Sebreli: “Héctor Murena era el único escritor pobre que había en Sur”
En una charla inesperada, Juan José Sebreli hace un retrato de su colega, un hombre solitario, sagaz, polemista y misterioso que fue marido de Alicia Justo y de Sara Gallardo
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Como muchos otros fines de semana, fui a tomar el té con Juan José Sebreli, en su casa. Siempre hablamos de todo, comentamos la actualidad, bromeamos y compartimos una que otra novedad literaria. Cuando le interesa el tema, Sebreli se posesiona, alza la voz y lanza con vehemencia frases lapidarias. Es irónico y apasionado.
Le conté que pronto iría a presentar, además de su biografía sobre Rulfo, un libro de cuentos de Reina Roffé (Vivir entre extraños), escritora argentina que reside en España desde hace más de 30 años y que Sebreli aprecia mucho. De ahí, la conversación derivó hacia la figura del poeta, ensayista, novelista y dramaturgo Héctor A. Murena. Sebreli lo conoció personalmente cuando el joven escritor vivía en Constitución, en el mismo edificio y en el mismo piso que Roffé, de niña, con su familia.
Yo había leído algunos textos de Murena, sobre todo porque quien me había hablado mucho de él fue Alberto Girri, gran amigo del casi olvidado autor de Caína muerte, Las leyes de la noche, Folisofía, etcétera. Hace tiempo que Guillermo Piro viene regando las semillas de su memoria, compilando antologías con sus escritos, lo cual me parece muy loable para un autor tan conocido y polémico en una época, tan relegado hoy.
Sabía, asimismo, cosas acerca de Murena y de su triste final, a través de la que fuera mi gran amiga en los años 80-90, la pintora Josefina Robirosa.
Sebreli lo conoció a nuestro personaje en una primera época, cuando eran veinteañeros, mucho antes de que se casara con Sara Gallardo y volcara en sus trabajos su veta mística.
Precisamente, he aquí que, en un momento, lo veo a Juan José enfervorizarse en su relato. Es cuando me describe con lujo de detalles a la exótica, excéntrica y sofisticada primera mujer de Murena. De inmediato, enciendo el grabador. “Esto es imperdible” –pienso–. Aquí va.
Sebreli: “En esa época (1949-1951), con el poeta Héctor Miguel Angeli sacamos una revista que se llamaba Existencia. Se nos ocurrió la idea loca de tocarles el timbre a escritores que vivían más o menos cerca de nosotros, sin avisarles nada y pedirle colaboraciones. Así conocimos a Alberto Gerchunov. También le tocamos el timbre a Borges, pero salió Fanny y nos dijo que estaba en Adrogué. Otra vez le tocamos el timbre a Murena, que vivía a tres cuadras de mi casa, en la calle San José. Llamamos a su puerta y Murena nos hizo pasar. Vivía en un departamento chiquitísimo, muy modesto. Lo único que tenía era un diván y una biblioteca pequeña. Se ve que tanto no leía. Le ofrecimos publicarle un artículo y él nos dijo que no, que en lugar de eso nos posibilitaba publicar en la revista Sur. Y así fue que, efectivamente, me publicaron en Sur un artículo sobre el film Mr. Verdoux de Chaplin. Pero he aquí que ellos ya tenían en la redacción, un trabajo acerca de esa misma película, escrito por Estela Canto. Lo que pasaba es que Pepe Bianco (Secretario de Redacción de la revista) se los quería sacar de encima a los hermanos Canto, porque eran comunistas y buscaban predominar en Sur. Entonces… ¿qué sucede? Retira el artículo de Estela Canto y publica el mío, que yo era un desconocido completo. Imaginate, yo estaba en el primer año de la Facultad de Filosofía y Letras, tendría 19-20 años. No había publicado nada hasta entonces. Fue un golpe. Así se vengaron los Canto después, y me hicieron echar de Sur. Pero ésa es otra historia, que ya te conté.
