Sin renunciar a la tecnología, ejercer el derecho a la elección y el lujo de disponer del propio tiempo
La autora de esta columna, habitual usuaria de X en la época en que se llamaba Twitter, propone un uso más consciente y autorregulado de las plataformas digitales
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Luego de casi diez años di de baja mi cuenta de Twitter, ahora X, que en la era Dorsey supo lucir el simbolito de “registrada”. Un granito de arena en mi cruzada personal contra los algoritmos y sus perturbadores intentos de captar mi atención.
Facebook cumple la función de recordarme el cumpleaños de mis amigos y, gracias a que de algún modo lo “programé” con mis likes, me trae recetas de cocina bastante interesantes –cocino menos, pero el tema sigue entre mis pasiones– y links “posta” para ver cine que a los streaming no les interesa exhibir. Seguir los pasos de mis amigos al otro lado del mar, tendencias de moda y notas revisteras que los medios serios mandan a la cola en sus web por poco “importantes” me mantienen en Instagram, aunque bloqueo furiosa todos los avisos publicitarios que pesco.
Pero yo amaba Twitter (jamás pude llamarla X). Era mi red social informativa, muy para periodistas, picante, ocurrente y siempre “primiciando”. Su instantaneidad traía a mi memoria un aparato que existió hasta los 80 y algo. Yo lo conocí en los 70, cuando la Agencia Telam de Mendoza me recibió como pasante. La teletipo. Una suerte de máquina de escribir gigante que escupía noticias sin pausa las 24 horas del día y encendía mi adrenalina. Amor a primera vista.
Una Caja de Pandora de la que brotaban, brotaban y brotaban discusiones políticas, pronósticos meteorológicos, robos y crímenes, un accidente de tránsito, golpes de Estado… Paradita frente a la “cablera”, así se la llamaba en la jerga periodística porque cada noticia que entraba era “un cable”, me enteré de la caída de Salvador Allende en Chile, y también viví un momento inolvidable cuando aparecieron los uruguayos que estaban perdidos en la Cordillera. Pura emoción a fuego grabada en mi ADN.
No diría que todo, pero sí mucho, muchísimo de lo que aprendí en esos años fue la base de mi carrera periodística. La síntesis de la noticia primero que todo: lo más importante arriba, lo nuclear, lo esencial, el “qué”. A continuación había que responder las cinco preguntas que completan el famoso sexteto, como se nos enseñaba entonces. Qué, Quién, dónde, cuándo, cómo, por qué. Tiempo mágico y lejano que hoy estremece recordar. La segunda lección eran las fuentes. Antes de “comprar” una noticia había que chequear quién lo decía y qué autoridad tenía para decirlo.
Aclaración necesaria para nuevos lectores: no había Internet ni celulares, mucho menos Google. A pulmón. Bueno, una vez chequeado todo, dándole al teléfono fijo al ritmo de las comunicaciones que nos permitía Entel, la antigua compañía telefónica, estábamos autorizados a apretar el send. Scrollear Twitter me retrotraía a esa prehistoria. Era la “cablera” en el celular. Solo faltaba la sábana interminable de papel que despedía. Así de cercana y emocional era mi relación con esa red.
"La tecnología digital no siempre es progreso y a veces es un robo"
La tecnología que nos envolvió como un vendaval y los algoritmos sacando provecho de mi navegación hicieron lo suyo. Suscribo los argumentos de The Guardian, también de La Vanguardia y de muchos otros medios y referentes intelectuales y culturales que argumentaron con toda claridad por qué se fueron. Que Elon Musk forme parte del gobierno que asumirá en los Estados Unidos en enero próximo tampoco es un dato menor. En resumen, me alejé porque sabía cuánto de manipulación hay detrás.
“La tecnología digital no siempre es progreso y a veces es un robo”, acaba de decir en La Vanguardia Ruth Benjamin, científica de la Universidad de Princeton que disertó en la SmartCity Expo Fira en Barcelona hace unos días. Y revela que durante la pandemia el gobierno británico empezó a usar un algoritmo llamado SPS (students prediction scores) para decidir qué alumnos tenían derecho a acceder a la universidad. ¿Resultado? “Discriminó a los estudiantes de los barrios más pobres, que salieron a protestar a la calle contra el algoritmo que los condenaba a no estudiar. Algoritmos así deciden nuestra vida”, alerta Benjamin. No es la única. Varios intelectuales y científicos con los que he hablado dicen lo mismo y todo el tiempo leo críticas lúcidas y honestas que alertan sobre la adicción que causan las redes. En una de mis últimas notas, el pionero de la IA en España, el profesor Ramón Lopez de Mántaras, voz autorizada si las hay, no solo dice que no tiene redes sociales, sino que también revela cómo es la “dieta digital” que practica para protegerse de la tiranía algorítmica.
Si tuviera hijos pequeños impondría las mismas normas de los popes de Silicon Valley puertas adentro de sus hogares. Uso limitado de pantallas para las proles. Control del tiempo y educación sobré qué y cómo ver, y por qué la restricción. Aunque mi primera intención sería bastante más radical, sé que no sirve de mucho. Hablar, explicar, persuadir con el racional en la mano. Los chicos entienden todo y más de lo que creemos. Además y, aunque no guste la palabra, negociar, negociar con ellos.
A mí me dio mucho resultado descubrir en mi hijo una pasión tempranamente y presiento que el camino va por ahí. Al aire libre, vinculada al arte o al deporte de ser posible, o a ambas. Y estimular el pensamiento crítico. Esto no es solo para la infancia o la adolescencia. Es para la vida. No se puede vivir de espaldas a la tecnología. Claro que no. Siempre me ha parecido una tontería eso de “yo en casa no tengo televisión”. Recuperar el placer de ver verdaderas joyas del cine, documentales increíbles y los canales de mi país en directo desde el living de mi casa en Palma no tiene precio. Eso es progreso.
No se puede vivir de espaldas, de acuerdo, pero sí girando la cabeza hacia ella solo cuando es necesario, o autoimponiéndonos una medida, como haríamos con los más chicos. Uso y no abuso, más antiguo que la vida. Atención consciente. Rescatar tantos placeres y alegrías que vienen sin algoritmo detrás. Un buen libro, un nuevo hobby, una obra de arte que emociona, un paseo al sol, el ritual de preparar un buen café. Leer un buen libro. Extasiarse ante una obra de arte. Redescubrir y redescubrirnos. Elvira Miguez (59), una gran actriz y escritora española, ganadora de un Goya por Truman y que ahora debuta como directora en el film La sombra de la tierra, acaba de decir en una entrevista “la literatura es mi amante y el cine, mi marido”.
Repetimos como loro el lugar común “el tiempo es oro”, pero es bastante más que eso. Los algoritmos lo saben. En esta etapa de mi vida de ese lujo tengo bastante. Tiempo. Y lo quiero proteger.
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