Una campaña de redes con celebridades, influencers y activistas busca legalizar en el país a los animales como “seres sintientes” y no como “cosas”, tal como son descritas en el código actual. En Europa, se viralizó estos días, hay una disciplina de “equitación vegana” en la que se reproducen las piruetas equinas con animales de plástico. El debate sobre el maltrato, la crueldad o la matanza de animales escala hacia el vínculo, más que legal, afectivo que tenemos con los no-humanos.
El marco es más amplio aun: la aceleración de usos de la inteligencia artificial, en el año de su popularización, exige pensar la relación con muchas más especies y entidades. Si las discusiones sobre el uso humano de los minerales, la extracción y explotación (del petróleo al litio), o el agotamiento de los no-renovables y la geología se convirtieron en tema central de geopolítica y macroeconomía, la vida vegetal –sus matices, sus particularidades– ocupa el lugar acaso más íntimo y sensorial de este fenómeno de reconfiguración con los agentes de nuestro entorno. Animales que sienten, máquinas que piensan, ¿y las plantas? ¿El Humano, finalmente, es el Otro?
Hace medio siglo, en 1973, un libro con apariencia de investigación buscaba identificar la actividad de los vegetales y dar sustento teórico a sus emociones: La Vida Secreta de Las Plantas (tuvo luego un film documental y un monumental disco de Stevie Wonder). La reseña de The New York Times fue lapidaria, pseudocientífico era el menor de los descalificativos: en un relato que mezclaba ocultismo, conspiranoias de la época y experimentos avanzados con osciloscopios o electro-encéfalogramas para medir e identificar la actividad de los vegetales, cerraba con la frase de Gertrude Stein: “Muy interesante si fuera cierto”. Pasó ser considerado un libro de ficción.
De todos modos, antes que volver a intentar dar pruebas sobre su vida emocional, la “inteligencia vegetal” logró ganar terreno en los últimos años. Si no sintientes o conscientes, como se busca probar de los animales, los científicos a los que ya dudaríamos en llamar “humanistas” como elogio, avanzan en coincidir que los despliegues de adaptación, mutación y multiplicación, dan pruebas de un aprendizaje. Las teorías de red hacen foco, cada vez más, en la comunicación subterránea entre especies de árboles para dar a sus teorías una profundidad que aún no puede probarse en las conexiones mentales. En el siglo en el que naturalizamos llamar “memoria”, al acto de almacenamiento de un dispositivo, avanza la comprensión de la cognición vegetal.
El lanzamiento, meses atrás, de Planta Sapiens marca un hito en la divulgación del fenómeno. El científico cognitivo Paco Calvo (profundiza en su búsqueda de la psicología no-humana y en la mente de las plantas, una definición de por sí audaz en su intento de ir más allá de las fronteras del hombre, del animal. “Esperamos que nadie pueda mirar su maceta o un árbol de la misma manera luego de leerlo”, explicaba Calvo.
No sólo la conexión con otras especies sino también el temor sobre el futuro alimenta estas búsquedas. El auge de la psicodelia asociada al estudio y consumo de hongos, una subcultura pregnante en los campus científicos de California, se asocia a esas investigaciones. La antropóloga Anna Lowenhaupt Sing, de las universidades de Yale y California, también ambientalista, dedicó años al estudio de los matsutakes. Hace una década publicó Los hongos del fin del mundo, cuya traducción al español (Caja Negra, 2023) es una de las novedades de no-ficción más buscadas en la actual Feria de Editores porteña. En el prólogo puede leerse: “¿Qué haces cuando tu mundo empieza a desmoronarse? Yo salgo a pasear y, si tengo mucha suerte, encuentro algún que otro hongo. Entonces soy consciente de que todavía hay placeres en medio de los terrores de la indeterminación”.
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