Por lo tanto, Estela Canto me odió. Sacarle a ella el artículo, a ella, que era colaboradora de toda la vida y además, amiga de Victoria, para publicarle a un joven ignoto, una nota sobre el mismo tema, no podía ser.
Entonces, como te contaba antes, a Murena lo conocí personalmente ese día, tocándole el timbre junto a Héctor Angeli. Y aquí viene lo paradójico y misterioso de la vida de Murena. Murena ganó mucha plata porque trabajaba en la revista y también en la editorial de Sur, donde dirigía una colección de ensayistas alemanes. Victoria Ocampo le había conseguido los derechos de autor de unos cuantos libros. Los de Walter Benjamin, Adorno, por ejemplo (aunque ésos no se vendían mucho), pero le consiguió los derechos de autor de Lolita de Nabokov, que vendió una fortuna. Quiere decir que ganó dinero a montones y vivía en ese departamento humilde, de clase media baja. El de la familia Roffé era un poco más grande y daba a la calle. El de él no, era interno, tenía dos ambientes muy chicos.
Y Murena comía en una fonda de enfrente. Tomaba vino a raudales, porque era alcohólico, vino y bebidas berretas. Así murió, de cirrosis.
Yo no me lo explicaba. Con lo que ganaba con los derechos de autor, ¿cómo vivía de ese modo?
Te lo repito: Victoria, sabiendo que era pobre, le había conseguido los derechos de los autores alemanes, como Benjamin, Marcuse, Adorno, y Murena tenía así un muy buen pasar. Pero habitaba en ese cuchitril y comía en esa fonda.
Y entonces, yo, un día, le pregunté: “Usted (en esa época no se tuteaba) ¿en qué gasta la plata?”. Y él me contestó: “Ayudo a los amigos”.
Pero figurate… ¡con las sumas que ganaba! Y no solo eso. Victoria Ocampo le había dado muchos cargos importantes. En verdad, Murena era el único escritor pobre que había en Sur, sería por eso que quiso beneficiarlo. Era el único de clase media baja allí. Entre otras cosas, él era el encargado de enviarles la plata a los autores traducidos por la editorial. Y un día le llega a Victoria una carta de Graham Greene, diciéndole que se sentía realmente muy dolido que una amiga como ella no le pagara los derechos de autor.
Victoria, enfurecida, llama a una secretaria, pero ésta le dice: “De los derechos de autor se ocupa Murena”. ¿Qué pasaba? Murena se guardaba los derechos de Graham Greene, como los de muchos otros. Esto que te cuento, ¡contado por José Bianco!
Victoria lo llama entonces a Murena y le dice: “No voy a recurrir a un juez, pero ¡váyase ya mismo y no vuelva a pisar aquí, nunca más!”.
A ver, explicame… ¿qué hacía con la plata? Porque, como ya te comenté, vivía como un personaje necesitado, como un pobre.
¿Jugador? No, no lo creo. Era tomador, pero tomaba bebidas baratas en la fonda de enfrente.
¿Si era soltero? No. Estaba con esa mujer impresionante, con Alicia Justo Moreau, Lizzi Justo (hija de Alicia Moreau de Justo y de Juan B. Justo). Vivirían separados, pero eran pareja. Yo la conocí a ella en el bar Florida, porque ellos dos se encontraban allí. Era una mujer increíble. Interesantísima. Moda, japonesa. Maquillaje, japonés. La cara blanca, blanca, blanca. Toda la ropa era gris, en un solo tono. Y ella, blanca. Elegantísima, con ese rostro de japonesa, tipo geisha. No, él no. Él era pintón para el mundo de las Letras donde, salvo Pezzoni y Bioy Casares, no había gente pintona. Girri era mucho más pintón también. Murena tenía la pinta de un oficinista de clase media. Pero llamaba la atención en el grupo de la gente de Sur, que era gente de clase alta, sofisticada, que leía a los europeos, porque él escribía esas cosas autóctonas y alegóricas… Él creía que Victoria Ocampo estaba fascinado con él. Pero no era un seductor, no era un Don Juan, era un tipo serio, muy serio. Hasta un poco seco. Un solitario, en verdad. No era antipático, era afable como puede ser afable una persona educada de clase media. Pero se los había conquistado a Pepe Bianco y a Victoria.
