Wim Wenders y la película nominada al Oscar. El elogio de la sombra, entre sonidos y lecturas del protagonista de Días perfectos
El cineasta alemán no solo se vale de la música en casete para narrar, la presencia de la literatura japonesa y la mención de tres libros en particular, hace de la “rutina” una sentida oda a la vida
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“Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. Nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes. Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra”, escribe Junichirō Tanizaki (1886- 1965) en el ensayo El elogio de la sombra, texto que se adentra en las sutilezas de la estética japonesa. A pesar de no estar mencionado en Días perfectos, la última película de Wim Wenders [aclamada en Cannes y nominada al Oscar a mejor film internacional], esta obra considerada una de las piezas claves de la literatura japonesa contemporánea, atraviesa por completo el film del director de Las alas del deseo (1987).
Inspirado, como dice Wenders “espiritualmente” en el cine del maestro Yasujiro Ozu, del que aprendió “trascender la cotidianidad y alcanzar la esencia de las cosas y de la gente, su alma, hacer visible lo invisible”, reconoce en uno de los capítulos de su libro Los píxels de Cézanne y otras impresiones sobre afinidades artísticas (Caja Negra).
Todas las mañanas, Hirayama [Koji Yakusho, ganador del premio al mejor actor en Cannes por esta película] despierta con el sonido del barrer de su vecina, se asoma a la ventana, ordena su futón, se cepilla los dientes, se recorta el bigote, se afeita los pelos que pueden transformarse en barba, se pone el uniforme de trabajo, toma las llaves, la cámara analógica –la guarda en el bolsillo–, saca un café de la máquina expendedora que está en la misma calle de su casa, se sube a la camioneta donde lleva consigo todos los productos de limpieza, coloca un casete original – ya sea con canciones de Patti Smith, The Kinks, Van Morrison, Otis Redding, Nina Simone y, obviamente, Lou Reed, que le regala ese “Día perfecto”– pisa el acelerador y se dirige a su trabajo: limpiar los baños públicos de la ciudad.
El cineasta alemán construye el día a día de un hombre, la historia de Hirayama [nombre y “bigotito”, heredado del personaje de Tarde de otoño, la última película de Yasujiro Ozu]. Cada despertar es una celebración a la vida y sus matices: claros, oscuros y grises.
“La repetición, si uno la vive como tal, te transforma en una víctima de ella –reflexionó Wenders en una entrevista publicada en la revista Variety–. Pero si uno logra vivir el momento, como si nunca lo hubiera hecho antes, se transforma en algo completamente diferente”.
La belleza de las pequeñas cosas. Hirayama está atento en ese observar. Cada día, la ciudad se descubre ante él y así aparecen esas “bellezas” recónditas ante todo lo que la rodea. Hirayama busca captar con su cámara, día tras día, el instante preciso en el cual el movimiento de las hojas de un árbol genera un particular brillo, gracias a la fusión de luces y sombras provocada por los rayos del sol. Ese instante tiene una palabra Komorebi y que Wenders destaca tras los créditos con su correspondiente definición: El idioma japonés tiene un nombre especial para estas apariciones fugitivas que a veces surgen de la nada: komorebi, la danza de hojas cayendo como un juego de sombras, creado por una fuente de luz allá afuera en el universo, el sol.
“La belleza de un ritmo tan regular, el patrón de siempre el mismo día hace que empieces a ver todas las pequeñas cosas de modo distinto. Lo mismo cambia cada vez –escribió Wenders en las notas del film–. El hecho es que, si realmente aprendes a vivir enteramente en aquí y ahora, ya no hay rutina, solo hay una cadena interminable de eventos únicos, de encuentros únicos y momentos únicos”.
Esos momentos únicos de los que habla el director de Paris, Texas (1984), se transforman en sus sueños, esa atención por la luz, su amor por los árboles, aparecen también por las noches. “Los sueños de Hirayama los concebí como una especie de reflejo del día: como sus remanentes experiencias vividas –dice Wenders de esas imágenes en blanco y negro, de esos grises que su pareja, Donata recrea con cierta belleza–. Ella suele hacer fotografías en mis rodajes y le pregunté si podía asumir el trabajo de producir estos sueños. Me encantan estas piezas y que tengan su propio lenguaje que se asemeja a lo experimental. Pero en una extraña forma. Son interpretaciones de lo que es este hombre, y lo que es importante para él”.
Hirayama apenas habla, observa. Yasunari Kawabata, el nobel japonés, decía: “Ninguna palabra puede decir tanto como el silencio”. En esos silencios, aparece la lectura de libros usados, que lee antes de dormir y soñar.
