El rodaje distinto de la tragedia de los Andes, que se recreó en 141 días, con nevadas y poco alimento
“No he conocido un ejemplo de generosidad como este”. Pablo Vierci, autor de “La sociedad de la nieve”, cuenta por qué la nueva película sobre el vuelo 571 ofrece otro punto de vista
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El 13 de octubre de 1972, Pablo Vierci recibió la misma noticia que conmocionó al mundo entero: el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, en el que viajaba el equipo de rugby Old Christians junto a varios amigos y familiares, se había estrellado en algún lugar desconocido de la cordillera de los Andes, sin dejar rastro. Pero él, que por entonces tenía 22 años, no llegó a sumirse en la tristeza ni la desesperación, sino que más bien quedó paralizado por una absoluta incredulidad.
“Yo conocía a todos los chicos que viajaban, incluso tenía varios amigos íntimos en ese avión, porque habíamos ido juntos al colegio Stella Maris de Montevideo. Lo que me pasó fue lo que le pasa a cualquier joven cuando se le muere la mitad de su generación, esa con la que urdió tantos recuerdos y vivencias. Una sensación tan fuerte que solo aparece cuando hay accidentes grandes o guerras”.
Vierci quedó atrapado en ese limbo de incredulidad por 72 días, hasta que se supo que Nando Parrado y Roberto Canessa habían aparecido en la localidad chilena de Los Maitenes, al oeste de Santiago, después de una travesía imposible que completaron después de diez días de caminata, al borde de la inanición y bajo el riesgo constante de avalanchas. Otros 14 de sus compañeros seguían vivos, esperando ser rescatados, a casi 4000 metros de altura, sobre un glaciar en el Valle de las Lágrimas, en el centro mismo de los Andes.
El reencuentro con Nando Parrado, su excompañero de banco en la secundaria, marcó el inicio de una relación muy especial de Vierci con los protagonistas del accidente que se extiende hasta hoy, 50 años después de la tragedia. “En un colegio de solo varones, en donde todos jugaban al rugby, yo era el único con una inclinación por la escritura. Entonces, lo primero que hizo Nando fue pedirme que lo ayudara a contar lo que había pasado. Sentí algo rarísimo: que yo no tenía sustituto. No porque fuese un gran escritor, sino porque no había otro que pudiera hacerlo: me unía a ellos una memoria colectiva, un background común, que me permitía acceder a las entrelíneas de lo que me contaban. Fue ahí que se generó dentro de mí una suerte de compromiso no solo con los que sobrevivieron sino, sobre todo, con los que no volvieron. ¿Quién más podía hablar de los chiquilines que habían muerto, si habían vivido tan pocos años y justamente yo sabía tanto de sus vidas, no por investigarlas de afuera, sino por haber compartido la mía con las suyas?”.
Su primer intento de escribir quedó trunco porque, cuando empezaron a circular rumores falsos sobre lo sucedido, “era necesario escribir un libro grande” para terminar con las especulaciones. Así, en 1974, se publicó ¡Viven!, el libro escrito por el novelista, historiador y biógrafo británico Piers Paul Read, que se convirtió en bestseller y fue llevado por Hollywood a la pantalla grande en 1993, con nada menos que una superestrella de la talla de Ethan Hawke personificando a Nando Parrado. La historia se había logrado contar a lo grande, sí, pero había faltado la otra dimensión: la profundamente humana.
Pasó el tiempo y Vierci se convirtió en un reconocido escritor de ficción y guionista de documentales y largometrajes en su país, en donde obtuvo el Segundo Premio Nacional de Literatura en 1987 y 2004. Pero nunca olvidó ese compromiso que había asumido con sus amigos. En conmemoración de los 30 años del accidente, publicó un ensayo titulado Nosotros, los otros, narrando los hechos desde el punto de vista de los muertos.
En 2006, ascendió hasta el glaciar en el Valle de las Lágrimas donde está sepultado el fuselaje del F571 junto a cuatro de los sobrevivientes: Roberto Canessa (a quien acompañó en la redacción de su biografía, Tenía que sobrevivir), Gustavo Zerbino, Adolfo Strauch y Ramón “Moncho” Sabella. Con esa experiencia tan temeraria como reveladora abre el prólogo de La sociedad de la nieve, el libro que, finalmente, pudo concretar en 2008.
