Volver a los mitos, una vez más
Lo que se agradecen ciertas reediciones. Por caso, Casandra, de Christa Wolf (Polonia, 1929-Berlín, 2011), que El Cuenco de Plata reeditó este año. Se sabe: Wolf publicó esta novela –una relectura del mito clásico– a comienzos de los años ochenta, con la Guerra Fría en el horizonte. Cada época atraviesa a su modo la palabra. Y Casandra, la de Wolf, tiene con qué seguir hablándonos.
De manera similar a lo que años después haría en Medea, su otra novela basada en relatos de la antigüedad, Christa Wolf parte de cierto núcleo del mito y lo modela con absoluta libertad. Más que hacer analogías, en Casandra permite que el clima asfixiante que se vivía tras la Cortina de Hierro se infiltre en el relato. No es Berlín del Este, sino Troya; no es la Stasi sino la presencia insidiosa de Eumelo, a quien la autora construye como un oscuro habitante del poder. Puede que el eco con la política del siglo XX sea uno de los aspectos más conocidos del libro, pero no es –al menos, en lo que a mí respecta– lo que lo hace más sugestivo.
Si apenas somos briznas de sentido, nada importa salvo el dolor, el amor, la vida, los sueños: “El punto sensible y sin nombre que hace humanos a los humanos”
Prefiero otras zonas. Sobre todo aquellas donde la escritora logra capturar la potencia escurridiza del mito y hacerla cercana, palpable: algo que se pone en palabras y sin embargo, inevitablemente, siempre estará más acá (¿o más allá?) del lenguaje. Tal vez en Casandra Wolf ensayaba lo que luego en Medea sería puro despliegue, un influjo sutil y magnético.
Casandra y Medea son dos libros distintos tanto en estilo y punto de vista como en voz narrativa. Pero a la vez son dos libros hermanados. En Casandra, la que habla es la voz de la princesa y sacerdotisa troyana. Se lee, al comienzo de la novela: “Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado”. Y pocas líneas más abajo: “Más profundamente incluso que mi miedo, me empapa, corroe y envenena la indiferencia de los celestiales hacia nosotros los terrenos”.
Ya vendrán las reminiscencias y recuerdos, pero ahora es el crudo presente. De Troya solo quedan ruinas, la sangre corrió todo lo que podía correr; Casandra, hecha prisionera por Agamenón, ingresa en Micenas. Ella sabe. Ve a su captor pisar la alfombra roja tendida por la esposa, Clitemnestra, y sabe (aunque, ya está acostumbrada, nadie la escuchará): Agamenón camina sobre la alfombra que lo conducirá hacia la muerte. Pronto también ella, Casandra, será asesinada. Ni siquiera se salvarán sus dos pequeños hijos.
“El mismo cielo sobre Micenas que sobre Troya –piensa Casandra–, pero vacío. Brillante como el esmalte, inaccesible, reluciente”.
Escribo esto y miro a través del balcón de casa. Hoy es un lindo día y sobre Buenos Aires el cielo asoma limpio, celeste, recortado entre edificios, cablerío, alguna antena. Así y todo, sublime. Bello. Distante. Prescindente. Tanto como el cielo que habrá mirado Wolf mientras concebía su novela. O el que se suspendía –más imponente, quizás, que el que vemos hoy– sobre los seres que dieron origen a todos nuestros mitos.
“La ira acompaña la historia de Occidente, desde Homero” comenta el sociólogo Tomás Borovinsky en la excelente entrevista que Luciana Vázquez le hizo recientemente para este diario. “Canta, oh diosa, la cólera...” leímos tantas veces. “Aquiles la bestia”, dice la Casandra de Wolf (que no se priva de esmerilar al otro gran héroe de la Ilíada, al que llama “Héctor nube oscura”).
De allí venimos, mito y figura, los Dardanelos y tanto más.
La maravilla de leer a Wolf es el modo en que su escritura transmuta en carne, textura y deseo la lejanísima materia de ciertos relatos primordiales.
Palidecen las intrigas de palacio, incluso la crueldad de los déspotas. Si apenas somos briznas de sentido bajo un cielo que no nos mira, nada importa salvo el dolor, el amor, la vida, los sueños: “El punto sensible y sin nombre que hace humanos a los humanos”.
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