Truman Capote: a cien años del nacimiento de un escritor inspirado y un personaje polémico
El 30 de septiembre se conmemoró el primer centenario del nacimiento del desafiante y sin igual autor de “A sangre fría”: del genio y la traición a la eternidad
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Debe haber sido apenas sorteaba la pubertad, tras esa intimidante etapa anacrónica del acné, cuando un todavía precoz narrador y diamante en bruto, Truman Capote (1924-1984), escuchó sin verlo en la televisión al comediante Milton Berle soltando al aire como un hatajo de globos uno de esos chistes que tanto efecto contagio provocaban en el frágil sistema nervioso de la indulgente audiencia norteamericana: “¡Hoy fue un gran día para el escritor!”, anunciaba Milton, salpicado por una abrumadora catarata de carcajadas cómplices: “¡Hoy logró vender el traje, sus zapatos y la máquina de escribir!”.
Pero el enfant terrible Truman no acusó recibo: ya entonces estaba convencido de que su vocación y su hambrienta ambición iban a llevarlo directamente hacia algo parecido a una mina de oro. De modo que pensó ¡carpe diem!... y se puso manos a la obra. Cuando apenas tenía ocho años ya guardaba un cuaderno rebosante de cuentos, un tesoro por el que hoy seguramente pelearían por pagar fortunas las mejores editoriales.
El 25 de agosto se cumplieron 40 años de su muerte y mañana, 30 de septiembre, se conmemora el primer centenario del nacimiento de un escritor inspirado y un personaje polémico, desafiante y sin igual.
Cuando contaba con dieciséis, Capote ya era más que la sospecha de un proyecto de genio. En 1948 su primer libro, Otras voces, otros ámbitos, hizo deshacer en elogios a una legión impresionada encabezada por su contemporáneo William Styron. “Era un consumado maestro del lenguaje antes de que tuviera edad para votar”, disparó Styron. “Podía hacer cantar y bailar a las palabras, cambiar misteriosamente los colores, realizar actos de magia, provocar la risa, producir escalofríos, conmover el corazón”.
“Empecé a escribir cuando tenía ocho años”, concedió Truman. “De improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca gente que leyese. Pero el caso es que solo me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, bailar claqué y hacer dibujos. Entonces, un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble e implacable amo”.
Aunque lo admitía a medias, toda su vida buscó el reflejo del espejo solo para confirmar que, ¡eureka!, en un engañoso close-up, estaba en estado de perplejidad frente al nuevo Marcel Proust: la obstinada obsesión con la que terminaría arrastrando su decrepitud y sus huesos maltrechos directamente hacia la última morada.
“¡Cómo pueden romantizarnos los espejos!”, escribió con la voz soñadora de uno de sus alter-ego, Joel Knox, en Otras voces.... “Y ése es su secreto. ¡Qué tortura sutil sería destruir todos los espejos del mundo! ¿Dónde buscaríamos entonces la confirmación de nuestra identidad?”.
Poniendo en duda aquella afirmación de Susan Sontag, que sostenía que “una palabra vale más que mil imágenes”, a lo largo y ancho de su rutilante y escandalosa carrera, tanto las palabras que escribió Truman como las incontables fotos que fisgonearon bajo sus sábanas y su explosivo carácter tuvieron el mismo impacto furibundo en la opinión pública y el elevado mundo de las letras.
James Michener cuenta que Bennett Cerf, uno de sus editores en Random House y colega de los primeros años, le sugirió alguna vez acompañar alguno de sus libros con un retrato como el que sumó Truman al bombástico suceso de Otras voces…, la imagen tomada en 1947 por la Leica de Harold Halma que mostraba a Capote, un discordante joven procedente de las plantaciones de magnolias del Sur, recostado lánguidamente en un sofá interpelando con mirada desafiante a la mismísima inmortalidad.
Una foto que, a la postre, contribuyó a impulsar su meteórica carrera. “Lo que necesitás, Michener, es una fotografía como ésta”, bramó Cerf, hirviendo de excitación. “Algo que llame la atención”.
Viéndolo en retrospectiva, para Capote, sin embargo, aquello solo se trató de una foto común y corriente. Como le diría a Lawrence Grobel de la revista Playboy dos décadas después: “Yo no vi nada malo en ella. Solo soy yo tumbado en el sofá y mirando a la cámara. Aunque supongo –concedió con picardía– que parece que estoy más o menos invitando a alguien a que se encarame encima mío”.
La foto resultó tan escandalosa para la época como la sorprendente, movediza, siempre irresistible prosa mágica que abundaba en las páginas de aquel libro, un auténtico Koh-i-Noor y el primero del presumido Truman, que a la postre terminaría acomodándolo a paso lento en el Parnaso acaparado por entonces por plumas ilustres como sus amados Maupassant, Flaubert y, claro, Proust.