“Subir la montaña con ellos era uno de los requisitos que yo tuve en su momento para poder contar esta historia. Esto es algo que también entendió (Juan Antonio) Bayona, quien me mandó un mail en 2011 porque quería hacer la película y, aunque hubo muchas ofertas para llevar el libro al cine, solo él calaba hondo y mostró la sensibilidad necesaria. Bayona comprendió, además, que esta es una historia difícil de contar en pequeño: hay que conocer los Andes, su magnificencia y su escala, para entender lo que pasó, para que nos atraviese esa sensación de soledad en el cosmos, esa extensión montañosa infinita que tiene América y que no tiene Europa, en donde el horizonte parece no terminar nunca”.
Nacido en Barcelona hace 48 años, Bayona, responsable de los films El orfanato (2007), Lo imposible (2012) y Un monstruo viene a verme (2016), y elegido por Steven Spielberg para dirigir Jurassic World: El reino caído (2018), trabajó en este nuevo proyecto con un elenco 100% uruguayo-argentino. La película La sociedad de la nieve, que llega a los cines argentinos el jueves 14 de este mes y se estrenará en la plataforma de streaming de Netflix tres semanas después, ya ganó el premio del público en el Festival de Cine de San Sebastián y fue elegida por España para ser la candidata oficial a Mejor Película Internacional en los Oscar.
El rodaje duró 141 días y, según el propio Vierci, que participó durante todo el proceso, fue “durísimo”: “Estuvimos en la montaña, solos, durante cuatro meses. Había tres sets: uno a 3000 metros, otro a 2000 metros, y otro al nivel del mar. Padecimos frío, nevadas, ventiscas; si el viento superaba una determinada velocidad, teníamos que frenar y evacuar. La película se rodó de forma cronológica porque los actores tenían que perder peso, así que comían muy poco. Todo ese contexto ayudó a que la película quedara como quedó, porque nos permitió acercarnos a la historia a una escala completamente diferente”.
Además, La sociedad de la nieve se hizo en 2021, con la pandemia todavía en curso: de un equipo de 320 personas en el set, fueron apenas cinco o seis las que nunca se contagiaron de Covid en algún momento. “Todas las mañanas, los médicos nos decían: ‘Este compañero que ayer estaba al lado tuyo se contagió’. Nos sentíamos como en una guerra sin enemigos, no sabíamos quién iba a caer al día siguiente, la incertidumbre era absoluta. Ese fue otro componente importante porque, a otro nivel, experimentamos algo parecido a lo que sintieron los protagonistas del accidente, que vivieron durante 72 días en la cornisa entre la vida y la muerte, sabiendo que ahora estaban vivos pero dentro de un minuto podrían no estarlo, lo que te lleva a un plano de conciencia diferente, y la película lo transmite”.
En su rol de productor asociado, Vierci actuó como “puente” entre el realizador y los protagonistas reales. “El objetivo era recrear de la manera más fiel posible lo sucedido, porque así podíamos llegar a lo auténtico. Para Bayona, esto implicaba estar en el más mínimo detalle: por ejemplo, en la escena que los chiquilines se cortan las uñas luego del rescate, me pidió que le averigüe cómo las tenían en ese momento, así que yo ahí en medio de la montaña les mandaba mensajes de WhatsApp a ellos para que me contaran. Pero, sobre todo, para contar la historia desde la verdad había que reflejar la sociedad de la nieve no solo desde la mirada de los vivos, sino también de los muertos, porque a ese avión se subieron 45 personas y volvieron 16″.
–Primero, un libro, y ahora, una película. ¿El arte es nuestra mejor posibilidad para intentar comprender una experiencia tan extrema?
–Respecto a lo artístico, creo sin dudas que una película o un libro te permiten navegar el territorio desconocido, ir a lo insondable, y eso siempre es excitante, porque te brinda una experiencia superadora. En este caso concreto, desde que los sobrevivientes volvieron y comencé a hablar con ellos, y también a partir de la lectura de las cartas que dejaron tres chicos que murieron, siempre me quedó la sensación de que, en los Andes, ellos construyeron una sociedad totalmente contraintuitiva. Es decir, en todas las ficciones apocalípticas que yo había leído, se planteaba que, cuando el ser humano sufre o se encuentra ante la adversidad extrema, lo que surge es la jauría, el sálvese quien pueda, el egoísmo. Pero en esta historia real pasó exactamente lo contrario. Y no había allí ningún superdotado, eran personas comunes, completamente desvalidas, que aprendieron ya la primera noche del accidente, al borde de la muerte por hipotermia, una lección esencial: que el abrazo es lo que salva.
