Tengo una reunión con un bot
¿Es lo mismo asistir a una reunión virtual que enviar a un asistente digital que tomará notas y seleccionará información en nuestro nombre?
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Las normas para hablar por teléfono cambiaron mucho. En los últimos años se desterró la costumbre de dejar mensajes en el contestador o de llamar directamente a alguien, sin antes mandar un texto. Son reglas de etiqueta todavía fluctuantes, que varían de generación en generación. Pero se establecieron hasta tal punto que hablar por teléfono hoy es un ritual muy distinto que tres o cuatro años atrás: es casi otra actividad. Lo mismo está pasando con las reuniones.
La transformación se ve en las quejas. Tradicionalmente nos quejábamos de las reuniones largas, sin objetivos o directamente innecesarias. Con la pandemia llegó una nueva ola de protestas: contra los que no encienden la cámara o los que no aprendieron a desmutearse. Pero el último grito (de protesta) llegó con la inteligencia artificial y el enojo contra colegas que faltan a las reuniones… y mandan un bot en su lugar.
Hace poco Google y Microsoft lanzaron servicios que permiten enviar un asistente a una reunión virtual. El asistente toma notas y nos entrega un resumen que se lee en 3 minutos, aunque la reunión haya durado una hora. De inmediato se afectó la etiqueta: ¿me tengo que ofender si alguien manda su bot? ¿O es mejor eso que nada? ¿Empezaremos a tener reuniones unipersonales, donde un humano dicta sus ideas a una multitud de tomadores de notas artificiales? ¿Eso seguiría siendo una reunión?
"La transformación se ve en las quejas. Tradicionalmente nos quejábamos de las reuniones largas, sin objetivos o directamente innecesarias. Con la pandemia llegó una nueva ola de protestas: contra los que no encienden la cámara o los que no aprendieron a desmutearse. Pero el último grito (de protesta) llegó con la inteligencia artificial y el enojo contra colegas que faltan a las reuniones… y mandan un bot en su lugar"
Ya es habitual usar accesorios digitales en cualquier reunión. Casi todos los sistemas de videollamadas ofrecen subtítulos en vivo o traducción. Cambiar o difuminar el fondo ya es una antigüedad. Más reciente es opinar con emojis sobre nuestra propia cara. Mac lanzó un servicio nuevo el mes pasado que interpreta nuestros gestos y los convierte en emojis sin que toquemos el teclado. No anda muy bien. Al menos los porteños, tan afectos a gesticular, producimos emojis no deseados.
Mientras tanto, una multitud de pequeñas apps –como Read.ai o Sembly.ai– se proponen como el complemento de nuestras reuniones: toman minutas, las resumen, infieren decisiones y próximos pasos que luego se comparten con todos los participantes.
Son servicios útiles y de apariencia inocua, apenas una forma de ahorrar tiempo. Sin embargo, usarlos es un poco escalofriante. Confieso que siempre que recibo una minuta de una reunión busco mi nombre para ver qué de lo que dije quedó registrado. Con los bots –ahora– resulta más inquietante: ¿cómo decidió el bot qué editar? ¿Por qué incluyó determinada idea y no otra? ¿Deberemos aprender a optimizar nuestros comentarios para ellos?
La estela discursiva que queda de una reunión no es un producto menor. Y no solo por cómo incide en los proyectos laborales. En su libro El poder de las palabras, el neurocientífico Mariano Sigman explica que las personas editamos lo que nos sucede cada día. Nos contamos un relato, resumido, de lo que pasó. Estos relatos construyen nuestra visión del mundo y dictan quiénes somos. Nos limitan y nos liberan. Dejar que un bot edite lo que sucedió –aunque solo sea en una reunión– es por lo tanto una acción bastante temeraria.
En cualquier caso, puede que tantas capas de intermediación –ya no solo la pantalla sino también los servicios asociados– vuelvan a las reuniones completamente irreconocibles. Tal vez les pongamos otro nombre y pasemos a revalorizar como verdaderas reuniones a las presenciales. Después de todo, algún ritual seguiremos necesitando para los intercambios que no pueden ser registrados por los bots. Pienso en los periodistas reunidos con sus fuentes. Los socios que recién se conocen. Los operadores políticos. Seguiremos necesitando los restaurantes con primer piso, los halls de hoteles y los bancos de plaza para todos los diálogos que no conduzcan a ningún “accionable”, salvo los que nosotros mismos nos demos de manera inescrutable.
La autora es directora de Sociopúblico