Una escena mitológica, un pedido oficial y tres desnudos: la historia de una escultora elogiada y censurada
Con sus misivas, a principios del siglo pasado la artista replicó las críticas a sus esculturas y a los rumores de amores prohibidos
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Un encargo oficial, una escena mitológica y tres desnudos fueron suficientes para que la carrera completa de la escultora Lola Mora (1867-1936) fuera puesta en tela de juicio. A pesar de su extensa trayectoria, que incluía trabajos en nuestro país y en Europa, la artista fue atacada de forma despiadada por los sectores más conservadores de la sociedad argentina de principios del siglo XX.
¿El motivo? Dolores Candelaria Mora Vega, conocida posteriormente como Lola Mora, realizó junto a sus colaboradores una obra que fue tildada de “indecorosa”. Se trata de la Fuente Monumental Las Nereidas, cuyo emplazamiento original era la Plaza de Mayo, frente a la Catedral Metropolitana de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Este conjunto escultórico realizado en mármol de Carrara representa el nacimiento de la diosa Venus, que es asistida y sostenida por dos criaturas mitológicas, las Nereidas, quienes dan nombre a la obra. “Estas ninfas del océano, hijas del dios del mar, Nereo, representan en la mitología griega, además de belleza y seducción, cierta compasión por los navegantes y la humanidad. Completan la fuente tres tritones montados en sus caballos, que emergen del agua”, detallan desde el Ministerio de Cultura de la Nación.
Nacida en la provincia de Tucumán en 1867, Lola Mora era una mujer que siempre se atrevía a dar un paso más y sabía aprovechar las oportunidades que se le presentaban. Comenzó a tomar clases de pintura y dibujo en su provincia, en 1887, con el artista italiano Santiago Falcucci. Su formación, sumada a su habilidad y desenfado a la hora de presentarse, le abrió una posibilidad poco común para las mujeres artistas de su época: fue contratada para retratar a distintas personalidades de la aristocracia tucumana.
Gracias a esos contactos, Lola Mora comenzó a hacerse un nombre más allá de las fronteras de la provincia y a recibir un sinnúmero de encargos. En 1894 realizó su primera muestra, en la que exhibió varios de los retratos que había pintado hasta el momento. Aprovechando la atención que había recibido por parte del público y la prensa, solicitó una beca para continuar sus estudios en Roma, cuna del arte clásico.
Poco después, cuando la beca le fue otorgada, emprendió viaje al Viejo Continente. Logró que el pintor Francesco Paolo Michetti, quien no aceptaba mujeres en su taller, la tomara como discípula y, gracias a él, conoció al escultor Giulio Monteverde, su gran maestro. El artista era considerado en su momento como “el nuevo Miguel Ángel”, y fue él quien la convenció de que tenía grandes aptitudes para dedicarse a la escultura. En ese taller, Lola Mora cambió para siempre el pincel por el cincel y el martillo.
Mientras su talento y la carrera crecían, también aumentaban, a pasos agigantados, los rumores y prejuicios sobre su vida personal. La artista fue criticada por la ropa que usaba para trabajar (bombacha de campo y camisa) y por ser aceptada en mesas en las que solo se podían sentar hombres. Sus decisiones amorosas eran parte de las habladurías, por ejemplo, la de casarse con Luis Hernández Otero, un hombre 17 años menor que ella. Además, las malas lenguas aseguraban que la escultora habría sido amante del ex presidente Julio Argentino Roca, su principal benefactor.
Los estudios de Lola Mora sobre arte antiguo y neoclásico la llevaron a profundizar en la anatomía del cuerpo humano, conocimientos que acabó por plasmar en la fuente de las Nereidas. “En un principio, la fuente tenía como destino la Plaza de Mayo. El emplazamiento propuesto suscitó un acalorado debate, especialmente por la sensualidad de los desnudos que, por aquel entonces, era motivo de discusión moral. Descartada la ubicación en la plaza porteña, se propusieron el Parque Patricios y el Parque Colón. Este segundo lugar finalmente resultó elegido”, explica el investigador Nicolás Gutiérrez en Legado, la revista del Archivo General de la Nación.
