Un flagelo: los infiltrados en WhatsApp
Lejos de honrar la conversación a distancia, el envío compulsivo de mensajes se parece más a aquellos vehículos que todavía circulan por los barrios con un megáfono en el techo
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Cuando se habla de redes sociales se analizan las más llamativas. Sea porque son el ring de las discusiones políticas, como X (ex Twitter), o la fuente de memes o excentricidades, como TikTok. Poco se habla de las cenicientas de las plataformas, las más usadas por la humanidad y las que más actividad diaria concentran: las mensajerías.
La conversación por mensajes es seguramente la tecnología de este siglo con más impacto social. Ha transformado las relaciones, los trámites, la forma de trabajar, al punto que ya no recordamos cómo era invitar a cenar o avisar que llegamos tarde sin usar un mensaje.
Hubo tiempos extraños donde la humanidad no necesitaba un canal para preguntar “¿dónde estás?” Eran épocas donde se usaban unos botones tontos en las puertas de las casas que solo avisaban con una chicharra la llegada de visitantes o carteros. Hoy son ignorados hasta por repartidores que no conocemos, que prefieren usar el teléfono para avisar que debemos bajar a buscar el correo.
Las telefónicas nunca creyeron que la gente se fuera entusiasmar tanto con los mensajes de texto. Parecía improbable que alguien quisiera escribir solo con doce teclas, pulsando varias veces para encontrar la letra.
El costo inicial de las llamadas móviles empujó a la humanidad a escribir con el pulgar y a traducir sus emociones con emojis. Ya no hace falta ser un escritor romántico para conquistar a alguien, porque alcanza una diestra combinación de caritas y corazones.
"Hubo tiempos extraños donde la humanidad no necesitaba un canal para preguntar “¿dónde estás?” Eran épocas donde se usaban unos botones tontos en las puertas de las casas que solo avisaban con una chicharra la llegada de visitantes o carteros. Hoy son ignorados hasta por repartidores que no conocemos, que prefieren usar el teléfono para avisar que debemos bajar a buscar el correo"
La mensajería desdobla la dimensión tiempo de la de espacio. Esperamos instantaneidad en la distancia. La intensidad de la conversación en WhatsApp es tal que la indiferencia o la demora pueden ser fatales. Hay usuarios pendientes de si la persona se conectó, se dignó a abrir el mensaje. O, peor, si lo abrió y no lo contestó. Esa afrenta ha destrozado romances y carreras laborales.
Ese ardor de los mensajes personales es codiciado por quienes sueñan con despertar igual interés por sus novedades. En un reciente artículo, The New York Times acaba de poner la esperanza de la industria periodística en las noticias distribuidas por WhatsApp. Pero las comunidades que habilitó la plataforma son un misterio de indiferencia, igual que la mayoría de grupos de WhatsApp en los que somos rehenes de la cobardía que nos impide abandonarlos.
Exceptuando dos o tres grupos que atendemos por razones afectivas, el resto es una catástrofe de autoexpresiones que casi nadie lee. Especialmente los que contestan, que nunca lo hacen como respuesta sino como desahogo o inicio de pendencia.
Otro flagelo es la persona que envía novedades a todos los que en una funesta oportunidad le facilitamos el número telefónico. Generalmente son consultores, políticos o periodistas que disparan mensajes que nadie espera ni solicita, con insistencia digna de mejores faenas.
Lejos de ser una novedad, como pintaba el artículo del diario neoyorquino, el envío compulsivo de mensajes no hace honor al mejor invento del siglo veintiuno. Lejos de honrar la conversación a distancia, se parece más a aquellos vehículos que todavía circulan por los barrios con un megáfono en el techo.
Con la misma monotonía del “Compro botellas, colchones, cartones”, repiten en WhatsApp “Este es el artículo de la semana”. Tan intrigante como quién vende sus excedencias a los botelleros es cuánta gente leerá esos mensajes impersonales en la red más personalizada.
Desde 2019 la suma de usuarios de mensajerías supera a cualquier otra plataforma. Pero eso no significa que toda esa gente sea una audiencia cautiva. Al contrario, las mensajerías son la forma de comunicación más selectiva. Su valor no reside en tener a quién mandar un mensaje, sino en tener alguien con interés suficiente como para que lo responda.
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