Yo no lo conocí en la etapa de Sara Gallardo, sino en la época anterior, la de Alicia. Y a la madre de ella, a Alicia Moreau de Justo, le salieron mal las cosas porque otro de los hijos, Luis (el que fuera marido de la poeta, ensayista y periodista María Victoria Suárez, muy amiga mía en un tiempo), era alcohólico. Imaginate, para una socialista… Los socialistas no debían tomar alcohol, eran muy estrictos. Y la hija se junta con Murena, que se reía de los socialistas y que era alcohólico, también. Murena se burlaba, escribió cosas muy irónicas sobre los socialistas. Políticamente no sé qué era Murena, no era peronista. Era un discípulo de Martínez Estrada. Escribía esas cosas telúricas… sobre América.
¿Cómo se vestía? Se vestía correctamente. Usaba saco y corbata, como un oficinista.
No sé si era muy culto en aquellos años. Aparentaba cultura, pero no lo era. Hablaba inglés y por David J. Vogelmann, el amigo alemán que tenía y que yo no conocí, aprendió algo de alemán porque tradujo a Walter Benjamin (la suya fue la primera traducción al castellano de ese autor).
Volviendo al asunto del dinero. Repito. ¡Lo que debe haber ganado Murena solamente con Lolita! Y, lo recalco, su departamentito estaba en Constitución. Constitución en esa época era otra cosa, es cierto. Había restaurantes muy buenos. En uno comían Borges con Estela Canto, prácticamente todas las noches. Quedaba frente a la Plaza. Borges la iba a buscar a Estela Canto en la calle Piedras y se iban caminando hasta Constitución. Constitución no era la villa miseria que es hoy.
Por eso te digo. En Constitución vivía Murena, vivía Graciela Borges –me lo contó ella una vez, cuando era chica, vivió allí con sus padres–. Yo también vivía con mis padres allá. Mucho después me fui a vivir solo; fue cuando me compré un departamento en el Pasaje Seaver y después, éste de aquí (en Juncal).
En Constitución había casonas lindísimas, pero al lado podía haber también una casa tomada. Mi tío, por ejemplo, vivía en una casona con dos patios, dos patios enormes, con montones de habitaciones y después esa vivienda se convirtió en un hotelucho lumpen.
Eran casonas con grandes patios, pero luego, con los años, la gente se empezó a ir a vivir a los departamentos del centro y todos esos lugares se transformaron en hoteles, hoteles de baja categoría. Y ahí empiezan a aparecer las “cabecitas negras”. Y luego, claro, toda la decadencia de la estación. La gente se iba a Mar del Plata, pero empezó a viajar en coche. Y en tren viajaban solamente los que no tenían autos y se iban a los pueblos vecinos.
Volviendo a Murena, en realidad yo lo conocía antes de tocarle el timbre, por lo que escribía. El sacaba en Sur una sección fija que se llamaba “Los penúltimos días”. Era una especie de diario de acontecimientos de la calle, de la vida cotidiana y a mí eso me interesaba, me gustó.
Insisto: la incógnita para mí es en qué gastaba la plata un hombre que comía en la fonda de la esquina y vivía en un departamento interno de dos ambientes.
No, a mí no me gustaba Murena como escritor. Era un Martínez Estrada exagerado. Después, es cierto, se hizo esotérico, místico, por ese amigo alemán, Vogelmann. Por él comenzó a interesarse por la Metafísica, las religiones de Oriente, el Budismo Zen, etcétera. Esa otra época literaria de él no la conocí, no lo leí.
No sé si tenía muchos amigos. Su gran amigo era Alberto Girri.