Las crónicas de la época destacan la poca presencia femenina en la fiesta inaugural de la obra, que se realizó el 21 de mayo de 1903, y el ojo crítico con el que muchos miraban los desnudos de las estatuas. El malestar por la presencia de estas figuras fue en aumento y, según señala Gutiérrez: “Los sectores más tradicionales de la sociedad comenzaron a protestar por la sensualidad de los desnudos de la fuente. Las despedidas de soltero solían finalizar con un chapuzón entre tritones y caballos encabritados y las madres preferían que sus hijos miraran hacia otro lado al pasar por el lugar”.
“Por tales motivos –agrega–, quince años después de la inauguración, la Municipalidad de Buenos Aires decretó su traslado. Esto condenaría al ostracismo a la majestuosa creación de la tucumana”. Actualmente, la fuente está ubicada en Costanera Sur (Av. Dr. Tristán Achával Rodríguez 1401) y, desde 1997, es considerada Bien de Interés Histórico Artístico Nacional.
Al enterarse del cambio de locación de su obra, Lola Mora escribió una carta pública en la que expresó su decepción por lo sucedido: “No pretendo descender al terreno de la polémica. Tampoco intento entrar en discusión con ese enemigo invisible y poderoso que es la maledicencia, pero lamento profundamente el espíritu de cierta gente, que la impureza y el sensualismo hayan primado sobre el placer estético de contemplar un desnudo humano, la más maravillosa arquitectura que haya podido crear Dios”.
Continuando con su descargo, la artista añadió: “Cada uno ve en una obra de arte lo que de antemano está en su espíritu. El ángel o el demonio están siempre combatiendo en la mirada del hombre. Yo no he cruzado el océano con el objeto de ofender el pudor de mi pueblo. Lamento profundamente lo que está ocurriendo, pero no advierto en estas expresiones de repudio llamémoslo de alguna manera la voz pura y noble de este pueblo y esa es la que me interesaría oír. De él espero el postrer fallo”.
Mientras la escultora libraba esta batalla, también comenzó a ser criticada por un grupo de mujeres anarquistas. Ellas no hacían referencia a los desnudos de la fuente, sino que cuestionaban el vínculo que Lola Mora había entablado con ciertos políticos a los que ellas consideraban “conservadores”, como Bartolomé Mitre y Julio Argentino Roca, y con ciertos personajes de la realeza italiana, como Elena de Montenegro y Margarita de Saboya.
A través de un comunicado en el diario La Protesta, ellas habían escrito de forma lapidaria: “Para nosotras, Lola Mora ha muerto. Para los que vieron en ella, cuando desafió con su magnífica fuente, hipócritas rubores de la burguesía bonaerense, una rebelada contra los convencionalismos, Lola Mora también ha muerto”.
Desilusionadas con la escultora, estas mujeres añadieron: “No podemos llorarla, la náusea hace esconder las lágrimas. Es una seducida. El destello de las monedas la arrastrará a un falso culto. (…) Y ha muerto porque ha querido hacer vida de opulencias, de falsos brillos (…) ¡Lola Mora ha muerto! Pobre artista”.
Si bien las críticas fueron moneda corriente en la vida de la escultora, ella también mantuvo lazos de amistad con algunas mujeres que no dudaron en ayudarla en algunos de sus momentos más difíciles. Una de ellas fue la educadora Catalina Jiménez de Ayala, quien se ofreció a prestarle dinero para que pudiera acabar la escultura de Juan Bautista Alberdi, otra de sus obras más importantes.
