The Crown, entre el arte y la propaganda
La serie, en su sexta temporada, recrea el romance de Lady Di con Dodi Al-Fayed, hijo del poderoso empresario egipcio Mohamed Al-Fayed
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Sobre el final de esa joya que es The Man who shot Liberty Valance, el periodista que narrará la historia del personaje interpretado por James Stewart -un hombre íntegro que tocó los más altos honores políticos en Estados Unidos, atormentado por el secreto de un malentendido que lo acompañó durante años- descarta la explicación verdadera de un suceso con ribetes épicos en beneficio del relato que cristalizó el pueblo: “Esto es el Oeste; cuando la leyenda se vuelve hecho, se imprime la leyenda”.
¿Cuál será la versión que perviva del reinado de Isabel II y la saga del rey Carlos y el príncipe Guillermo: la que revelen los “hechos” escrupulosamente reconstruidos por los historiadores, o la que habrá plasmado la “leyenda” globalizada por la serie The Crown? ¿Qué relato triunfará: el de las pequeñas grandezas y las grandes pequeñeces cotidianas, o el de la trágica hoguera de intrigas, dramas pasionales, renunciamientos estoicos y amores contrariados?
Es interesante seguir la evolución de la serie a través de sus temporadas, refleja los cambios de época hasta el extremo de hacerlo aun en el propio punto ciego de la telenovela; porque The Crown nos muestra el paso del tiempo, las transformaciones políticas, sociales, familiares que se protagonizan dentro y desde el palacio. Pero más allá de lo que nos muestra está lo que vemos: cómo van rotando los ejes del poder dentro de la inmutable realeza británica.
Si en algún momento (¿al principio?), hubo fricción entre el cuento que cuenta The Crown y el discurso oficial, la creación de Netflix se fue orientando de tal modo que pronto comenzó a prestar un servicio invalorable a la corona: la hizo mundialmente conocida para el público que hubiera podido tener solo una vaga referencia lejana, la volvió popular allí donde no lo era (o había dejado de serlo), la exhibió en carne y hueso, hizo visibles “logros” que por su propia naturaleza permanecían al amparo de la discreción política o diplomática; fue vehículo para el descargo ante las situaciones más oscuras. A los ojos de la plebe, hizo de la reina una estadista (sin dejar de ser una mujer y una madre atenta a los suyos), barriendo la imagen de la figura gélida, meramente decorativa, jefa de un clan disfuncional, parasitario y, sobre todo, carísimo.
Pero la reina ha muerto, ¡viva el rey! En la sexta entrega vemos entonces cómo el Carlos ficticio despliega sensibilidades, agudezas, intuiciones y atributos poco conocidos en el Carlos real. Y asistimos -tamizado por las conveniencias del trono- al funesto final de su exesposa, Diana Spencer, la madre del futuro rey.
La serie recrea el romance de Lady Di con Dodi Al-Fayed, hijo del poderoso empresario egipcio Mohamed Al-Fayed. Y a partir de aquí es difícil no sentir una cierta incomodidad que va in crescendo. Sobre la base de testimonios recogidos en investigaciones posteriores al accidente automovilístico en el que murieron ambos, lo que se presenta, básicamente, es que la pareja no era tal, sino apenas una amistad con desvaído derecho a roce; un divertimento de bajas calorías para ella, el yunque de una obligación filial para él, cuyo padre parece respirar solo para convertirse en el consuegro de doña Isabel. Así agrada a Buckingham, así lo respalda el personaje del joven Guillermo en un par de escenas.
Claro que esto es ficción, con las libertades narrativas del caso. Pero el modo en que avanza sobre un momento en particular, el último encuentro de Diana y Dodi en el Ritz de París, es de una torpeza asombrosa. Al punto de que hay algo obsceno en la situación, y no porque exhiba ninguna intimidad erótica, sino todo lo contrario, porque la niega de manera burdamente explícita. El impudor, a veces, adquiere formas paradójicas.
¿En qué radicaba la obscenidad cuando se hicieron públicas aquellas palabras íntimas que Carlos le dijo por teléfono a Camila? Justamente en el hecho de que todo el mundo –literal– hubiera escuchado lo que estaba destinado a una sola y única persona: la mujer amada y deseada. Algo parecido aunque de signo opuesto ocurre con la dramatización de la noche fatídica en el Ritz. Todo lo que se supone que nunca ocurrió entre esas dos personas está detalladamente dicho, didácticamente explicado; sin sombra de duda, sin ambigüedades, sin contradicciones. Terso y sin arrugas. Ni una mácula de vacilación, ni un tenue velo de pudor ante ese poso de humana turbiedad donde las palabras se pierden.
No sabemos si esa luz forzadamente meridiana alumbra lo que sintieron Diana y Dodi; lo que sí expone es la claudicación de The Crown: desistir del arte, condescender a la propaganda.
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