En Sur, por Murena, Héctor Miguel Angeli pudo publicar un poema y yo me hice conocido, pero por otro artículo, no el de cine; se trató de una nota ulterior, sobre los Azules y los Colorados. Era un artículo de Filosofía política que tuvo una gran repercusión.
Sí, es cierto, yo entré en Sur gracias a Murena y yo se la pagué mal. Porque después, él saca una obra de teatro, El Juez, y me dan a hacer a mí la crítica de la obra, pensando que yo iba a ser favorable, pero a mí no me interesó. Entonces yo, de una manera elegante y profunda, escribí una crítica negativa. Pepe Bianco no me la quiso publicar porque estaba convencido de que iba a haber una respuesta y que se iba a armar un escándalo. Entonces yo me la llevé y la publiqué en una revista universitaria y después de esa historia, no lo vi nunca más a Murena. No hice eso por ingenuidad, yo en esa época estaba muy metido en las ideas, era completamente ajeno a las intrigas”.
Esta es la visión de Reina Roffé sobre Murena (de su libro Lorca en Buenos Aires, 2009, Madrid): El azar había querido que mis padres alquilaran transitoriamente un departamento minúsculo en la misma planta, el séptimo piso, de un edificio ubicado en la esquina de San José y Estados Unidos, donde residía Murena y viviría hasta su temprana muerte. El departamento era tan chico que mi hermano y yo pasábamos muchos ratos jugando afuera, en el pasillo. Su puerta y la nuestra eran las únicas de la planta y estaban enfrentadas, a escasos metros una de otra. Pero Murena nunca nos reprendió o se quejó a mi madre. Cierto es que éramos niños bastante silenciosos y yo, por nada del mundo me hubiera atrevido a disgustarlo. Era apuesto y elegante, paradigma de la masculinidad, una suerte de Gardel intelectual peinado a la gomina, con sus camisas impecables, sus trajes oscuros con chaleco, los zapatos relucientes. Ahora advierto que tenía la edad de mi padre, por entonces unos treinta y seis o treinta y siete años, pero para mí era un hombre sin edad, una leyenda. Mi tío hablaba mucho de Murena. Frecuentaban el mismo café de la cuadra y a veces departían de política o de fútbol. Murena no se sentaba a la mesa con los muchachos, bebía reclinado sobre la barra, casi siempre gin, y de un solo trago. A veces intervenía en las acaloradas discusiones de aquel café, que se llamaba Bar Azul, cuando alguien le pedía su opinión o su veredicto. Todos sabían en el barrio quién era. Y si lo respetaban era especialmente porque no le hacía ascos a nadie. Mi tío, el menor de los hermanos de mi padre, socialista a ultranza, todavía recuerda cuando Murena le tomaba el pelo y le decía: “Pero che, pibe, de qué lucha de clases hablás con el sobretodo de alpaca que llevás puesto”. Yo siempre lo espiaba, mandaba a mi hermano a que le tocara el timbre y se escondiera en la escalera. Entre tanto, desde la mirilla de nuestra casa, observaba cómo él abría la puerta, salía al pasillo, se demoraba unos segundos hasta adivinar quiénes podrían haber sido los desatinados; entonces, se ajustaba el cinturón de su robe de chambre bordó, y serena, comprensivamente, volvía a su guarida de lobo solitario. Por Juan José Sebreli supe que ese departamento de Murena no era mucho más grande que el nuestro y, para colmo de males, interno. El que alquilaban mis padres, en cambio, daba a la calle y tenía un balcón extenso que hacía esquina. Desde ese balcón con vistas de última planta, mirando el cielo melancólico de una Buenos Aires de finales de los cincuenta, creí que vivía en la mejor ciudad del mundo.
Héctor A. Murena nació en 1923 y murió a los 52 años, en 1975. Había hecho estudios de Ingeniería y luego entró un tiempo en la Facultad de Filosofía y Letras.
Alberto Girri le tenía no solo afecto, sino que lo valoraba enormemente por su brillantez y sus conocimientos metafísicos. Es probable que Murena lo haya ayudado a Girri, que vivía ascéticamente en un pequeño departamento igual al de su amigo: un dos ambientes, interno en la calle Viamonte. No lo sé.