En 1900, el gobernador de Tucumán Próspero Mena designó una comisión que se encargaría de contactar a la artista, que en ese momento se encontraba en Roma, para invitarla a realizar esta obra. Lola Mora aceptó el encargo y en 1904, cuando ya llevaba cuatro años de trabajo, los pagos por parte de la gobernación comenzaron a espaciarse y luego a retacear. Molesta y preocupada con lo que sucedía, decidió contactarse con el diario El Orden, donde publicaron algunos artículos en los que describían lo que pasaba y destacaban el prestigio que la artista había obtenido durante sus últimos años en Europa.
Con ánimos de ayudar a destrabar esta injusta situación hizo su aparición Jiménez de Ayala que, además de ser amiga de la escultora, fue una pieza clave de la escena cultural tucumana de la época. A través de una carta difundida también en el diario El Orden, ofreció prestarle dinero de su propio bolsillo a la artista para que terminara la obra. Sin rodeos, la educadora propuso de forma pública: “Querida Lola Mora, me dicen que te encuentras con dificultades para que te paguen el importe de las obras de arte que dejas terminadas en esta ciudad”.
“De mis pequeños ahorros tengo el gusto de ofrecerte la suma de un mil pesos, que están a tu disposición hasta que puedas conseguir el pago de tu trabajo o hasta que tú quieras. Con cariño, te saluda tu amiga Catalina Jiménez de Ayala”. Dicha carta hizo que otros diarios de la época, como El Diario de Buenos Aires y La Provincia, también salieran a denunciar la situación.
¿Quién fue esta mujer que tuvo la audacia de desafiar al gobierno de turno? Jiménez de Ayala era directora de la Escuela Normal de Maestras de Tucumán, un cargo que ocupó durante más de treinta años. También se destacó por ser la profesora más joven del establecimiento al frente de la clase de Pedagogía e Instrucción Moral y Cívica desde su creación, en 1888. Con las ideas claras, la educadora se convirtió en la única representante de su provincia en participar del Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina, organizado por la Asociación de Universitarias Argentinas en mayo de 1910, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
A pesar de las buenas intenciones de su amiga y, tal vez con miedo a sufrir algún tipo de represalia, Lola Mora decidió escribir otra carta pública en la que aclaró que su relación con el gobierno tucumano se encontraba en buenos términos. De todas maneras, convencida del valor artístico y de mercado de sus obras, la escultora aprovechó para defender el cachet que esperaba cobrar y aclaró que se trataba de un precio justo.
“No podría nadie concebir, por ignorante que fuere, que un monumento como el del Sr. Alberdi pueda costar sólo 30 mil pesos. Si no se considera el desprendimiento personal y artístico del autor, cuando tenemos ejemplos tan cerca, como ser la pequeña estatua de la tumba del Sr. Ignacio Colombres, hecha por un artista argentino también y que apenas empezaba, sin ser conocido, que costó 12 mil pesos (…) El monumento del Sr. Hileret cuesta 48 mil pesos, los calcos de bronce de la estatua de San Martín sin ningún mérito artístico ni técnico cuestan a la provincia de Santa Fe 42 mil pesos sin contar los fabulosos precios que han pagado en Buenos Aires por las estatuas de Sarmiento, Belgrano, etc. etc. (…) No me quejo del gobierno ni de nadie porque conozco mi situación. Tengo la más alta satisfacción de haber contribuido a los progresos de mi país como he podido. Es decir, con el trabajo de dos años y medio (en la escultura de Alberdi)”.
La vida de Lola Mora fue diferente a la del promedio de las mujeres de su época. El día en que murió, el 7 de junio de 1936, la prensa se inundó de mensajes para despedirla. Uno de ellos rezaba: “El decidirse por el arte ya había significado una proeza (…) Mujer y escultora parecían términos excluyentes. (Finalmente), los prejuicios cedieron, sobrepujados por la evidencia de su obra”.
Arriesgada, libre, valiente y creativa, la escultora logró hacerse su lugar en una disciplina dominada mayormente por hombres y se convirtió en una de las artistas más renombradas del país. De hecho, cada 17 de noviembre se celebra en la Argentina el Día del Escultor y las Artes Plásticas en conmemoración de su nacimiento.
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