Hubo otras fotos, también memorables, como aquella bailando con Marilyn Monroe, la de Cartier-Bresson con Truman rodeado de una jungla artificial y ésa en la que su amigo Cecil Beaton lo captó suspendido en el aire como un grávido insulto al decoro.
Pero vamos a quedarnos con la que a él le gustaba, la que le tomó Harvey Wang casi en el epílogo de su vida, la que descubría a un Capote freak visiblemente vencido y penitente, tan cándido y demacrado como un viejo actor devaluado, una anémica criatura faunesca subsistiendo a base de esporádicos avisos publicitarios destinados a controlar la próstata y otros avatares de la tercera edad. “Es la clase de fotografía que se envía a un antiguo amante diciendo: ‘Hiciste bien en marcharte, sino, mirá con qué habrías acabado’”, le gustaba decir.
Nativo de Monroeville, Nueva Orleans, donde llegó a este convulsionado mundo un 30 de septiembre de 1924, tras su debut literario de 1948, Truman mantuvo inapagable la llama de su celebridad con colecciones de short-stories (Un árbol de noche, entre otras), novelas y nouvelles (El arpa de hierba y Desayuno en Tiffany’s, donde respiró uno de sus personajes más entrañables, Holly Golightly), algunos de los mejores escritos de viajes de nuestro tiempo (Color local), perfiles y reportajes que aparecieron originalmente en The New Yorker (El duque en su dominio y Se oyen las musas), una masterpiece de no ficción (A sangre fría), guiones de teatro y hasta dos películas (Beat the devil y The innocents).
“Mi vida, al menos como artista, puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas y bajas, los ciclos claramente definidos”, definió Truman en el prefacio de Música para camaleones (1980). “En realidad, jamás hice los ejercicios del colegio. Mis tareas literarias me mantenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica, de la destreza; las diabólicas complejidades de construir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. ¡Hay que aprender tanto!, y de tantas fuentes: no solo de los libros, sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días”.
En Capote, la biografía, Gerald Clarke describe que, a los 18 años, cuando Truman ingresó como cadete en la revista The New Yorker, “podía pasar por un chico de 12. No tenía ni rastro de barba. Era anormalmente bajito y aún no llegaba al 1,55 que medía de adulto”.
“Lo último que haría en la vida sería perder el tiempo yendo a la universidad”, se ufanaba Capote. “Por aquella época yo ya había leído muchísimo. La única razón para ir a la universidad es para ser médico, abogado o algo que requiera un alto grado de especialización. Pero si uno quiere ser escritor, y ya lo es, y escribe sin faltas de ortografía no hay razón para ir a la universidad. De todos modos, asistí a la mejor universidad posible cuando entré a trabajar en The New Yorker”, observó.
Natalia Murray, una de las editoras de aquella revista, cuenta en una biografía coral In wich various friends, enemies, acquaintances and detractors recall his turbulent career –en el que diversos amigos, enemigos, conocidos y detractores recuerdan su turbulenta carrera– publicada por George Plimpton en 1997, que en la revista siempre rechazaban sus relatos y que “una de sus habilidades era la de afilar lápices”.
Brenda Gill lo recuerda “cruzando de prisa los pasillos vestido con una capa negra de gala y los largos cabellos dorados cayéndole por los hombros: una aparición que hacía pensar en Oscar Wilde en Nevada, con sus lirios y sus terciopelos”.
En tanto, mientras nadie sospechaba de las aptitudes del pequeño gnomo que correteaba entre los escritorios, Truman escribía cosas como ésta: “Las estaciones no cambian aquí, ni los años. Y cuando muera, si es que no he muerto todavía, entonces quiero morir borracho y encogido, como en el útero de mi madre, en la cálida sangre de la oscuridad ¿No sería ese un final más bien irónico para quien, en lo hondo de su maldita alma, buscó una vida dulce y limpia? ¿Una vida de pan y agua, un simple techo para compartir con algún ser amado, nada más…? Puesto que he nacido muerto, ¡qué irónico que tenga que morir! Sí, he nacido muerto, literalmente. La partera tuvo la perversidad de darme unas palmadas para traerme a la vida. ¿Lo hizo, en verdad?”.
“Durante toda mi vida he sido consciente de que podía tomar un montón de palabras y tirarlas al aire con la seguridad de que caerían en la posición correcta”, se jactaba Truman. “Soy un Paganini de la semántica”. Una confianza que aun hoy puede notarse al barrer de arriba abajo las estimulantes páginas de sus libros, donde tanto eruditos como el vulgo quedan absolutamente persuadidos por igual de que, escribiendo, el pequeño elfo arrogante de Capote hasta era capaz de embotellar un rayo.
Aunque no publicara de forma tan prolífica como muchos de sus colegas, hacinados durante meses estériles como aceitunas en un frasco, cada vez que la obra de Capote asomaba la cabeza, en alguna parte despertaba sonoras alabanzas, era mirada con cariño por Hollywood y leída con voracidad en todo el planeta.