Otros amigos escritores de Murena fueron D.J. Vogelmann, nacido en Bucovina, Rumania (pero que en aquel entonces formaba parte del Imperio Austro-Húngaro). Vogelmann fue traductor de El castillo y América de Kafka y del famoso I Ching que, además, prologó. Con él, Murena publicó un libro de conversaciones (firmado H.A.Murena- D.J.Vogelmann) y también, ambos tenían un programa en Radio Municipal sobre esos temas herméticos. Girri le tenía un gran respeto a Vogelmann. Otros amigos posteriores de Murena fueron el español Francisco Ayala y el venezolano Juan Liscano.
A los 40 años, en 1963, conoció a Sara Gallardo, que era mucho menor que él. Se casaron (sin vivir juntos) y tuvieron en 1970 un hijo, Sebastián que si no me equivoco era ahijado de Girri. Recuerdo que Alberto me contaba cuando se encontraba con él en Buenos Aires, porque el muchacho vivía en Roma y estaba de paso.
Murena fue el segundo marido de Sara, el primero había sido Luis Pico Estrada, con quien ya tenía dos hijos, Paula y Agustín. Él fue sumamente importante en la vida de la escritora y periodista de la alta sociedad. Es muy probable que fuese su primer lector y el consejero más calificado para su trabajo literario. Me contaron que después de la desaparición de Murena, ella se quedó muy mal y ya no quería escribir.
Si bien en su cuento “Un solitario”, dedicado a HAM, Sara Gallardo describió al protagonista como “demasiado susceptible y orgulloso” y con algo de paranoia, llegó a expresar también: “Ese luto es el gran episodio de mi vida: la muerte de Murena”.
El azar quiso que un día, yendo a comprarme una prenda en una boutique de una artista plástica que las diseñaba, vi sentada allí a una mujer realmente espléndida: era Sara Gallardo. La reconocí y la saludé. Yo había leído con fervor Los galgos, los galgos. Era tan encantadora como linda y llamativa. Estaría con Murena en esa época, porque recuerdo que eran los tiempos del hippismo y la ropa que allí se vendía estaba inspirada en el Pop Art y en los colores psicodélicos. Tengo fotos con el vestido colorado que me compré allí el día en que estaba Sara Gallardo.
Si bien años después Murena y Sara se separaron, cuando ella se enteró de los terribles padecimientos físicos de él, como consecuencia de su alcoholismo, sufriendo solo en ese incómodo departamento de Constitución, fue a buscarlo y lo llevó a su casa, en la calle Carlos Pellegrini. Fue ahí donde falleció el 5 de mayo de 1975, a las 22.
Así describió Juan Liscano la precaria vivienda del escritor en los finales de su vida: “El revoque de las paredes se caía, carcomido por la humedad y los hongos, papeles por todas partes, libros amontonados, poquísimos objetos, ninguna foto y algunas reproducciones de cuadros, cuyo contenido simbólico lo alimentaba”.
Si bien su obra fue polémica, considerada por muchos grotesca, desmesurada, disparatada, llena de desvaríos, no cabe duda de que fue una obra original, bizarra, fruto de la interesantísima personalidad de su autor. Un hombre solitario, sagaz, polemista, misterioso, que ahogaría en el alcohol una profunda desdicha existencial.
En su magnífico libro El país del humo, Sara Gallardo escribió esta extraordinaria frase: “Toda yo soy un homenaje a Murena”.
La relación Sebreli-Murena fue compleja y conflictiva, a pesar de que éste último le abriera a Juan José las puertas de la revista Sur.
Otros, como Alberto Girri, lo admirarían y hasta sufrirían su influencia espiritual.
Lo que es seguro es que Héctor A. Murena no fue un hombre que pasara inadvertido en su época, ni un escritor que no dejara huellas.
Su secreto –concluye Sebreli– “se lo llevó a la tumba”.
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