Una invasión que, según los locales, transforma las ciudades en invivibles
El movimiento “antiturismo” solo se opone al turismo “masificado”: los cruceros y la organización de eventos deportivos, comerciales o artísticos que atraen muchedumbres
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El problema no es nuevo, pero el malestar ha ido creciendo, asordinado al comienzo, hasta que estalló en conflicto abierto este verano boreal: las ciudades españolas que reciben la mayor afluencia turística (millones de personas por año) han hecho visible el hartazgo provocado por el desborde de sus calles, la saturación de sus barrios, la escasez de viviendas para los locales (y los precios desquiciados de lo poco disponible).
El hastío por el bullicio y el desmadre que llegan con los visitantes de ocasión. “Antiturismo”, han denominado la movida y, quienes la agitan afirman que solo se oponen al turismo “masificado” (los cruceros, insignias del mal mayor, pero también la organización de eventos deportivos, comerciales o artísticos que atraen muchedumbres).
Islas Canarias, Islas Baleares, Málaga, Cádiz, Barcelona, han sido escenario de populosas manifestaciones “antiturísticas”. Los argumentos son muchos y, por lo general, dignos de atención. Van desde problemas objetivos (calidad del trabajo, acceso a los servicios, aumento de la polución) hasta percepciones más subjetivas pero no menos importantes, como la sensación de ser invadidos, la propia ciudad tomada por pequeños ejércitos de ocupación efímera pero continua que la vuelven invivible.
Las quejas se han dirigido -lo que es sensato- a las autoridades: la “turistización” de las economías locales, señalan sus objetores, el haber hecho del turismo la principal fuente de ingresos de una región o una ciudad, pudo haber sido algo muy beneficioso décadas atrás (y vaya si lo fue) pero hoy no lo es; y las ingentes sumas de dinero que produce la industria ya no llegan al vecino de a pie, que debe lidiar con el caos cotidiano.
Hasta allí, el planteo parece razonable. Más allá de las voces que advierten sobre el peligro de atacar al turismo -un suicidio económico-, cada quien tiene el derecho de pedir a su gobierno que revise políticas, modifique planes, impulse ciertas iniciativas o desactive otras. ¿Lo que reclaman estos ciudadanos es lo mejor para sus ciudades? A saber (a veces somos imanes infalibles para atraer nuestra propia desgracia). Pero lo cierto es que el malestar es palpable y la discusión merece darse.
Otra cosa muy distinta es transformar un reclamo urbano en hostigamiento odioso hacia personas de carne y hueso. Las imágenes dieron la vuelta al mundo y, aunque se las quiera aligerar recurriendo al humor, no dejan de resultar perturbadoras. Traen reminiscencias profundamente desagradables, de otros años 20, las escenas de turistas acorralados por grupitos enardecidos que los acosan mojándolos con pistolas de agua (hechas de plástico, sí, y con agua, sí; chucherías inofensivas, pero con forma de pistola) mientras les gritan que no los quieren allí, hasta arruinarles el almuerzo que pacíficamente tomaban en la terraza de un restaurante y obligarlos a irse.
Causa rechazo ver cómo la breve masa que clama su derecho a una ciudad sin turistas precinta el espacio donde detecta a un grupo de extranjeros de visita y los confina ¿simbólicamente? mientras les hacen saber que no son bienvenidos. Muestran una violencia apenas contenida los carteles que rezan: “Tourists go home”. ¿Y cómo reconocen estos nativos decentes a esos indeseables?, ¿porque los gringos hablan distinto?, ¿por el color de la piel o del cabello?, ¿por el aspecto?, ¿por la ropa que usan?, ¿por las comidas que prefieren?
Todos nos hemos sentido fastidiados alguna vez por ese turismo de manada que no respeta ni valora, que no hace el menor esfuerzo por comprender lo que oye, lo que ve, lo que ocurre; que pasea por sitios religiosos (de la religión que fuere) sacando fotos y hablando a los gritos, como si se tratara de parques temáticos. Pero esos, los feos, brutos y malos, siempre son los otros, claro; nunca somos nosotros. Aun así, y comprendiendo el hastío, es difícil digerir el gesto desencajado de alguien disparándole (de nuevo, aunque sea con agua) a un desconocido apacible solo porque este cometió el error imperdonable de existir circunstancialmente como “turista”.
Seguramente esos indignados, los que no quieren forasteros en sus calles, con coherencia y ética kantianas tomarán la prevención de no subirse jamás a un crucero (ni regalado); tampoco se apuntarán al gregarismo festivo de un tour, ni viajarán en temporada alta a ningún destino. Y tendrán la delicadeza de visitar las playas del mundo solo en invierno, para no engordar el rebaño de veraneantes que agobia cada año a los locales. Es decir, no serán nunca ellos mismos guiris insufribles. Por aquello de no hacerle al otro lo que no nos gusta que nos hagan. Seguro.
El jaleo de estos días habilitó el debate, y ayuntamientos y otras reparticiones ya tomaron medidas. A los que acarician el sueño de ver los hoteles vacíos, sin embargo, les cabe no olvidar las palabras de la santa sabia: más lágrimas se derraman por las plegarias atendidas que por los ruegos que nadie escucha.
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