En la mitología griega, enseña el multifacético Stephen Fry, “Apolo era el dios de la arquería, de modo que cualquiera que hiciese gala de buena puntería podía decir ‘Apolo guió mi mano’, lo mismo que hasta el día de hoy los escritores suelen afirmar ‘hoy me han visitado las musas’”.
Truman no sabe si en verdad lo ayudó Apolo, pero lo cierto es que esas musas lo llamaron a la puerta en 1959, “cuando algún misterioso instinto” –reveló– lo orientó hacia un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas, Estados Unidos, y no sería hasta 1966 cuando pudo publicar el resultado: A sangre fría.
“Mucha gente pensó que yo estaba loco por pasarme seis años vagando a través de las llanuras de Kansas”, recordaba Capote. “Otros rechazaron de plano mi concepción de la ‘novela real’ declarándola indigna de un escritor serio”. Esa experiencia, observó, “sirvió para incrementar la idea trágica que yo tenía de la vida, que siempre he mantenido y que explica esa faceta mía que parece sumamente frívola; esa parte de mí que siempre está en un corredor oscuro, burlándose de la tragedia y de la muerte. Por eso es por lo que adoro el champán y me encanta alojarme en el Ritz”.
La publicación de A sangre fría trajo de la mano notoriedad, dinero y omnívoros gustos eróticos. Capote se convirtió de un pestañeo en el más social de los escritores y en el pico de su carrera se transformó en el punto de encuentro de los glamorosos mundos de las artes, la política y la socialité, una posición que confirmó su aún hoy legendario Black-and-White ball en el Plaza Hotel de Manhattan, donde convergieron ávidos de flashes sus más ilustres representantes. “Toda la fiesta fue un manifiesto artístico”, decía Truman. “Me gané alrededor de un millón y medio de enemigos por aquella fiesta”.
Su aura de celebridad le permitió viajar por todo el mundo y ganarse la confianza de las figuras más rutilantes de la alta sociedad, pero también lo sumergió en profundas depresiones a causa de su cada vez más pronunciada amistad con el alcohol y las drogas, que durante años le hicieron postergar lo que consideraba su obra maestra, Plegarias atendidas, un libro en el que venía trabajando desde 1966. Por aquellos años fue cuando algunas de sus declaraciones comenzaron a estallar en la prensa, como su famosa:
“Soy alcohólico
Soy drogadicto
Soy homosexual
Soy un genio”.
La expectativa que despertó Plegarias atendidas tomó tanta dimensión que llegó a ser considerada como “la novela más famosa de la literatura norteamericana antes de su publicación”. Se fue publicando en adelantos en la revista Esquire y finalmente vio la luz como libro póstumamente en 1987, tres años después de la muerte de Truman, que nunca llegó a terminarlo.
El contenido del libro ofrece un devastador retrato grupal de la alta y baja sociedad de su tiempo. Persigue la carrera de un escritor de ascendencia incierta (P. B. Jones, para más datos) y sus tribulaciones por un bar de mala muerte de Tánger, un banquete en un restó refinado, salones literarios y prostíbulos caros, donde conviven bellezas calculadoras y maridos sádicos junto con personajes secundarios de la vida real, como Colette, los duques de Windsor, Montgomery Clift y Tallulah Bankhead. Un libro malévolamente divertido que muestra a Capote en estado de implacable observador, asesinamente ingenioso.
La aparición de aquellos adelantos en Esquire hizo que las puertas de la high society que Capote había tenido abiertas de par en par durante muchos años comenzaran a cerrársele.
“Fue un error tremendo publicar esos cuatro o cinco capítulos porque son muy engañosos respecto al verdadero tema del libro –se defendía Truman–. Pero yo nunca pienso en lo que mi obra pueda parecerle a nadie porque, de otro modo, me atrofiaría”.
“Plegarias atendidas no está pensada como un roman à clef ordinario, una narración donde la realidad no está disfrazada de novela. Mi propósito es lo contrario: eliminar disfraces, no fabricarlos”, aclaraba.
Sin embargo, por mucho que aclarase, sus intentos de calmar los ánimos oscurecían. Uno de esos capítulos, “La Côte Basque”, enojó a la sociedad que Capote se había propuesto desnudar: lo trataron de traidor, lo condenaron al ostracismo y ni siquiera volvieron a dirigirle la palabra.
Lejos de sentirse perturbado, Truman no quiso dejar este mundo sin antes salirles al cruce mediante una de sus frases más memorables, inmortales de aquí a la eternidad. “No sé por qué se ha enfadado todo el mundo”, repetía. “¿A quién creían que tenían entre ellos, a un bufón de palacio? ¡Pues tenían a un escritor!”.
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