Los domingos son diferentes. Ya no despierta con el barrer de la vecina. A la limpieza de la casa le siguen paradas ya determinadas que hace con su bicicleta: el lavadero de ropa, la casa de fotografía donde revela el rollo y lleva otro que ya coloca en su cámara, el paso por la librería donde cada semana recoge a su compañero nocturno: Las palmeras salvajes, de Wiliam Faulkner (1897-1962); Once, de Patricia Highsmith (1921-1995) y Árbol, de Aya Kōda (1904-1990). “Ella merece más reconocimiento”, le dice la librera acerca de la autora japonesa, su última adquisición.
Esos libros usados, que acomoda en su biblioteca, cerca de la colección de casetes, no son elegidos al azar. Porque la vida misma, con esos claroscuros aparecen en esas páginas. En Las palmeras salvajes (1939) son dos las historias que se contraponen, la de una pareja que se enamora y viaja por los Estados Unidos para trabajar y tiene un final trágico; la otra tiene como protagonista a un preso que es llevado a colaborar en el rescate de los afectados por una inundación. En ese rescate salvará a una mujer embarazada. Las historias no se cruzan, pero allí están, la vida y la muerte.
Con Highsmith, el lector nocturno de Wenders se sumerge en la crueldad que solía explorar la autora estadounidense. En Once [Anagrama lo incluyó en el volumen Relatos junto a Pequeños cuentos misóginos, Crímenes bestiales, A merced del viento y La casa negra] los personajes siempre están elucubrando sobre qué versiones de los hechos darán a fin de ocultar lo que acaban de hacer. Jamás podrán ser buenos, no importa cuánto tratan de serlo. En el prólogo de Once, en una edición que se publicó en solitario, el escritor y guionista británico Graham Greene señaló: “Es una escritora que ha creado su propio mundo, un mundo claustrofóbico e irracional, en el cual entramos cada vez con un sentimiento de peligro personal, con la cabeza inclinada para mirar por encima del hombro, incluso con cierta renuencia, pues vamos a experimentar placeres crueles, hasta que, en algún punto, se cierra la frontera detrás de nosotros, y ya no podemos retirarnos”.
En ese ritual de pasar por la librería y buscar en la mesa de saldos, Hirayama se lleva consigo el libro de Aya Kōda, de quien se dice: “ella usa las mismas palabras que nosotros, pero lo hace de otra manera”. El 1 º de septiembre de 2020, Aya fue homenajeada por Google en Japón, en el 116 ° aniversario de su nacimiento. Novelista, ensayista y miembro de la Academia de Arte de Japón, venerada como una de las autoras japonesas más destacadas de su tiempo. La escritura de Kōda exploró con elocuencia temas como las relaciones familiares, los roles de género y la cultura tradicional su país natal. Su padre, Rohan Kōda, fue uno de los escritores más respetados de Japón. Aya, comenzó su carrera literaria a los 43 años, justamente con un ensayo acerca de su padre. Varios de sus escritos se valen de un tinte autobiográfico. Por un tiempo trabajó como empleada doméstica en una casa de geishas, cuya experiencia inspiró su primera novela de 1955, Nagareru. En sus últimos años, trabajó arduamente en la recaudación de fondos para la restauración de la pagoda del templo Hōrin-ji y escribió ensayos relacionados con los árboles y la problemática de los deslizamientos de tierra. Dato no menor (sobre todo para Wenders), es que varias de sus obras fueron adaptadas al cine, teatro y televisión. Árbol, el libro de Kōda y que lee Hirayama destaca el corazón de quien admira los árboles y las flores, un mirar que nutre el alma, un soplar del viento en el que uno es capaz de sentir, de escuchar y ver entre ese juego de sombras y reflejos las profundidades humanas: la vida y la muerte.
Hirayama saluda, agradece en su andar a los árboles. Les sonríe y cuida a los que tiene en su casa y que algún día entregará al mundo exterior. Los árboles representan, como dice Kōda lo vital e inevitable para la existencia. “Hirayama es la clase de persona que nota cómo la luz del sol atraviesa las ramas –dice Wenders–y que observa las pequeñas plantas que crecen a sus pies”.
Son esos mismos árboles, esas sombras, las que están cerca de los baños públicos que limpia Hirayama. !Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés –narra Tanizaki en El elogio de la sombra–.Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shòji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro [Natsume] Sòseki, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar plenamente este placer, no hay lugar más adecuado que esos retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje”.
Hirayama es un hombre simple pero feliz, así lo imaginó Wenders, un hombre que siente orgullo de ser útil a otros. Vive concentrado en el presente, en el hoy, en el momento.
“Si agregas dos sombras una encima de la otra, ¿el “color” que producen es más oscuro o el color de dos sombras es el mismo que el de una sola? pregunta Hirayama a orillas de la bahía de Tokio y recrea un viejo juego de la infancia. El tiempo de ayer, el de hoy. La vida como una recreación diaria.
Las sombras están presentes en la cultura japonesa, en sus escritos, en sus obras, en su cine, en su propia historia, como aquellas que recuerdan el dolor de la bomba atómica: las “sombras de Hiroshima”.
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