado y morboso. Las nuevas corrientes de la pintura y la escultura fueron, en cambio, impulsadas por "la Libertadora". 1956 fue un año destacado en la historia de las instituciones artísticas porque se fundó el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba), iniciativa del crítico de arte Rafael Squirru en el ámbito municipal.
La oportunidad de instalar la nueva institución la ofrecía el edificio del teatro San Martín, entonces en plena construcción en la calle Corrientes. Los costos elevados de esta obra, cuyas licitaciones se habían abierto en 1954, desvelaban a las autoridades municipales que en algún momento consideraron la posibilidad de desprenderse de ella. Pero afortunadamente en esta materia habría continuidad. Mientras se terminaba el edificio, Squirru realizó una muestra flotante de arte contemporáneo argentino, en el buque Yapeyú, que recorrió una treintena de puertos internacionales.
El lenguaje de la modernidad
La trayectoria de Jorge Romero Brest resultó decisiva para la política de vincular a los artistas argentinos con las nuevas corrientes mundiales, según relata Andrea Giunta en Vanguardias Internacionales y política. Romero Brest había denunciado el encerramiento suicida producido por diez años de dictadura y había defendido el "libérrimo lenguaje de la modernidad". Como director del Museo Nacional de Bellas Artes, contaría con una tribuna de importancia simbólica y, al mismo tiempo, con muy escasos recursos económicos para poner en marcha el proyecto.
En 1956, Raquel Forner recibió el Gran Premio de Honor del Salón Nacional de manos del presidente provisional, general Aramburu, como una forma de compensar la postergación que había sufrido la notable pintora. En esa oportunidad, el ministro de Educación, doctor Carlos Adrogué, manifestó: "la Revolución Libertadora nos ha colocado ante un nuevo Renacimiento..." La afirmación era exagerada. La intervención del Estado en este período fue, como puede advertirse, despareja. Pudo avanzar -y mucho- en unos ámbitos, en especial en el de la Universidad; en otros, su acción resultó menos visible. Incluso en cuestiones de censura siguió habiendo rigor, como pudo comprobarse cuando Sabato publicó en Mundo Argentino una investigación sobre la continuidad de la tortura (julio de 1956) y casi de inmediato fue sustituido.
Con todo, una de las iniciativas más felices de este período crítico de la historia del siglo XX, en que los argentinos se dividieron en bandos inconciliables, fue la creación de una institución cultural destinada a perdurar, gracias al espíritu de ecuanimidad y respeto con que fue creada. Me refiero al Fondo Nacional de las Artes. La iniciativa, recuerda Francisco Carcavallo, fue del general Aramburu. A principios de 1957, el presidente provisional convocó a su despacho al capitán Manrique para decirle que deseaba constituir un banco para la cultura. Cuando los partícipes del proyecto empezaron a averiguar, no había antecedentes en otros países de una institución con tales características. No sería un banco, como se pensó al principio, sino un Fondo, un organismo autárquico cuya labor de financiamiento de la actividad artística en las provincias y en la capital sería factible gracias a recursos propios.
El primer directorio (del que formaban parte, entre otros, Victoria Ocampo, Juan José Castro, Augusto Cortazar, Delia Garcés, Carcavallo, Enzo Valenti Ferro y Julio Payró) asumió en febrero de 1958 y fue confirmado por el gobierno constitucional del doctor Frondizi. Gracias a este instrumento, los desequilibrios de la acción cultural en todo el país serían menos profundos, los artistas de zonas remotas tendrían acceso a la financiación de sus actividades y los talentos jóvenes, la opción de perfeccionarse fuera del país.
La Revolución Libertadora, que se propuso infructuosamente rescatar a la sociedad argentina del peronismo, a diferencia de otras intervenciones militares cuyos resultados fueron nulos o contraproducentes en materia cultural, abrió rumbos en la orientación de las actividades intelectuales y artísticas. Esta fue una de las etapas que Carlos Fuentes incluyó en la evolución cultural ininterrumpida de la Argentina en los últimos cincuenta años mencionada al comienzo de este artículo.
(Agradecimientos: Francisco Carcavallo, Héctor Olivera, Néstor Poitevin, Ernesto Schóo, Enzo Valenti Ferro, Pola Suárez Urtubey)