–¿Por qué creés que vale la pena volver a contar esta historia, medio siglo después?
–Porque tiene el poder de cautivar al mundo, porque nos reconcilia con el ser humano y nos recuerda que la salvación no es individual sino colectiva. Que, no importa qué oscuridad estemos atravesando, tenemos que buscar la luz al final del túnel y no claudicar. Y que, cuando nos golpean hasta el límite, lo que queda en nuestro núcleo, la esencia humana, es la bondad. Es que esta es la historia real de un grupo de personas que entrenó la bondad, porque no hay cosa más bondadosa que esa “sociedad de la nieve” que construyeron. Hasta hoy, ellos mismos dicen: “Nunca fuimos mejores personas que en los Andes”. ¿Por qué? Porque, cuando el ser humano queda frente a la inmensidad del cosmos y pierde la visión sobredimensionada de sí mismo, el ego se corre y lo que surge no es un déspota sino valores como la bondad y el cuidado mutuo. La sociedad de la nieve se basó en que los heridos eran los prioritarios, estuvo pautada por la misericordia y por la compasión. Creo que, en el mundo de hoy, tener este tipo de historias verídicas es especialmente reconfortante.
–En esta sociedad de la nieve, el “pacto de entrega mutua” fue una base fundamental para la supervivencia.
–Siempre digo que ese pacto fue lo más disruptivo porque, a principios de los 70, el concepto de donación de órganos, esa idea de “vivo en otros”, todavía no existía, porque los trasplantes eran muy incipientes (el primer trasplante cardíaco, por ejemplo, fue en 1967). Y no he conocido aún un ejemplo de generosidad como este en la historia de la humanidad. Tenemos incluso un documento escrito, una de las cartas que dejó uno de los chicos que murió, que lo que plantea es que “si yo muero, tú puedes usar mi cuerpo para ayudarte a seguir adelante, en mi representación”. Porque el objetivo siempre fue llegar a la otra orilla y lo que se generó fue como una rueda que gira en la que yo soy combustible para que otros puedan atravesar los Andes y llegar a casa. Ese regreso al hogar es otro símbolo: contarle a la humanidad lo que pasó con mis compañeros, con mis coetáneos, que es muy distinto a si se hubieran quedado enterrados en el glaciar y no se hubiese sabido cómo fue su final.
–¿Por qué la elección de poner el foco en quienes mueren en los Andes?
–El momento más conmovedor de mi vida fue la proyección de la película con todas las familias, tanto de los que sobrevivieron como de los que no volvieron. Imagínate mi emoción al escuchar a los sobrevivientes decir que por fin todos los seres humanos pueden saber exactamente qué pasó gracias al grado de realismo que se logró en pantalla. Además, en muchos casos, para los familiares de los fallecidos significó una reconciliación con los sobrevivientes, porque ver la película les permitió entender que todo lo que pasó fue una sucesión de penurias pocas veces vistas y que todos los que estaban allí las sufrieron. En definitiva, lo que plantea la película es que los 16 que sobrevivieron son intercambiables con los demás porque, de alguna manera, los nombres resultan aleatorios. Y una cosa más, sumamente inspiradora: el héroe clásico está vinculado con la fortaleza psíquica y física; en cambio, acá mostramos a todos los héroes que mueren en la orilla, a esos que lo dan todo, que hacen lo que sienten que tienen que hacer y no se guardan nada para sí mismos. ¡Y que incluso mueren animando a los que quedan con vida! Porque, cuando nos han quitado todo, lo que queda es un corazón que se entrega.
–¿Sentís que esta nueva película marca un punto final para los protagonistas de los hechos reales? ¿Un “estar en paz” con lo que les pasó?
–Esta historia no tiene punto final porque, en última instancia, estamos hablando del sentido de nuestras vidas, sobre qué es vivir y qué es morir, para qué vivimos, qué es lo que queremos dejar cuando nos vamos, cómo seremos recordados. Y no hay un fin porque la esencia de esas preguntas es que no hay respuestas definitivas.
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