Un pato gigante para espantar a los solemnes
Aunque algunos la consideran el colmo de la fealdad, son legión los habitantes de Long Island que aman a una enorme estructura de ruta a la que sólo le falta decir “cuac”
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FLANDERS.– Al comienzo de la Gran Depresión, Martin y Jeule Maurer, un matrimonio de criadores de patos de Long Island, de viaje por California, encontraron que se podía parar a tomar un café dentro de una estructura al costado de la ruta que simulaba una cafetera gigante.
Inmediatamente decidieron que si el mundo tenía una cafetera grande para vender cafés, entonces necesitaba de un pato grande para vender patos, y que no había nadie más indicado que ellos para para brindárselo.
Así, en 1931 nació la que devendría una de las atracciones de ruta más famosas y en honor a la cual Robert Venturi, padre del diseño posmoderno, bautizaría al movimiento de la “arquitectura del pato”.
El Big Duck Flanders es de estuco blanco, mide seis metros de alto y sus ojos colorados provienen de las luces traseras de un Ford T, “porque era la Gran Depresión, y había que ser práctico”, explican en el pequeño museo/tienda que hoy hay en su interior. Está en el medio del campo, pero es centro de peregrinaje de los fanáticos de la arquitectura alternativa, que van a verlo vestidos como fanáticos de la arquitectura alternativa (anteojos redondos a lo Philip Johnson/cuello Mao a lo Arata Isozaki/accesorio neo futurista a lo Eero Saarinem). También es paso obligado de los padres semidormidos que arrastran en sus camionetas algún trailer con veleritos mínimos y preadolescentes que van cantando (aullando) Taylor Swift, rumbo a a las distintas regatas infantiles de la zona. Se suman los buscadores de gangas camino al cercano outlet Tánger, los trabajadores estivales que viven en la ciudad, y la gente fashion que pasa veloz en sus convertibles camino a los Hamptons.
"En el manifiesto radical Aprendiendo de Las Vegas escrito con su mujer, Denise Scott Brown, y su colega Steven Izenour, Venturi sostuvo que el pato era digno del mismo respeto que el diseño arquitectónico “alto” y que frente a las aburridas estructuras comerciales que quedaron bordeando las carreteras, su existencia era especialmente loable"
No podría haber público más variopinto, pero todo el mundo lo adora. No fue siempre así.
En la década del ‘20, así como la cafetera y el pato, florecieron muchas construcciones de este tipo: un cucurucho gigante para una heladería, una cámara de fotos gigante para un centro de revelado. Luego, con el advenimiento del diseño depurado y la ruptura con el ornamento, todo esto pasó a ser visto como el espanto más puro. De hecho, en 1964, el arquitecto modernista Peter Blake en su libro El Basural de Dios seleccionó a nuestro pato como ejemplo de “la inundación de fealdad que engulle a EE.UU.” Muchas de estas estructuras se derribaron, pero el pato sobrevivió, y en los ‘70, devino una celebridad cuando Venturi salió en su defensa.
En el manifiesto radical Aprendiendo de Las Vegas escrito con su mujer, Denise Scott Brown, y su colega Steven Izenour, Venturi sostuvo que el pato era digno del mismo respeto que el diseño arquitectónico “alto” y que frente a las aburridas estructuras comerciales que quedaron bordeando las carreteras, su existencia era especialmente loable. En un esfuerzo por rendirle homenaje, acuñó el término “pato” para describir, desde entonces, a cualquier edificio donde la arquitectura cede al simbolismo y a la expresión de su función.
Venturi fue una de las figuras más influyentes en la arquitectura del siglo XX; atacó los dogmas y abogó por un mundo que abrazara la historia, la diversidad y el humor. Con Scott Brown recorrían el país mirando construcciones y se inventaron un juego al que llamaron “Apuesto a que me puede gustar algo peor de lo que te puede gustar a ti”. Según The Guardian fue un impulso que Scott Brown describió como “euforia de amor y odio”, una atracción por lo extraño, lo feo o lo banal, lo que los obligó a reflexionar sobre esa atracción y a descifrar los signos y símbolos detrás del mundo que los rodeaba.
No está claro si fue durante este juego que descubrieron al pato, y a esta redactora, ya devenida una Long Islander total, que no le vengan con que no es una preciosura. Pero por la fama que Venturi y compañía dieron al pato, eternamente agradecida. O mejor dicho, como gritan los chicos casi como en un ritual cuando pasan por su frente, simplemente: cuac.
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